Jordi Serdó

La inmersión lingüística en Cataluña

23 de Diciembre de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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No voy a entrar en si es o no pertinente obligar a una escuela de Cataluña a impartir un determinado porcentaje de clases en castellano, una lengua que, según afirmó solemnemente el rey emérito, nunca fue de imposición. En decisiones judiciales como la que recientemente obliga a una escuela de la provincia de Barcelona a hacerlo vemos que sí lo ha sido, que lo es y que me temo que continuará siéndolo.

En este artículo, sin embargo, quiero centrarme exclusivamente en por qué Cataluña necesita imperiosamente aplicar el modelo de inmersión y hacerlo además con mucho más rigor del que ha mostrado en las dos últimas décadas, independientemente de que ello no deba impedir que se enseñe también el castellano.

Y me voy a remontar al siglo pasado, cuando, en los primeros años ochenta, se tomó la decisión de optar por un modelo de escuela única que no discriminara a los alumnos por razón de lengua. Resulta que la experiencia comenzó a tomar forma en una ciudad muy próxima a Barcelona, Santa Coloma de Gramenet, donde residía y reside aún hoy un porcentaje altísimo de población inmigrada (alrededor del 50%) i donde el uso del castellano es absolutamente dominante puesto que incluso muchos de los que habían nacido en esa ciudad lo tenían y lo tienen aún hoy como lengua primera.

El consenso fue absoluto. Todo el mundo, inmigrante o no, vio con claridad meridiana que, cuando una persona va a una tierra donde se habla otro idioma, lo lógico es aprenderlo. En primer lugar, por interés propio, por un sentido práctico, para poder comunicarse con los vecinos en igualdad de condiciones con los demás; y, en segundo lugar, por un elemental sentido de la educación y el civismo, que parece aconsejar que, cuando te vas de tu casa a otra tierra, no puedes pretender que los ciudadanos que te acogen asuman tus costumbres y dejen de practicar las suyas porque has llegado tú, sino que lo más normal es que seas tú quien, de manera progresiva, vaya adaptándose a las suyas. Lo que no quiere decir, en absoluto, que tengas que renunciar a tu cultura, ni a tu lengua, ni a tus tradiciones. Es decir: a eso que tú les estás pidiendo que renuncien a los que te acogen si no te dignas a aprender su lengua y les obligas, así, a dejar de usar la suya cada vez que tengan que comunicarse contigo.

Así pues, los ciudadanos de Santa Coloma, llegados de todas partes de España y de fuera de ella, entendieron que lo mejor para sus hijos era darles las mismas posibilidades que a los autóctonos y quisieron que ellos también aprendieran catalán. ¿Pero cómo había que hacerlo en una sociedad como la de entonces, donde los autóctonos habíamos sido adiestrados a látigo por el régimen fascista anterior para expresarnos exclusivamente en castellano cada vez que necesitáramos hablar en público o con alguien que venía de fuera? Ese adiestramiento a la fuerza había creado entre los catalanohablantes el vicio de haber de renunciar a hablar catalán en cada una de estas ocasiones, por lo cual los catalanes habíamos adoptado la costumbre de usar siempre el castellano con los ciudadanos venidos de otras partes, incluso si éstos eran capaces de entendernos en catalán. Naturalmente, esta situación hacía muy difícil la integración de los castellanohablantes y se convino que la solución se podía dar a través de la escuela, máxima transmisora de conocimientos y lugar por el que obligatoriamente tenían que pasar todos los niños, que son siempre el futuro.

Así, el catalán se convertía en la lengua de la escuela y, a la vez, en una lengua de prestigio porque era de uso claramente preferente, aunque sólo fuera en el reducido ámbito escolar. De esta manera, los niños veían la importancia de aprender catalán. De otro modo, les era imposible porque muchos de ellos, en su reducido ámbito social, a menudo limitado exclusivamente a ciudadanos que no tenían el catalán como lengua de uso normal, no se veían jamás obligados a utilizarlo.

Pues bien, ese modelo, una vez comprobado que generaba adolescentes capaces de usar el catalán y el castellano, se fue exportando a todas las localidades de Cataluña y hasta recibió reconocimientos internacionales. Un modelo que, lejos de atentar contra los recién llegados como se quiere dar a entender torticeramente desde determinadas ideologías, les da la oportunidad de ponerse a la altura de los autóctonos para que, lo antes posible, puedan estar en condiciones de moverse con comodidad en cualquier ámbito, el laboral, el social, el estudiantil, el del deporte, el del ocio, etc.

¿Y por qué la inmersión prioriza el catalán como lengua de la educación? No es que se quiera echar el castellano de Cataluña. Ese sería un intento inútil y además injusto para los ciudadanos de Cataluña porque el conocimiento del castellano, igual que el del catalán, también suma y es un bien a preservar. Pero el castellano se aprende en la familia, en la calle y a través de los medios. Y se pule, se perfecciona y se enriquece en la escuela a través de la asignatura de lengua castellana como una de las básicas del currículo obligatorio. Todos los niños de Cataluña, sea cual sea su lengua primera, tienen contacto diario con el castellano, mientras que los niños no catalanohablantes pueden pasar días, semanas o meses sin escuchar una sola palabra en catalán en su ámbito familiar y social porque, fuera de la escuela, nadie les habla en esa lengua. Ni siquiera los autóctonos a causa del prejuicio ya referido. No digamos ya, si el niño, como sucede en muchos casos, vive en un barrio mayoritariamente castellanohablante… Y la razón es sencilla. La he esbozado algunas líneas más arriba. La durísima represión del catalán y la consiguiente imposición del castellano en Cataluña, sobre todo durante el franquismo, pero ya iniciada a partir de la toma de Cataluña por las tropas borbónicas en 1714, cuando la inmensa mayoría de la población no sabía todavía hablar castellano, ha consolidado la asimétrica norma de que un catalanohablante debe renunciar a usar su lengua ante un castellanohablante, mientras que éste sabe que, precisamente por eso, él puede usar siempre la suya sin que nadie se la cuestione y, por consiguiente, no tiene ningún incentivo para aprenderla, pero no se da cuenta de que, si no lo hace, no llega a tener las mismas habilidades que un catalanohablante, lo que merma sus posibilidades laborales, sociales y de todo tipo.

La inmersión en la escuela quiso romper este desequilibrio, a todas luces injusto. De hecho, la inmersión recibe ese nombre porque de lo que se trata es de sumergir al niño en un medio donde el catalán sea imprescindible para que tenga la oportunidad de usarlo y vea la necesidad de aprenderlo. ¿Se obliga al niño a aprender catalán? ¿Se le impone? ¡Pues claro que sí! Igual que se le impone el castellano, las matemáticas o la geografía… Y se hace por su bien. Para preservar su derecho a ser educado de acuerdo con los requerimientos de la sociedad donde vive. ¿O es que cuando un inmigrante africano o asiático llega a cualquier ciudad de España para establecerse no se obliga a sus hijos a aprender castellano? ¿Por qué no se va a dar el mismo tratamiento al catalán?

Pues bien, la inmersión consiguió su propósito casi al completo, pero no del todo porque, si bien, en cuanto al castellano, todos los niños salían de la etapa obligatoria siendo capaces de usarlo normalmente, en lo que respecta al catalán, la inmensa mayoría eran capaces de entenderlo, pero había una pequeña parte que no lograban  alcanzar la habilidad suficiente para hablarlo.

Según datos del Instituto Catalán de Estadística, en 2011, después de casi treinta años de inmersión, en Santa Coloma, de un censo de 116.075 habitantes de más de dos años, sólo 58.814 sabían hablar catalán, y 102.417 eran capaces de entenderlo, lo que significa que 13.658 todavía ni siquiera lo entendían y 57.261 no lo sabían hablar. Probablemente, hoy las cifras serían aún menos favorables al catalán. Sin embargo, todos los ciudadanos de Santa Coloma sabían entonces y saben hoy usar el castellano con la fluidez que les permite su nivel cultural, seguramente con las excepciones de algunos de los recién llegados desde fuera del estado, que tampoco saben nada de catalán. Quizás ni que existe.  

La práctica nos ha demostrado que el catalán no se aprende en la escuela si se trata como una asignatura más. De hecho, esto sucede con todas las lenguas. Sin embargo, el castellano, sí se aprende gracias al vigor que tiene en la calle y al que le confieren los medios que tiene a su alcance un niño, que son abrumadoramente mayoritarios en castellano. La prueba es que, a pesar de la inmersión lingüística, no hay ni un solo catalanohablante monolingüe en Cataluña y, en cambio, sí hay monolingües en castellano.

Por eso, parece justificado que, si se quiere alcanzar una igualdad entre ambas lenguas cooficiales, se discrimine positivamente el catalán. Sólo así se consigue el objetivo de que los niños, al final de su escolaridad, dominen ambas lenguas oficiales en Cataluña. De otro modo, los niños castellanohablantes no aprenden catalán. Y, de todas formas, ya he indicado que ese es un objetivo que no acaba de alcanzarse del todo ya que, mientras todos los niños catalanes acaban siendo capaces de utilizar el castellano, no todos acaban siendo capaces de utilizar el catalán. Hay que saber que, a pesar de la inmersión ─y ése es un dato que se esconde a menudo intencionadamente─, la realidad sociolingüística actual de Cataluña es la siguiente: según los últimos datos del Instituto Catalán de Estadística (2011), sólo el 73,2% de la población sabe hablar catalán, lo que significa que todavía hay un 26,8% (más de una cuarta parte) que no es capaz de expresarse en esa lengua. Paralelamente, el 100% de la población de Cataluña se encuentra en condiciones de usar el castellano normalmente. Ninguna cultura que se precie puede aceptar una situación así. Intenten imaginársela para el castellano en Valladolid, Cuenca o Zamora, por ejemplo. Inasumible, ¿verdad? Pues ésa es la realidad que nos toca asumir a los catalanes, que cuando intentamos que las cifras remonten un poco a favor de nuestra lengua, aunque sea sin menoscabo de la castellana, tenemos que soportar que unos cuantos botarates con escaño califiquen nuestra actitud de próxima a los disparates de ETA o a las atrocidades de los nazis. ¿Qué harían ustedes, en nuestro caso? Si hicieran el esfuerzo de ponerse un momento en nuestro lugar, sin duda, lo comprenderían.

Sin embargo, todavía estoy atónito ante las barbaridades que se han llegado a decir a propósito del caso de la escuela de Canet de Mar en la provincia de Barcelona, donde la judicatura ha obligado a ese centro a impartir el 25% de las clases en castellano por la denuncia de una sola familia, cuyo padre estuvo, casualmente, en una lista electoral de Ciudadanos. Casado ha dicho que, en Cataluña, los docentes tienen instrucciones para prohibir ir al lavabo a los niños que hablan en castellano o que se les llena la mochila de piedras. ¡Por Dios! Más de cuarenta años, he pasado en las aulas de Cataluña y jamás he visto semejante monstruosidad ni nada que se le parezca ni de lejos. ¿Pero quién puede creer semejante patraña? ¿Qué especie de monstruos se han creído que somos, los docentes catalanes? ¿Por qué Casado no ha dado nombres de los supuestos docentes y escuelas donde se actúa así? ¿Por qué no ha presentado la correspondiente denuncia ante un juez? Por qué no hay padres indignados apareciendo en televisión para denunciar esa presunta cruel práctica sobre niños inocentes? Pues simplemente porque todo lo que ha dicho es una repugnante mentira. ¿Qué es lo que se persigue intoxicando a la población española con tamaños embustes? Simplemente predisponer al odio. ¿Es que no tiene otros argumentos, Casado, para justificar su rechazo al sistema de inmersión? ¿Acaso no encuentra verdades para defender su postura? Porque, si es así, feble favor está haciendo a todos los que postulan sus posiciones. Casado ha mentido y lo ha hecho con mala intención, ha intentado aprovecharse de la gente de buena fe que se ha podido escandalizar con ese supuesto trato inhumano para con los niños, ha menospreciado su inteligencia, y debería disculparse, reconocer sus malas artes y dimitir de sus cargos públicos por haber intentado intoxicar a la opinión pública utilizando fraudulentamente a los niños para justificar sus actitudes.

Y es que esa maniobra de Casado y de sus acólitos obedece, sin duda, a una táctica de acoso y derribo de la lengua catalana que no acabo de comprender ni siquiera intentando meterme en la lógica de un nacionalista español al uso. Es decir, si según su forma de concebir España, Cataluña es española, ¿no considera también español el idioma de los catalanes? ¿Por qué, entonces tiene una consideración menor que el castellano? ¿Por qué la palabra ‘español’ referida al idioma es sinónimo de ‘castellano’, pero no lo es de ‘catalán’, de ‘gallego’ o de ‘vascuence’? ¿No será que hasta desde el nacionalismo español hay un cierto reconocimiento de una nacionalidad catalana ajena a la españolidad? Y, si es así, ¿por qué no se reconoce? España es como es. Diversa. Plurinacional. Y si el nacionalismo español ama todo aquello que es español, debería defender todo lo que es catalán, vasco o gallego con el mismo ahínco con que defiende lo que es castellano. ¿No le parece un argumento razonable, querido lector? Porque si entramos en ese juego de que el castellano es la lengua común y todo ese rollo, yo ya no juego. Porque yo estoy encantado de saber hablar bien el castellano, pero nunca he considerado que fuera mi lengua porque nunca lo ha sido. Así es que no me quieran vender esa moto. Muchos catalanes podrían abrazar la españolidad si ello no comportara renunciar a una parte de su catalanidad o tener que considerarla algo menor. Sin embargo, si hay que aceptar que los catalanes que sentimos que nuestra lengua es única y exclusivamente el catalán somos malos españoles, no nos interesa esa españolidad unitaria y excluyente, de corte centralista y mentalidad retrógrada, imperialista y colonizadora.

Porque es que fíjense en lo que establece esa tan cacareada Constitución que aprobamos en el estado español hace más de cuarenta años, bajo el ruido de sables y el temor de hacia dónde nos iba a conducir un no en el correspondiente referéndum a través del cual nos colaron hábilmente la monarquía y la indivisibilidad de España. Fíjense que esa Constitución establece que el castellano es un derecho y un deber para todos los españoles, mientras que el catalán es sólo un derecho para los que vivimos en Cataluña. Nótese que no es un deber. Sólo un derecho que, además, queda conculcado inmediatamente cuando te encuentras a un español que blande sin ninguna vergüenza la asimetría de su derecho y tu deber para que hables en su lengua y te comas la tuya con patatas si te apetece. Y si no, para que te atragantes.

Es decir, un señor o una señora de Toledo, de Linares o de Torrelodones puede venir a Cataluña tranquilamente y hablar siempre su lengua esgrimiendo ese su derecho y ese tu deber. Sin embargo, un catalán, español como el que más según el pensamiento nacionalista español, no puede hacer lo mismo (es decir, usar su propia lengua siempre) no ya en Toledo, en Linares o en Torrelodones, sino tampoco en Granollers, en Barcelona o en Sabadell. ¡En su propia tierra! ¿Dónde dice aquello de que los españoles son todos iguales ante la ley…?

Miren, una España así, donde los catalanes somos ciudadanos de segunda clase, no nos interesa ahora ni nos interesará nunca porque no somos imbéciles. Si no quieren darnos la condición de españoles de primera y aceptar nuestra lengua y nuestra condición al lado de la castellana, para que los catalanes acepten España de buen grado, no les queda más remedio que extirpar la cultura catalana de Cataluña y mandarla al cesto de los papeles junto con el artículo 3 de la Constitución que tanto aman y que hace de las culturas no castellanas de España “objeto de especial respeto y protección”. ¡Madre mía, qué desfachatez! ¡Qué cinismo! Pero ya están en eso los mal llamados constitucionalistas, saliéndose con la suya a través de decisiones judiciales, mentiras repugnantes e intoxicaciones a la opinión pública, ¿no…?

Venga, ¡felices navidades a todo el mundo!

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