Las acciones de Intel sufrieron un desplome abrupto tras un ataque directo de Donald Trump contra su director ejecutivo, Lip-Bu Tan. La causa: supuestas vinculaciones pasadas del ejecutivo con negocios en China, basadas en una carta del senador republicano Tom Cotton enviada días antes a la junta directiva de la compañía. Aunque aún es prematuro evaluar la veracidad de las acusaciones, el episodio ilustra una tendencia clara en la nueva etapa política de Trump: su creciente intromisión en el mundo corporativo estadounidense, sobre todo contra aquellas grandes empresas que no financiaron su campaña o que no se han bajado los pantalones, como sí ha hecho Apple.
En apenas siete meses de su segundo mandato, el "rey Donald" ha demostrado que está dispuesto a someter a su voluntad a cualquier institución, ya sea la educación, el poder judicial, los medios de comunicación o, ahora, las empresas más poderosas del país que, casualmente, son las que no le apoyaron económicamente durante la campaña. La lista Fortune 500, que agrupa a gigantes globales, se encuentra en terreno movedizo. Y la volatilidad no se limita a la bolsa: es también política y reputacional.
Trump no solo apuntó contra Intel. Dos días antes había arremetido contra JPMorgan Chase y Bank of America, acusándolos de discriminación y sesgo contra los conservadores. No es la primera vez que se enfrenta a estos bancos; ya lo había hecho en Davos, Suiza, a principios de año. Pero, a diferencia de su primer mandato, ahora cuenta con más herramientas para golpear donde duele: órdenes ejecutivas, control casi absoluto del Congreso, y un altavoz inagotable en redes sociales.
Los líderes empresariales han tomado nota. Saben que un presidente sin frenos legislativos ni compromiso con el sistema comercial global puede infligir daños serios a sus marcas y beneficios. La reacción ha sido, en muchos casos, la sumisión preventiva. Según Bloomberg, en las presentaciones de resultados del primer trimestre, las empresas del S&P 500 mencionaron su producción nacional más de 200 veces, frente a una media histórica de 50. Sin embargo, el mismo informe advierte que gran parte de esas “credenciales Made in USA” no corresponden a nuevas inversiones, sino a una estrategia de autoprotección frente a Trump.
Ejemplos abundan. Tim Cook, director ejecutivo de Apple, ha multiplicado sus gestos de cercanía a Trump, incluso anunciando junto a él una inversión de 600.000 millones de dólares en Estados Unidos. Jensen Huang, de Nvidia, ha pasado de estar bajo amenaza por las restricciones de exportación de chips a China, a elogiar públicamente al presidente como “la ventaja única de Estados Unidos”.
La presión no es solo simbólica. Las políticas arancelarias y comerciales han obligado a las compañías a replantear su discurso y sus previsiones. Cleveland Cliffs, uno de los mayores productores de acero, se apresuró a agradecer a la administración sus políticas, mientras que AT&T, blanco de críticas presidenciales un mes antes, terminó celebrando los beneficios fiscales derivados de la nueva ley tributaria de Trump, anunciando inversiones millonarias en su red de fibra.
El patrón se repite: empresas que han sido blanco de ataques acaban recalibrando su mensaje para alinearse con la narrativa presidencial. En un mercado donde las decisiones de la Casa Blanca pueden mover miles de millones en cuestión de horas, la lealtad pública se ha convertido en una moneda de supervivencia corporativa. Y si esas empresas invierten en las criptomonedas de Trump, entonces tienen el cielo ganado.
La ofensiva contra Intel podría ser solo el último capítulo de una estrategia más amplia: un presidente que no solo gobierna desde Washington, sino también desde la bolsa, y que entiende que en el siglo XXI, el poder económico y el poder político son dos caras de la misma moneda.