Alberto Garzón ha renunciado a fichar por Acento, la consultora del ex dirigente socialista José Blanco, ante la “incomprensión” de sus compañeros y para “no dañar a la izquierda”. Era lo lógico, nadie habría entendido que el hasta hace dos días líder de Izquierda Unida, y que ha sido ministro de Consumo en el Gobierno de coalición, fichara por un gabinete (más bien un lobby con todas las letras) que se dedica a asesorar a las empresas del Íbex, a los poderes financieros, a esas élites poderosas contra las que el ex ministro dice haber luchado siempre. Las puertas giratorias son rechazables, pero cuando entran y salen por ellas personas que provienen de partidos progresistas, resultan aún más pestilentes. Garzón lo ha entendido y ha rectificado su error en el último momento, lo cual, pese a la pifia, le honra.
Hubiese sido muy triste que alguien que siempre se ha caracterizado por la coherencia política, esa máxima que dejó escrita en letras de oro el padre fundador Julio Anguita, se despidiera con un ejercicio de cinismo tan abochornante para él, para el partido que dirigió y representó durante años y para el mundo de la izquierda. Garzón, tras coquetear por unas horas con la ambición del dinero, tras dejarse seducir siquiera por un instante por el sillón aterciopelado en un despacho olímpico y de relumbrón, ha entrado en razones y ha enmendado el disparate que iba a cometer. Enrolarse con Pepe Blanco en negocios de altos vuelos (o bajos) hubiese sido quemar en apenas un minuto una trayectoria política y vital notable marcada por la defensa de los principios de la izquierda, el servicio al ciudadano y la justicia y la igualdad social. Cualquier cosa menos una puerta giratoria que no lleva a ninguna parte más que a perderse por los caminos erráticos de los mercados ultraliberales. Cualquier cosa menos salir del ministerio con la honrada cartera repleta de dosieres, de información clasificada, de documentos, de secretos de Estado, en fin, y llevársela a una firma privada a cambio de una nómina astronómica. Lo que está bien para un político de la derecha acostumbrado al mamoneo, al tráfico de influencias y a la mamandurria de los amigachos, no puede ser aceptable, bajo ningún concepto, para quien ha sido dirigente de un partido intachable como Izquierda Unida.
Al aceptar el trabajo en la consultoría, Garzón no solo estaba pegándose un tiro en el pie. Estaba dándole el disparo de gracia a la maltrecha izquierda española, que se encuentra en un momento crítico y delicado ante el auge de la extrema derecha, cuya demagogia contra el establishment cala hondo en las masas obreras desnortadas. Entrar por la puerta grande de la polémica asesoría habría sido tanto como darle argumentos a Vox, que no cesa en su intento de denigrar la democracia al meter en el mismo saco de la corrupción a todos los políticos, de uno y otro signo (quizá el tic más franquista del que adolece el nuevo fascio español, y mira tú que tiene unos cuantos).
Ha hecho bien Garzón en bajarse de ese barco en el que iba a emprender la travesía hacia el lujo, hacia los paraísos del éxito y los pingües beneficios de seis ceros. Dicen que rectificar es de sabios y el bueno de Alberto ha sabido parar a tiempo y salir de una ensoñación que se había apoderado de él como los cantos de sirena hechizaron a Ulises. No importa que por unas horas el camarada Alberto haya tenido un pie en el fango del capitalismo, chapoteando incluso. Ha sabido sacarlo a tiempo, y aunque con la suela del zapato manchada, su buen nombre (que a fin de cuentas es el patrimonio más importante de toda persona) ha quedado por fin a salvo y virgen. Por un momento, parecía totalmente dispuesto a cambiar a Marx por Oscar Wilde, quien dijo aquello tan formidable de que la mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella. A fin de cuentas, el hombre es incapaz de elegir y siempre cede a la tentación más fuerte, ya lo dijo André Gide. Por fortuna, el mal, la enfermedad, el extraño, acelerado y grave proceso de aburguesamiento de Garzón, que ya se ha apoderado de otros antes que él (véase Felipe González, otro Ulises de la izquierda malogrado y contaminado por el pecado del dólar) se ha cogido a tiempo. Con ese o esa (ya sea familiar o amigo) que le haya aconsejado en el instante de la decisión fatal para evitar su maligna conversión, su paso al lado oscuro, estará en deuda siempre. Ese confidente sincero vale su precio en oro (mucho más que el contrato que iba a firmar con Blanco) y haría bien Garzón en conservarlo el resto de su vida.
Cuenta la prensa de la caverna, siempre dispuesta a enjuiciar los devaneos del izquierdista y a pasar por alto las flaquezas del liberal, que las presiones políticas, sobre todo del entorno de su partido, han sido determinantes y decisivas para que el ex ministro haya optado finalmente por rechazar un puesto tan goloso como envenenado. Porque ese sillón en el bufete de Blanco se le habría indigestado aún más que un chuletón de carne roja poco hecha, ese filetazo contra el que mantuvo una cruzada inflexible y que Sánchez le afeó en público.
De haber aceptado el caramelo mefistofélico capitalista, hoy Garzón estaría metido en un miasma de informes geopolíticos para lejanos clientes, en cabildeos para los intereses de Marruecos ante la UE (con la que hay liada en el campo español con ese tema), en asesorías “para casas de apuestas”, tal como asegura el periodista Antonio Maestre. “No quiero que mi decisión personal perjudique a mis antiguos compañeros de militancia en su necesaria misión de lograr el mejor resultado posible en las futuras convocatorias electorales. Siempre he antepuesto el interés colectivo sobre el interés personal y considero que debe seguir siendo así”, ha escrito en una misiva dirigida a la militancia. Amén. Un cuerpo socialista que descendía peligrosamente a los infiernos de los negocios burgueses rescatado in extremis. Un alma izquierdosa que logra escapar a tiempo de las llamas del dinero. No todo está perdido.