El pasado 15 de marzo, el gobierno de Estados Unidos ejecutó una de las deportaciones más controvertidas de los últimos años: 238 migrantes venezolanos fueron embarcados en Texas y enviados directamente a una prisión de máxima seguridad en El Salvador, a los centros de tortura de Nayib Bukele, muchos sin haber sido condenados por ningún delito en suelo estadounidense.
Esta información se puede comprobar gracias a la investigación realizada por ProPublica, The Texas Tribune y un consorcio de medios venezolanos. Según los registros internos del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), la gran mayoría de esos migrantes carecía de antecedentes penales en Estados Unidos y no cumplía los requisitos formales para ser calificados como terroristas o criminales violentos.
Desde el principio, la Casa Blanca y la propia Administración Trump insistieron en que el operativo respondía a un escrupuloso análisis de la trayectoria criminal de los deportados, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Pero los documentos del DHS desmienten esa versión: solo 32 de los 238 tenían condenas en Estados Unidos (básicamente por hurtos menores o infracciones de tráfico), y únicamente seis habían sido sentenciados por delitos violentos: cuatro agresiones, un secuestro y una posesión ilegal de armas. La mitad de los expulsados no presentaba cargos criminales de ningún tipo en la nación que los detuvo, figurando solamente como infractores de las leyes migratorias.
La situación en el extranjero resultó igualmente escasa en delitos comprobados. Tras revisar bases de datos policiales y judiciales de varios países latinoamericanos, la investigación sólo halló antecedentes en 20 de los 238 casos: once por robos a mano armada, asaltos o asesinatos, cuatro por posesión ilegal de armas y el resto por acusaciones menores. Ninguno de los nombres de los deportados apareció en los listados de pandilleros de la Tren de Aragua manejados por Interpol o la Policía Bolivariana, que suman cerca de 1.400 apellidos.
Frente a estas evidencias, la retórica del gobierno de Trump se mantuvo implacable: calificó a los migrantes de “violadores”, “salvajes” y “lo peor de lo peor”, sostuvo que la pandilla Tren de Aragua había “invadido” Estados Unidos con ayuda del régimen de Maduro y amparó sus acciones en la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 para deportarlos y encarcelarlos indefinidamente en un centro de detención y tortura extranjero. Tal argumento nunca fue acompañado de pruebas sólidas, y hasta un informe de inteligencia interna desautorizó la supuesta vinculación de esa organización con el Gobierno venezolano, lo que llevó al despido de la directora de inteligencia nacional, Tulsi Gabbard.
Mientras tanto, las familias y los abogados de los deportados sufren la incertidumbre. Muchos allegados relataron cómo, apenas horas antes del vuelo a El Salvador, sus seres queridos se mostraban confiados en regresar a Venezuela. Algunos grabaron videos en los centros de detención de Estados Unidos en los que los migrantes expresaban temor de ser enviados a Guantánamo. Tampoco sabían que iban estrictamente hacia CECOT, sin acceso a abogados o comunicación con sus familias, un secuestro que la ACLU ha calificado como “flagrante violación del debido proceso”.
El caso de Leonardo Colmenares, entrenador de fútbol juvenil de 31 años, ejemplifica la arbitrariedad del operativo. Sin historial criminal en ninguna parte, fue detenido en octubre por sus tatuajes (coronas, relojes y una lechuza) asociadas supuestamente a la Tren de Aragua pero que, en realidad, era una creación inspirada en el Real Madrid. Su hermana Leidys describe su expulsión como un secuestro y confiesa que, desde entonces, padece insomnio por la angustia de no saber si su hermano sigue vivo.
Entre los deportados, 67 tenían cargos judiciales pendientes en Estados Unidos, pero apenas una minoría (seis) por delitos graves como intento de asesinato o robo a mano armada. El resto estaba imputado por faltas menores: consumo de alcohol o posesión de drogas.
El silencio oficial ha sido ensordecedor. La portavoz de la Casa Blanca, Abigail Jackson, acusó a los periodistas de “servir a ilegales criminales” y garantizó que “el pueblo estadounidense apoya” la política migratoria de Trump. Tricia McLaughlin, subsecretaria del DHS, reiteró sin pruebas que los deportados eran “terroristas, violadores de derechos humanos y pandilleros”, en contra de lo que afirman los documentos oficiales.
A la luz de estos hechos, surge un dilema que trasciende la retórica política: ¿puede el Ejecutivo estadounidense eludir el habeas corpus y enviar a migrantes a cárceles extranjeras sin juicio ni representación legal? La batalla judicial emprendida por la ACLU podría definir el futuro de la protección de derechos fundamentales en el sistema de inmigración estadounidenses y marcar un precedente sobre el alcance del poder presidencial en materia de seguridad nacional.
Mientras tanto, 238 venezolanos siguen en el centro de torturas de Nayib Bukele, con sus vidas suspendidas en un limbo judicial y humanitario. Sus historias, silenciadas por la maquinaria política trumpista, reclaman justicia y una revisión urgente de los métodos de detención y deportación que, lejos de proteger a la sociedad, vulneran los principios básicos del debido proceso y la dignidad humana.