Los niños palestinos son nuestros niños

28 de Mayo de 2024
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El 71 por ciento de los españoles considera que Israel está cometiendo un genocidio en Gaza, según el Real Instituto Elcano. Con ese aplastante respaldo popular llegamos al día histórico de hoy, cuando España, Irlanda y Noruega darán el paso crucial de reconocer el Estado palestino. Han tenido que ser asesinadas 36.000 personas. Nunca es tarde.

Sin duda, hoy será un día para que podamos sentirnos orgullosos de nuestro país, lo cual no es habitual. Unas horas antes, Israel ha enviado la carta del mafioso a todo aquel que ose cruzar el Rubicón y ponerse en su contra. “Dañaremos a quien nos dañe. Los días de la Inquisición han terminado”. Y de paso riega la misiva con la sangre de una de las peores matanzas que se recuerdan: un bombardeo aéreo sobre un campamento de refugiados que ha asesinado a medio centenar de personas en el barrio de Tal al Sultan, al noroeste de Rafah. Las imágenes del horror hablan por sí solas. Llamas propagándose por todo el campamento, llamas arrasando las tiendas de campaña, si es que puede llamarse tienda de campaña a “los cuatro palos y unos pedazos de plástico en los que se hacinan, no ya dos o tres desplazados palestinos, sino hasta diez y quince”, tal como narran los pocos héroes de Médicos Sin Fronteras que aún quedan sobre el terreno. Fue una trampa mortal. Cuerpos calcinados, niños decapitados, el infierno en la Tierra.

Israel, con su habitual cinismo, ha calificado la masacre de “accidente de guerra”. La máquina de la retórica retorcida mata más que cien misiles caídos de los cielos de fuego. Después de esto, se acaban las palabras. A esta hora Alemania, uno de los tradicionales aliados de Israel, sopesa retirar su apoyo a Tel Aviv. Macron reflexiona, recalibrando la posición de Francia. Y Estados Unidos guarda un ominoso silencio, mientras Biden tiembla ante los estudiantes de la Columbia que van a castigarlo duramente en las elecciones. La ignominia de Occidente es ya tan grande que tardará mucho tiempo en olvidarse. El anciano inquilino de la Casa Blanca ha unido su destino al de Netantahu y esa infamia le acompañará siempre. Qué decepción, qué vergüenza. El líder demócrata, el teórico referente del mundo civilizado, de la libertad y los derechos humanos, haciendo bueno al salvaje Trump. Llora la Estatua de la Libertad viendo lo bajo que han caído sus gobernantes.

Más de 20.000 niños han quedado huérfanos en este genocidio planificado (más otros quince mil que ya no volverán a ver la luz del día). Niños que nada tienen que ver con esta maldita guerra, ni con ninguna otra. Niños que gritan en silencio. Flores a las que Netanyahu abrasa con su aliento rabioso y su ley del Talión. Las cancillerías de todo el mundo miran hoy a España (también a Noruega e Irlanda), no sin cierto remordimiento y envidia por la decisión de Pedro Sánchez de situarse en el lado bueno de la historia, promoviendo el reconocimiento del Estado palestino. Estamos con los inocentes, con los masacrados, con aquellos a los que defendería el carpintero de Nazaret. Ni con los terroristas de Hamás ni con el loco del Likud. Solo con los niños, con esos niños, nuestros niños. Niños sin casa, niños sin agua, niños que claman con un cuenco vacío entre sus manos ante los camiones humanitarios. Nunca una decisión política fue más justa.

Todos aquellos pequeños palestinos están completamente solos, vagando de un lugar a otro de la Franja, del río al mar, obedientes con lo que les ordena el nuevo faraón. Israel mueve a las criaturas de un lugar a otro, como fardos muertos, torturándolas bajo el sol, tratándolas peor que a ratas metidas en una ratonera o laberinto sin fin. Niños en carretas medievales que lo soportan todo, niños sobre mulas a los que nadie quiere y que no salen en el telediario porque no son rubios con los ojos azules, como los ucranianos que quedan más bonitos en la tele. El criminal faraón los lleva de un desierto a otro en un éxodo macabro, en una diáspora infantil que no termina nunca, hasta que les ponen la diana encima y cae el dron asesino, con su zumbido monstruoso, en medio de la noche.

Todos son niños como los demás, niños de carne y hueso que antes reían y ahora están mudos porque el Ángel Exterminador del judaísmo ha enloquecido, cebándose injustamente con ellos. Esos niños son los que hay que traer a España cuanto antes. Fletemos diez Open Arms de colores; pongamos al timón al bueno de Óscar Camps (el Oskar Schindler de nuestro tiempo); llenemos ese barco guardería de juguetes y canciones con el futuro de la humanidad. “Pude salvar a uno más, pude salvar a uno más”, lloraba impotente el empresario bueno que traicionó al nazismo. El Auschwitz de nuestro tiempo se llama Gaza; el Hitler de esta época tiene las mil caras del populismo, pero una de ellas es el Matusalén judío.

Qué pena de alcalde corto de talla moral que concedió aquella medalla de la vergüenza del pueblo de Madrid, un pueblo honrado y solidario, al Estado de Israel. Allá él. Si puede dormir por las noches, es que es un enfermo. Y si no puede, él se lo ha buscado. Dejemos a los prebostes del PP, a los Feijóo y Ayuso, con sus mezquindades electorales y quedémonos nosotros, los demócratas de verdad, con todos esos niños palestinos que no le han hecho daño a nadie, niños que tenían un hogar y ahora vagan a la intemperie, niños que tenían padres y ya no los tienen, niños que no están en Marte ni en una galaxia lejana, sino aquí al lado, en el barrio de la muerte, a la vuelta de la esquina del Mediterráneo. No dejemos morir a un niño más en esta guerra. Toda vida es un bien preciado, pero cuando es la de un niño, el tesoro es aún más valioso porque en el niño reside la última esperanza del hombre.

Israel nos amenaza con su lenguaje bíblico cabalístico y talmúdico, encriptado y polvoriento. Viejo e ininteligible. “Dañaremos a quien nos dañe. Los días de la Inquisición han terminado”. Su odio es un orgullo para los españoles de bien. Por los niños.

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