Continúa la apresurada peregrinación de Yolanda Díaz por los platós de radio y televisión para tratar de enmendar su “a la mierda”, esa maloliente expresión con la que obsequió a la bancada de las derechas durante la última convulsa sesión parlamentaria. Recuerde el ocupado lector de esta columna que la vicepresidenta segunda fue pillada in fraganti por las cámaras del hemiciclo mientras aplaudía efusivamente a Pedro Sánchez y enviaba a los conservadores a la suciedad, a la porquería, a la caca. Fue un gesto muy feo. Y no estamos diciendo aquí que los Feijóo, Cuca, Cayetana y Abascal no se merezcan que los manden, si no a ese sitio execrable, sí al menos a paseo, a esparragar o a tomar viento. Pero una ministra, y menos ella que siempre se ha destacado por darle datos concretos a su rival, por su política útil alejada del fango, por sus biquiños dulcemente envenenados, no puede caer tan bajo.
Como la jugada es meridianamente clara (no hace falta el VAR para certificar que Díaz dijo lo que dijo), el asunto no tiene vuelta de hoja. La lideresa de Sumar debería haber zanjado la polémica al instante pidiendo disculpas tras haber sido cazada a micro abierto. No le quedaba otra. El político progresista siempre debe destacarse por respetar las reglas del juego democrático y por hablar de los asuntos importantes y trascendentes que supuestamente le interesan a la gente. De ahí la superioridad moral de la izquierda sobre la derecha. Para el trumpismo ultra y populachero ya está Santi Abascal y su esputo verde, que en días de campaña se vuelve aún más viscoso y virulento (últimamente ha dejado claro que lo que le gusta a él es arreglar las cosas a hostia limpia, como un vulgar australopiteco de primera generación). Allá cada cual con sus discursos violentos, con sus insultos y su degradación humana. Pero de una ministra como Díaz cabía esperar más elegancia, algo más de decoro y templanza, no solo a la hora de hablar, sino de rectificar cuando ha sacado a pasear a la mui desenfrenadamente, sin filtro ni control.
Todo el mundo tiene un mal día. ¿Quién no le ha dicho alguna vez a un vecino tonto, a un desconocido impertinente o a su jefe aquello “de vete al miércoles”, harto ya de todo? Es perfectamente humano y comprensible que un profesional de lo suyo, y más un político, termine estragado de tanta mediocridad como tiene que escuchar a diario y pierda los papeles. A estas alturas Yolanda Díaz ya debería saber lo que dijo Victor Hugo al respecto: “Quien me insulta siempre, no me ofende jamás”. Es decir, trasladando la cita a nuestra época: ser insultado por los fascistas es motivo de un gran orgullo. Como el improperio está grabado en los genes políticos de la derechona patria, lo mejor es no hacer aprecio, dejarlos con su mala educación de colegio mayor y pasar a las cosas importantes de la vida. Si Sánchez hubiese hecho caso del genio francés autor de Los miserables, hoy no estaríamos en guerra con Argentina. Pero no nos desviemos del tema.
Entendemos que a Yolanda Díaz se le revolviera la bilis escuchando las burradas que a diario sueltan los señoritos de enfrente y tuviera un estallido puntual. Pero acto seguido, debió haber pedido disculpas, no ir corriendo a la tele de Ferreras a defender lo indefendible, a meterse en otro jardín tratando de reinterpretar lo que toda España vio y escuchó y a comparar exageradamente su “a la mierda” –dicho con la boca pequeña y casi con la timidez y el miedo reverencial de una colegiala–, con aquel otro “vete a la mierda” del gran Labordeta con todas las letras, vocalizando con el vozarrón que Dios le dio, gesticulando y mirando fijamente a los del PP. La primera invitación a ir a la excrecencia, la yolandista, no tiene ningún valor porque está dicha entre dientes, casi poniéndose la mano delante de la boca para que no la pillen, una birria de insulto, o sea, mientras que la de nuestro valiente y añorado político maño, guerrero fundamental de la Transición, fue un manifiesto rojo, un grito de la clase trabajadora secularmente maltratada, además de un desafío revolucionario en toda regla. Solo le faltó levantar el puño (o la peineta), ponerse a cantar La Internacional y decirle a Fraga en su propia cara: toma, ve comiendo mierda, mamón.
Por tanto, hay mierdas y mierdas. Entre aquella mierda labordetiana, profundamente marxista y coherente y esta otra mierda yolandista naíf, posmoderna y reperfumada con el Chanel para que huela a rosas, hay veinte años de historia de España, veinte años de transformación política y social (en los que seguramente no hemos ido a mejor, sino al contrario), veinte años de mierda. Vivimos tiempos líquidos, falta autenticidad, sinceridad, y no debería la vicepresidenta del Gobierno hacer de su error un eslogan político de campaña para corear en los mítines de Sumar porque el gag (que en nada se parece al de Labordeta) ni tiene fuerza ni gracia. La izquierda no está para enviar a nadie a un oloroso campo de boñigas, entre otras cosas porque, salvo a Óscar Puente, que está haciendo un más que honroso homenaje al guerrismo, no se le da bien. De eso ya se encargan los franquistas, expertos no solo en la cagada del insulto fácil sino en enviar demócratas a la mierda, o sea a la fosa común.
Díaz no ha cometido ningún delito grave, al revés, ha demostrado que es mortal. Pero una vez que ha caído en la mortalidad propia de todo hijo de vecino, debería disculparse y no cobijarse tras la coartada de que fue una expresión de hartazgo, porque a ella le pega más cáspita, córcholis o jolines. En suma, ha de reconocer que no estuvo a la altura. Mandarlos a la mierda, siempre. Pero en privado, para no parecerse demasiado a la bestia.