En medio del ruido político, del fragor de las cifras macroeconómicas y de los ecos de la guerra en Ucrania, surge una de esas historias pequeñas pero inmensas en horror cotidiano. La pesadilla que vivió Saray, la niña de diez años de Zaragoza que tras salir del colegio con los ojos llorosos corrió a casa y se lanzó al vacío desde un tercer piso para quitarse la vida, debe llevarnos a todos a una profunda reflexión. Según las primeras investigaciones, la menor estaba siendo cruelmente acosada por compañeros de clase y, aterrorizada, no vio otra solución que el suicidio. Todo apunta a que no pudo soportar por más tiempo el bullying al que fue sometida por una pandilla de monstruos que durante largo tiempo estuvieron persiguiéndola y humillándola con frases como “sudaca de mierda, vuelve a tu país” o “puta colombiana, no vas a tener amigos”. La familia de la víctima asegura que también la golpeaban, le tiraban del pelo y le mojaban la ropa tratando de ridiculizarla. Un infierno diario que acabaría con cualquier persona.
Que una niña de diez años crea que la única escapatoria a su callejón sin salida existencial sea acabar con todo demuestra el grado de grave enfermedad, de neurosis colectiva, al que ha llegado nuestra sociedad. Sin duda, el terrible suceso deja varias claves que deberán ser estudiadas a fondo por psicólogos, sociólogos, pedagogos y juristas. En primer lugar, debemos preguntarnos qué está haciendo mal nuestro sistema educativo para que un grupo de escolares que están empezando a vivir se dediquen en sus horas de recreo al implacable ejercicio del matonismo juvenil como impúberes gánsteres. Hace tiempo que la escuela pública española viene dando síntomas de preocupante fracaso sistémico. Y no hablamos ya del farragoso informe PISA, ni del elevado índice de suspensos por curso o de alumnos que deciden romper con los libros sin completar ni siquiera el primer ciclo académico, sino de que hemos abandonado la educación con mayúsculas, la educación elemental, esa noble actividad consistente en transmitir a los niños las claves del humanismo, la cortesía y la urbanidad.
Antes de aleccionar en el abecedario y las tablas de multiplicar (suponemos que las cuatro reglas se siguen enseñando como siempre pese a las modernas técnicas pedagógicas que han tratado de enterrar la escuela tradicional en la falsa creencia de que todo lo viejo es malo) al niño hay que inculcarle valores. Los antiguos griegos, que concedían una importancia primordial a la instrucción infantil a la hora de construir una sociedad más libre, justa y avanzada, partían de la base de que una buena educación consiste en darle al cuerpo y al alma toda la bondad, toda la belleza y toda la perfección posible. Nada de eso se enseña ya en las aulas, donde los maestros parecen más preocupados en mostrarle al alumno el funcionamiento de una tablet o un teléfono móvil que en darle herramientas adecuadas para que pueda discernir entre lo que está bien y lo que está mal. En definitiva, para que sean buenas personas en el futuro. En un error que más tarde o más temprano pagaremos caro (ya lo estamos pagando en forma de adolescentes suicidas), hemos arrinconado la Filosofía en los planes de estudios –la Filosofía como la constante búsqueda de la verdad, del conocimiento y del perfeccionamiento del alma– creando una generación de pequeños psicópatas sin sentimientos, pandilleros de guardería y quinquis de la tierna infancia obsesionados con llevar a una niña inocente a la muerte para subir la hazaña a Youtube o petarlo en Instagram. Alguien, en algún momento, tendrá que empezar a plantearse en serio que dejarle a un menor un teléfono móvil con acceso a Internet es el primer paso para convertirlo en un desequilibrado prematuro.
Obviamente, el mal no está solo en la escuela, también hay que buscarlo en muchas familias que creen que para educar a los hijos basta con darles de comer, comprarles la inevitable videoconsola y vestirlos con ropa de marca, olvidando el alimento principal: el afecto, los buenos sentimientos hacia el prójimo y el crecimiento interior. Hemos construido una sociedad de padres indolentes que deben creer que un niño o una niña íntegros son carne de cañón para el sistema cruel en el que tendrán que aprender a sobrevivir, presas fáciles en la jungla de asfalto que les aguarda cuando sean mayores, de ahí que los eduquen para ser espartanos, competitivos, implacables, retorcidos y algo perversos también. Hoy se entiende que un niño duro capaz de pisar a otros es un niño fuerte y un niño llamado al éxito. Por eso se les deja delante de las frías pantallas, a merced del engendro diabólico del teléfono móvil y de unos medios de comunicación que aleccionan en la cultura de la violencia. Así es como les hemos arrebatado la infancia y los hemos convertido en precoces adultos malvados. Les construimos un mundo virtual sin reglas ni obligaciones donde todo es posible, donde todo está permitido en virtud del sagrado principio del placer, desde dar rienda suelta a los instintos más primarios hasta consumir cine porno (gran culminación de la sociedad patriarcal), pasando por el asesinato premeditado de una niña inocente a la que unos cachorros bestiales cogieron ojeriza solo porque era extranjera (no olvidemos que la xenofobia se cultiva en el hogar familiar y también en la propia sociedad a través de mensajes tóxicos de algunos grupos ultraviolentos).
El caso de la pequeña de Zaragoza no es el primero ni será el último. Es evidente que el sistema sale mal parado, ya que pese a las denuncias de los padres no supo detectar a tiempo que una tragedia se estaba tramando en la mente de una niña atormentada por un entorno hostil. Los últimos informes alertan de que uno de cada cuatro escolares percibe casos de bullying en su aula, un dato como para echarse a temblar y que revela el fracaso de las políticas de uno y otro signo. La única buena noticia de este drama aterrador es que Saray está fuera de peligro, aunque con la cadera y un tobillo fracturados, pese a haberse precipitado desde un tercer piso. Dicen que, sobre la mesa del salón, dejó una nota en la que se despedía de su familia. “Me pedía disculpas por lo que iba a hacer y me deseaba una larga vida”, confiesa su madre. Esta vez hubo suerte.