En los Estados Unidos de Donald Trump, la inflación ya no es un concepto abstracto ligado a las estadísticas de Washington, sino un peso tangible en la mesa de las familias trabajadoras. El 90% de los estadounidenses ha declarado en agosto de 2025 sentirse “estresado por el precio de los alimentos”. Más de la mitad lo consideró una “fuente importante de ansiedad” cotidiana. Y la causa principal, apuntan tanto investigadores como minoristas, no es la meteorología ni una disrupción pasajera en las cadenas de suministro, sino la política comercial de Trump: sus aranceles.
Las medidas proteccionistas, diseñadas para castigar a China, la UE y a otros socios comerciales, se han convertido en un impuesto invisible para los hogares norteamericanos de clase media y trabajadora. Además, los precios de los alimentos aumentarán un 3% adicional a corto plazo, con incrementos de hasta el 7% en frutas y verduras frescas y más del 10% en productos como el arroz. En un país donde los salarios reales han permanecido casi estancados, esos porcentajes suponen mucho más que estadísticas: definen si una familia llega a fin de mes o no.
Supermercados en pie de guerra
Lo más revelador es que los gigantes de la distribución han dado la voz de alarma. Doug McMillon, director ejecutivo de Walmart, el mayor minorista del mundo, advirtió que los aranceles “resultarán en precios más altos” y reconoció que los consumidores muestran claros “comportamientos de estrés”. Aun así, no congelará precios: la división de comestibles se ha convertido en un “motor financiero” de la compañía, difícil de sacrificar.
Costco, cuya reputación se basa en márgenes reducidos y precios estables, admitió que los alimentos frescos importados están particularmente “vulnerables” y que ya observa inflación derivada de los aranceles. Kroger, por su parte, ha visto cómo sus clientes estiran cada vez más sus presupuestos de compra y ha tenido que rediseñar sus procesos de adquisición para contener el golpe.
Albertsons ha sido más franco: la empresa trasladará los costos adicionales a los clientes, aunque al mismo tiempo presiona a los proveedores más pequeños para que absorban parte de la carga. Es decir, ejerce su poder de mercado como un garrote. Ahold Delhaize, conglomerado neerlandés con fuerte presencia en Estados Unidos, califica los aranceles como un factor de “volatilidad geopolítica” y anticipa negociaciones cada vez más duras con proveedores.
El peaje invisible del proteccionismo
El dilema es que mientras la administración Trump celebra sus recortes fiscales como una victoria histórica para grandes corporaciones y ultrarricos, esos mismos trabajadores que apenas vieron mejoras en su poder adquisitivo pagan hoy un impuesto indirecto en la caja del supermercado. La imprudente política arancelaria de Trump está sembrando un caos sin precedentes en la economía, trasladando la incertidumbre a las familias trabajadoras en un momento de fragilidad.
Ya era grave que los republicanos encarecieran la salud y los servicios públicos; ahora han hecho del precio del pan su nueva arma de redistribución regresiva.
Horizonte electoral
El impacto de los aranceles en el precio de los alimentos es uno de los factores definitorios de las elecciones estadounidenses de mitad de mandato en 2026. El votante medio, menos atento a las complejidades de la geopolítica comercial, sí entiende que un kilo de arroz cuesta hoy más que hace un año. Esa percepción erosiona las promesas de prosperidad, descubre la gran estafa de Donald Trump pero también abre la puerta a narrativas populistas.
La historia ofrece un recordatorio: en 1973, el encarecimiento de los alimentos tras el embargo petrolero fue uno de los detonantes de la “estanflación” que marcó la política estadounidense durante una década. En 2025, la inflación alimentaria causada por aranceles mal diseñados jugará un papel semejante.
La pregunta es si Estados Unidos, y otras democracias, pueden escapar de la trampa del populismo arancelario. Renunciar a las tarifas supone reconocer que la globalización, aunque imperfecta, sigue siendo la vía más eficiente para mantener estables los precios de bienes básicos. Mantenerlas implica seguir castigando a quienes menos margen tienen: la clase trabajadora de rentas bajas.
La ironía es que mientras la Casa Blanca presume de un crecimiento robusto y de un mercado laboral sólido, en la intimidad del carrito del supermercado los votantes, incluso los de Trump, sienten otra historia. Y como suele ocurrir en política, la percepción en la caja puede pesar más que cualquier indicador macroeconómico.