Hoy se cumple el 40 aniversario del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, cuatro décadas en las que la ciudadanía española aún no sabe quién fue el verdadero instigador de la andanada de los militares que tomaron el Congreso de los Diputados al grito de «¡Quieto todo el mundo!».
Cada vez son menos los hombres y mujeres que se creen la versión que se quiso vender. Las voces que reclaman la desclasificación de la información de los diferentes cuerpos de inteligencia son cada vez más fuertes, pero siempre se encuentran con el pacto subterráneo de los partidos de la Transición (PSOE y PP, principalmente) de no tocar ese tema porque no sería sorprendente que hubieran estado tan involucrados en el golpe que el más que posible verdadero instigador del mismo: el rey Juan Carlos I.
Según contó el abogado Antonio García-Trevijano, el ex jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, le confirmó en un almuerzo en el Club 31 que Juan Carlos de Borbón fue el responsable último del 23F. Las pruebas para hacer una afirmación de este tipo fueron las múltiples reuniones que mantuvo con los principales cabecillas y que luego fueron juzgados, condenados e indultados.
Antonio García-Trevijano fue contundente en una conversación con los periodistas Isabel Bugalla y Daniel Prieto: «Al poco de haber publicado esta opinión mía en un periódico (El Mundo), Sabino Fernández Campo –Secretario General de la Casa Real española– me dijo que yo había sido el único que había dicho la verdad sobre aquellos hechos. Además, me confirmó que mi interpretación había sido exacta y que el Rey había sido el responsable de todo. En vida, Sabino jamás lo desmintió».
El abogado, además, añadió que Sabino Fernández Campo le proporcionó varios indicios que nunca fueron investigados: un importante dirigente del PSOE «con el acuerdo tácito de Felipe González, dio luz verde a la operación en la cena con el general Armada en Jaca, la propia reina Sofía cometió la maliciosa indiscreción de contar que el rey “engañó” a los generales diciéndoles que estaba de acuerdo con ellos (una forma de justificar su inicial apoyo) y después cumplió su promesa de que hablaría con los jueces para que no hubiera condenas a la mayoría de los militares del 23F, por eso Armada entra en la Zarzuela y en el Congreso ofreciendo un Gobierno de concentración con 19 ministros y un avión para Tejero. Y por eso el rey cumple: fueron indultados».
Las reuniones con el general Armada
Mucho se ha hablado, analizado y discutido sobre la presunta participación de Juan Carlos I en el intento de Golpe de Estado. La opacidad respecto a los hechos que se produjeron en los meses previos a la insurrección de los militares nostálgicos del franquismo es absoluta. Los documentos de los servicios de inteligencia españoles aún siguen clasificados y ocultos al pueblo español, algo que aumenta más las sospechas de que la Casa Real pudo haber tenido, presuntamente, cierta implicación con lo ocurrido en aquella tarde-noche en la que se debatía la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo tras la dimisión de Adolfo Suárez.
El coronel Amadeo Martínez Inglés, en el libro Juan Carlos I. El último Borbón, da algunas claves importantes de lo sucedido en los días previos. Una de ellas la encontramos en las reuniones que mantuvo el entonces Jefe del Estado con uno de los cabecillas del Golpe de Estado, el general Alfonso Armada.
Según Martínez Inglés, en el mes de febrero de 1981 el monarca se reunió con el militar hasta en 7 ocasiones, 6 presenciales (6, 7, 11, 12, 13 y 17 de febrero) y una telefónica (3 de febrero), además de otras 4 en los dos meses anteriores, es decir, un total de 11 encuentros.
«¿Qué asuntos tan graves y atípicos empujaban a Armada y al rey a relacionarse personalmente con tanta asiduidad (Baqueira Beret, La Zarzuela, conferencias telefónicas…) no estando ya el primero al servicio directo del segundo sino, por el contrario, en un puesto activo en el Ejército, al mando de la División de Montaña Urgel nº 4, en Lérida, y más tarde en el Estado Mayor del Ejército en Madrid?», se pregunta el coronel Martínez Inglés.
Una de estas reuniones está protegida por el máximo de los secretos: la del 13 de febrero de 1981, sólo 10 días antes del 23F. Ese encuentro entre Armada y el rey Juan Carlos tuvo que ser tan importante que el propio general solicitó por carta a Casa Real autorización para usar, durante el juicio, en su defensa el contenido de la reunión. Juan Carlos I se lo denegó y Armada fue condenado a 30 años de prisión sin que mencionara en ningún momento lo que ocurrió aquel día.
«¿Qué asuntos trataron don Juan Carlos y el general Armada ese enigmático día 13 de febrero? Resulta pueril pensar que el general, para defenderse de una posible pena de treinta años de cárcel, intentara refugiarse en un rutinario informe personal sobre la situación del país y del Ejército (además, él no era la persona más indicada para presentar ese hipotético dossier al rey) que, según bastantes «investigadores» del caso (todos milimétricamente adscritos a las tesis oficiales) fue lo único que Armada facilitó al soberano a lo largo de la misteriosa entrevista. Y resulta, asimismo, fuera de toda lógica que el monarca le prohibiese con posterioridad dar publicidad a esos informes y comentarios personales si le podían servir para defenderse», afirma Martínez Inglés.
Sin embargo, el coronel va más allá y afirma categóricamente que «allí se habló de la “Solución Armada”, de la maniobra político-palaciega a punto de comenzar; del estado de las conversaciones con Milans y con los líderes políticos; del estado de ánimo en los cuarteles; del otro golpe duro que amenazaba, a corto plazo, a la democracia y a la propia Corona; de aquellas medidas, necesarias y urgentes, para intentar detener este último peligro sin dañar en demasía el orden constitucional vigente… Todo debía estar bajo control en esos preocupantes momentos, ya que nada debía dejarse al azar. La cuenta atrás había comenzado. La suerte estaba echada. Sin embargo, los hechos posteriores demostrarían que en el entorno de la famosa «Solución» político-militar no todo estaba tan atado y bien atado como se creía en La Zarzuela».
Importante también fue la reunión mantenida en Zarzuela el día 11 de febrero de 1981. En el almuerzo entre García-Trevijano y Fernández Campo, el ex jefe de la Casa Real puso este encuentro como uno de los ejemplos más claros de la implicación de Juan Carlos de Borbón en la configuración del golpe de Estado.
Armada se presentó, según el relato de Sabino Fernández Campo, en la residencia oficial del Jefe del Estado sin tener audiencia concedida. Al principio, el entonces jefe de la Casa Real intentó impedir que el general accediera al monarca. Sin embargo, fue éste quien dio la orden de que se permitiera el acceso a Armada porque «tenía prioridad». A la misma hora estaba concedida una audiencia a Alfonso de Borbón y,si no se ha realizado ninguna manipulación del registro de entrada, se podría confirmar este hecho.
Reuniones con el resto de los generales golpistas
En el mes de noviembre de 1980 varios capitanes generales (Merry Gordon, Campano, Milans del Bosch, Polanco, González del Yerro y Elícegui), dirigieron una carta al rey Juan Carlos en la que reclamaban la cabeza de Adolfo Suárez en beneficio de la patria. Este escrito provocó que Juan Carlos I recibiera a Milans en Zarzuela en el mes de diciembre, es decir, dos meses antes de que se produjera el intento de golpe de Estado. Además, Juan Carlos de Borbón habló en secreto con el resto de firmantes de la carta.
En esas conversaciones y reuniones los militares plantearon al monarca su deseo de un vuelco político, de un cambio de gobierno. Sin embargo, en un primer momento, no se produjo ningún tipo de decisión por parte de Juan Carlos I aunque en su mensaje de Navidad reflejó su preocupación por la situación de país que, en cierto modo, reflejaba las demandas de los generales.
Días después de ese discurso, el entonces Jefe del Estado se reunió con Adolfo Suárez en la estación de esquí de Baqueira Beret en la que hace ver al presidente del Gobierno la preocupación de los militares y la posibilidad de que se esté gestando un golpe. Además, le dejó caer que era conveniente de que se tomaran decisiones políticas inmediatas. No fue una petición de dimisión, como la que protagonizó el monarca con Arias Navarro en 1976, pero le manifestó con rotundidad que el país, el sistema democrático y la transición pasaban inevitablemente por frenar a los militares.
Esas mismas navidades, Juan Carlos I había recibido un informe ultrasecreto redactado por el general Alfonso Armada en el que se deja claro que un alzamiento militar está en marcha.
Por tanto, a la reunión con Suárez, Juan Carlos de Borbón acudió con la decisión ya tomada de impulsar el cambio que piden los altos mandos del Ejército porque su corona estaba en juego. Era muy consciente de que un error o una falta de decisión suya en esos delicados momentos podría propiciar la catástrofe porque el Ejército es la única institución capaz de arruinar por sí sola todas sus expectativas.
Suárez entendió el mensaje y lo dejó muy claro en el discurso en el que comunicó, un mes después de su reunión con el rey, a la nación su dimisión: «No me voy por cansancio. No me voy porque haya sufrido un revés superior a mi capacidad de encaje. No me voy por temor al futuro. Me voy porque las palabras ya no parecen ser suficientes y es preciso demostrar con hechos la que somos y lo que queremos».
Unos días antes de la dimisión de Suárez se produjo una reunión en la Capitanía General de Zaragoza en la que participaron algunos de los generales que encabezaron el intento de golpe de Estado y, por el tono de algunas intervenciones, se intuye que el rey había dado garantías a los altos mandos militares de que Suárez había caído en desgracia e iba a ser defenestrado.
Sin embargo, esos propios mandos no tenían garantías del rey Juan Carlos de que sus reclamaciones se mantuvieran en el medio o el largo plazo y la dimisión de Suárez no desactivó los planes que estaban incluidos en el informe de Alfonso Armada.
Los altos mandos militares presionaron para que Suárez dimitiera y lo hicieron a través del rey, quien se plegó a sus exigencias para mantener su corona. Todo ello se produjo a través de audiencias personales, en escritos colectivos de dudosa legalidad, en charlas informales con motivo de eventos castrenses tradicionales e, incluso, en documentos reservados de los servicios de Inteligencia fuera de los conductos reglamentarios.
Lo que realmente flotaba en el ambiente era que los militares pedían un cambio de rumbo, una moderación de la transición porque, finalmente, un golpe de timón podría relevar de su puesto al propio rey. Eso, no lo podía permitir y Juan Carlos de Borbón sabía perfectamente que los militares le estaban colocando en un verdadero aprieto.
Juan Carlos I dio el plácet el 21 de febrero
Diario16 ha tenido acceso a distintas fuentes que han confirmado que 48 horas antes del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 los cabecillas civiles recibieron el placet del rey Juan Carlos a través del general Armada. Ello se produjo en una reunión celebrada en el domicilio de José María Oriol Urquijo, quien fue alcalde de Bilbao, presidente de Hidroeléctrica Española y Talgo, entre otras compañías, y una de las personas que fue a recibir a Juan Carlos de Borbón a la estación de tren cuando llegó a España. Además del general, en esa reunión se encontraban, entre otros, el anfitrión, José Antonio Girón de Velasco (ex ministro de Trabajo con Franco y el banderín de enganche de los ultras en los primeros años de la Transición) y Juan García Carrés (el correveydile de los protagonistas del golpe).
No era la primera reunión que se celebraba en el domicilio de José María Oriol, ya que en los meses previos al intento del golpe se celebraron diferentes encuentros en una casa situada en Monte Del Pilar que tenía una finca de 300 hectáreas, lo que garantizaba el secretismo. Nadie les iba a molestar mientras organizaban un golpe de Estado en el despacho de José María Oriol. La Fundación Mapfre, de donde es consejera Elena de Borbón, tiene en la actualidad su sede en esa propiedad. En esas reuniones previas también estuvieron presentes alguno de los cabecillas militares como Jaime Milans del Bosch cuando se desplazaba de Valencia.
El contacto entre los generales y la parte civil era Juan García Carrés a quien, según confirman las fuentes consultadas, Girón de Velasco le iba abriendo las puertas de los despachos tras una llamada previa. Se trataba de un hombre simpático pero que generaba preocupación por sus excesos verbales y su elocuencia.
La dictadura de Juan Carlos de Borbón
Juan Carlos I vio que el 23F se le iba de las manos y, según fuentes que estuvieron cercanas al monarca en aquellos meses posteriores al intento de golpe de Estado, pasó «mucho miedo». Por ello, en el Palacio de la Zarzuela se inició una operación político-militar secreta que le permitió hacerse con el poder real del Estado, independientemente de lo que dijera la Constitución, para evitarse, en el futuro, sustos tan fuertes y desagradables como los que vivió durante «la Tejerada».
Según indica el coronel Martínez Inglés, el rey abrió dos frentes. El primero fue llamar a capítulo a todos los líderes políticos que, de un modo u otro, estuvieron de acuerdo con la «Solución Armada»; el segundo, y, quizá el más importante, el hacerse con el control de todos los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas y, de este modo, convertirse en el hombre más informado de España, lo que, por ende, le transformaría en la persona más poderosa del país.
Esto tuvo como consecuencia que Juan Carlos I no sólo dispusiera de las funciones que el confería la Constitución, sino que durante su reinado ejerció el poder de facto, disfrazado de rey constitucional y demócrata, pero sometiendo a los políticos, entre campechanía, sonrisas y abrazos, quienes siempre creyeron que no ejercía el poder pero que no dudaron en aceptar la voluntad del monarca.
El primer baluarte de la información era el CESID (Centro Superior de Información de la Defensa), formado casi exclusivamente por militares y con una estructura anticuada volcada preferentemente, siguiendo todavía con las directrices de los servicios secretos del Régimen franquista, a la información interior: política, social y militar. El control del CESID se convirtió en prioridad absoluta del rey Juan Carlos en los meses siguientes al 23F.
«Así, en octubre de 1981, después de someter a una presión directa e insoslayable al nuevo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo consigue que sea nombrado director general del CESID el coronel Emilio Alonso Manglano, un militar de la nobleza, monárquico visceral y que había jugado un papel esencial en la postura de “no intervención” adoptada por la Brigada Paracaidista durante el 23F», afirma Martínez Inglés.
Este hecho fue importante puesto que los jefes de esta unidad siempre fueron partidarios de un golpe de Estado duro, «a la turca». Si en febrero los paracaidistas hubieran actuado, el golpe habría tenido éxito. Y esto lo sabía Juan Carlos I y recompensó a Manglano con la dirección del CESID. Ya había colocado al hombre clave en el lugar clave porque la apuesta nunca fue desinteresada, ya que con su fiel servidor a la cabeza del CESID, Juan Carlos I sería el primer beneficiario de cuanta información sensible y reservada generaran los servicios de Inteligencia del Estado.
Ello, unido al control que por su mando supremo de las Fuerzas Armadas ya ejercía sobre la Junta de Jefes de Estado Mayor convirtieron al monarca en el hombre mejor informado del país más poderoso y capaz de «erigirse de facto (guardando siempre las formas democráticas, cómo no) en un auténtico dictador en la sombra», asegura el coronel Martínez Inglés.
Manglano se convirtió, a partir de octubre de 1981, en los ojos y los oídos del rey Juan Carlos, en la punta de lanza de su oculto poder, «en la correa de transmisión, a través de la cual recibiría a diario la munición necesaria para doblegar y hacer hincar de rodillas a los políticos de la democracia elegidos por el pueblo soberano. Con el general Sabino Fernández Campo como nuevo valido y fontanero máximo del palacio de La Zarzuela, reconvertido en El Pardo de décadas pasadas; con el espía Alonso Manglano sirviéndole a mansalva y en tiempo real cuanta información sensible (mucha de ella referida a los otros poderes del Estado) llegara a los terminales del siniestro servicio de información del Estado que dirigía con mano de hierro; con la cúpula militar (JUJEM), y los servicios de Inteligencia exterior secretos adscritos a la misma, obediente y sumisa en virtud de la etérea y nunca concretada Jefatura Suprema de las FAS que le otorga la Constitución; y con el permanente «chantaje» a los políticos, y en especial a los sucesivos presidentes del Gobierno elegidos democráticamente por el pueblo, que representaba la mera existencia de esa suprema jefatura sobre los militares como valladar ante tentaciones golpistas… el camino a esa deseada dictadura real en la sombra se presentaba expedito», afirma Martínez Inglés.