Miles de personas abandonan la región ucraniana de Járkov huyendo de la imparable ofensiva rusa. Putin está pisando el acelerador y quiere acabar con la guerra cuanto antes para anexionarse el país entero por la vía de los hechos consumados, pisoteando el Derecho internacional y con arrogancia, a la manera de los sangrientos dictadores del siglo XX. Ucrania ya no resiste un día más. Su defensa numantina durante más de dos años pasará a la historia como una de las más heroicas que se han visto jamás, ya que el invasor les duplica en número de efectivos y en arsenal militar por tierra, mar y aire. Pero toda esa sangre, sudor y lágrimas derramadas ha sido en vano.
Los entusiastas ucranianos han dado lo que tenían para sacudirse a los invasores. Muchos se han mantenido firmes en su tierra, sin abandonarla (aunque el éxodo de refugiados ha sido masivo); otros se han alistado como voluntarios para ir al frente sin saber lo que es una escopeta; y la mayoría ha soportado los ataques de los terroríficos drones iraníes metiéndose en el Metro de Kiev, como topos obedientes, cada vez que sonaban las alarmas antiaéreas. Se han acostumbrado a vivir bajo tierra, sin luz, sin agua, sin nada. Hombres, mujeres y niños, varias generaciones traumatizadas por una guerra de asedio muy similar a la que soportaron los soviéticos cuando las tropas del Tercer Reich se lanzaron a la enloquecida conquista de la URSS.
Todo ese esfuerzo de la población civil, encomiable y conmovedor, va camino de quedar en nada, ya que Moscú se ha tomado muy en serio su avance en tierras ucranianas mientras la comunidad internacional empieza a arrojar la toalla. Durante estos dos años de contienda, Putin ha tenido tiempo de recalibrar su estrategia militar y de asentarse vitaliciamente en el poder mediante autogolpes de Estado y plebiscitos a mayor gloria (ya no lo echan de la poltrona ni en 2030). El ejército ruso actual no es el mismo que lanzó aquella improvisada guerra relámpago, una columna de blindados de más de sesenta kilómetros de largo finalmente embarrancada por falta de combustible a las puertas de la capital. El material y equipamiento se ha modernizado (en buena medida por la ayuda de terceros países aliados como Irán y quién sabe si también China bajo cuerda); el contingente de soldados se ha ampliado notablemente mediante reclutamientos obligatorios y movilización general; y lo que es todavía más inquietante: el Kremlin ha tenido tiempo suficiente para engrasar su hasta hoy obsoleto arsenal nuclear, su terrorífica “tríada atómica”, una de las más poderosas del planeta. Las ojivas de Kaliningrado apuntan a Occidente con una capacidad mucho más destructora y letal que antaño, cuando los submarinos el Ejército Rojo se hundían, las centrales nucleares reventaban de viejas y oxidadas y el orgullo nacionalista salía gravemente tocado del estrepitoso hundimiento del bloque comunista. Hoy, de la mano del dictador Putin (este sí un autócrata en toda regla y de los de verdad, no como Pedro Sánchez, una hermanita de la caridad a su lado pese a que la derecha española haya tratado de pintarlo como el nuevo Hitler revivido), emerge una nueva Rusia mucho más fuerte, sólida, aterradora.
Quienes pronosticaban que el tirano caería pronto por revueltas y revoluciones internas de la disidencia se equivocaron de lleno. En realidad, ha ocurrido justo al contrario: Putin se ha quitado de en medio a cualquier molesto opositor que pueda resultar peligroso, véase el finado Navalni, y ya no queda nadie que pueda contestarle políticamente, ni siquiera la prensa amordazada. Como también erraron de todas todas quienes auguraron un golpe militar de esa supuesta facción descontenta del Ejército que nunca existió. El levantamiento del grupo de mercenarios Wagner fue solo una performance que le costó la vida a su general, Yevgeny Prigozhin, muy eficazmente eliminado por los servicios de inteligencia, que supieron hacer estallar el avión en el que viajaba con la precisión de un jugador de ajedrez (ese juego tan ruso) que limpia la dama a su adversario en un visto y no visto. En Rusia últimamente hay una epidemia de muertes súbitas y la de Prigozhin, el cocinero del déspota, viene a sumarse al largo listado de funcionarios víctimas del plutonio, accidentados o suicidados. El cese fulminante de Shoigú, ministro de Defensa, a quien el presidente ruso ha acusado de incompetente y corrupto, confirmaría que el Kremlin quiere dejarse de tonterías para dar un puñetazo en la mesa y encarar la que puede ser última fase de la guerra.
La reciente ofensiva rusa sobre Járkov viene a demostrar que cuando Rusia pone en marcha su maquinaria bélica, nada la puede parar. La situación es tan desesperada que el presidente Zelenski ha tenido que cancelar su visita a España –donde tenía previsto entrevistarse con Felipe VI y suscribir un acuerdo sobre seguridad con Sánchez– para ponerse al mando de la crisis. Nada ha dado resultado. Ni la política de embargo y sanciones de la UE, ni los cheques en blanco de Estados Unidos al país invadido, ni la amenaza de ingreso de Ucrania en la OTAN, ni el envío de los carros Leopard, ni las advertencias de Borrell, al que nadie hace caso, ni siquiera el intervencionismo de Alemania, un gigante militar dormido desde el final del nazismo y que ahora vuelve a rearmarse mientras los ultras amenazan con controlar otra vez el Bundestag. El último bastión ucraniano, que separa el pequeño y plácido oasis europeo de libertad del totalitarismo putiniano, se resquebraja sin remedio. La bota rusa sigue pisando fuerte mientras Antony Blinken se dedica a tocar la guitarra, en plan Neil Young, en un pub de Kiev. Rusia rugiendo y Occidente en su abulia consumista.
Las televisiones han dejado de informar sobre el polvorín ucraniano (la crisis ya no interesa a la opinión pública y ahora la guerra de moda es Gaza); los infantilizados y hedonistas europeos siguen enfrascados en sus cuitas bizantinas sobre Eurovisión; TikTok es una fiesta. Más pronto que tarde, toda esa desidia política, militar y mediática será aprovechada por Putin, que sin duda prepara ya su próximo zarpazo para reordenar el mapa de la vieja Rusia imperial. ¿Cuál será la siguiente plaza en caer? ¿Moldavia, Finlandia, Polonia? O hacemos algo, y pronto, o este señor nos mete los tanques hasta Gibraltar.