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Martínez-Almeida, de alcalde «arrancapinos» a «matapatos»

Los prebostes del PP madrileño se ríen con las aves muertas a causa de la mascletá valenciana, una muestra de nula sensibilidad con la grave crisis ecológica que estamos viviendo

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análisis

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Ya sabíamos que a Martínez-Almeida, por su afición a talar árboles, el sabio pueblo de Madrid le había colocado el acertado apodo de alcalde “arrancapinos”. Ahora, tras su ruidosa y absurda mascletá valenciana que ha dejado aves muertas en el Manzanares, se ha ganado también el apelativo de regidor “matapatos”. Poco a poco se va labrando la leyenda de un alcalde a quien lo ecológico, lo sostenible, lo verde, le importa un bledo.

Fue James Lovelock quien, en los años sesenta, lanzó su revolucionaria teoría Gaia, que describe nuestro planeta como un organismo vivo, pensante y sintiente. Según esta hipótesis, Gaia (nombre en griego de la diosa naturaleza) es un sistema delicadísimo que tiende al equilibrio constante, una “entidad compleja que implica a la biosfera, atmósfera, océanos y tierra, constituyendo en su totalidad un sistema cibernético o retroalimentado que busca un entorno físico y químico óptimo para la vida en el planeta”. ¿Qué quiere decir esto? Pues que un pato es un valioso eslabón fundamental de la cadena y si llega un manazas con sus petardos valencianos, como un gamberrete del ruido, y rompe el equilibrio perfecto, todo se va al traste y pueden desatarse las peores catástrofes y desgracias.

Franco salió derrotado de la historia de tanto cazar perdices en la finca de Valdefuentes. Que un responsable político del siglo XXI preste escasa o nula atención a cuidar el medioambiente resulta altamente revelador sobre el perfil de quien lleva el bastón de mando en la capital del país. La triste foto de ese pato muerto y flotando en el río, tras sufrir un colapso por la pólvora, a los prebostes del PP madrileño les provoca mucha risa y motivo para el chiste. Todos han salido a hacer chascarrillos baratos con el pobre pato muerto, demostrando lo duros y fuertes que son. La propia Isabel Díaz Ayuso se ha tomado el episodio a mofa y befa. “Debe ser que los patos en Valencia lo resisten todo y en Madrid, patas arriba a la primera”, aseguró la lideresa castiza. Ja, ja, ja.

El PP sigue sin entender que nos encontramos en medio de una gravísima emergencia climática, un fenómeno que amenaza el planeta y la supervivencia misma de la especie humana. Por eso un pato muerto es importante, no ya por lo que supone de destrucción del entorno, sino por el perverso mensaje que el Partido Popular transmite a los españoles. Ese pato es mucho más que un ánade tieso o patas arriba, como dice la presidenta. En ese pato está encerrada, simbólicamente, toda la verdad y la tragedia que vive la humanidad, embarcada ya en un enloquecido suicidio colectivo por la sobreexplotación de los recursos y la destrucción de los hábitats animales y vegetales. Se empieza por matar un pato de un petardazo malo y cachondo, cruelmente y sin demostrar la más mínima sensibilidad por la vida, y se acaba reduciendo Doñana a un secarral, que es lo que quería hacer Moreno Bonilla con su ley de regadíos para salvar la fresa (en realidad, para no perder votos y salvar su propio pellejo político).   

No debería mofarse el PP de un pobre pato muerto porque, al final, el charrán de su logo puede enfadarse con el crimen del congénere y desatar una negra maldición. El gran Alfred Hitchcock, en su película Los pájaros –quizá uno de los primeros alegatos con conciencia ecológica de la historia del cine–, ya nos advirtió de que, si el hombre sigue maltratando la naturaleza, cualquier día el cielo descargará sobre él una lluvia de iracundos cuervos, gaviotas, estorninos y gorriones dispuestos a vengarse a picotazos y a tomarse la justicia por su mano, en este caso, por su pico. No queremos ser agoreros pero, en muchas culturas ancestrales y milenarias, reírse de la muerte de un animal trae mala suerte, atrae los malos espíritus, y más temprano que tarde podríamos ver cómo el alcalde sale del ayuntamiento, con esa sonrisa de satisfacción del paticida que se cree impune, y le caga encima una urraca, le planta las garras afiladas una corneja o se lanza sobre él, en picado y desde la cabeza de La Cibeles, una rapaz dispuesta a tomarlo por una presa fácil o vulnerable conejillo. Fiu, fiu, y Almeida corriendo por la Bodega Bay madrileña junto a una Ayuso en el papel de Tippi Hedren con un voraz cernícalo colgado del cogote y moliéndola a picaduras.

No es la primera vez que el alcalde de Madrid arremete contra las hermosas aves de Madrid. Ya en su día, se planteó acabar con las cotorras de la Casa de Campo a perdigonazo limpio, y cualquier día acaba también con las hermosas golondrinas y con la poesía de Bécquer. Uno cree que si Madrid sufrió el peor temporal de su historia, aquella Filomena prólogo del final del mundo, fue precisamente por estas cosas, porque el regidor, con su falta de conciencia ecologista, por su escaso tacto con la fauna y la flora, remueve las fuerzas telúricas más calamitosas, hostiles. ¿Estamos ante un alcalde gafe? Lo iremos viendo en los próximos tiempos, iremos comprobando si las políticas antiecológicas del alcalde despiertan la ira de la Madre Tierra.

El alcalde no lo sabe, pero no ha matado un simple pato sin importancia. Probablemente, por inconsciencia, ignorancia o negacionismo trumpista, haya puesto en marcha el reloj de un cataclismo ya imparable, un efecto mariposa que tendrá consecuencias. Mucho nos tememos que este alcalde sañudo y cruel con un pobre pato que no hacía mal a nadie nadando feliz y contento por el Manzanares nos arrastra a todos a una maldición que aún no sabemos en qué consiste, pero que ya se verá. Esta mascletá asesina y surrealista nos saldrá cara. Al tiempo.

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