El agitador Alvise Pérez le amargó la noche a Santi Abascal. Por algo su partido se conoce como Se Acabó la Fiesta (SALF). Ya antes del 9J, los pronósticos y encuestas daban dos escaños a la nueva formación, pero sorprendentemente ha logrado mejorar sus previsiones (uno más hasta llevarse tres). Los analistas y sesudos de la cosa califican el grupo político de Alvise como un fenómeno antisistema y rupturista propio de nuestros tiempos, aunque a uno, que es un clásico de la escuela marxista, esto le huele a populismo de extrema derecha, por degradación del capitalismo, que tira para atrás.
Más de 800.000 votos y tres eurodiputados no es para tomárselo a broma, por mucho que nos encontremos ante una especie de enésimo influencer de la política que remueve el odio en las redes sociales. Y lógicamente en Vox, que ha mejorado resultados pese a que no ha logrado superar el objetivo de los 7 escaños que se había trazado, han saltado todas las alarmas. ¿Quién es este muchacho que nos ha comido tres tostadas?, se preguntan en el partido verde. ¿De dónde ha salido este que está mejorando nuestra fórmula del populismo barato y de garrafón sin apenas recursos financieros, sin apoyo logístico, sin estructura de partido y solo con la plataforma X, antes Twitter?, se cuestionan otros rascándose la cabeza. La directiva nacional voxista ya ha convocado la consiguiente reunión para analizar los resultados de los comicios, pero sin duda el tema de Alvise, el incómodo Alvise, el inoportuno y aguafiestas Alvise, ocupará la mayor parte del tiempo entre los asesores y gurús de Abascal.
El nacionalpopulismo o nuevo fascismo posmoderno, como se quiera llamar a este engendro que adquiere ya tintes de auténtica revolución sociológica, muta vertiginosamente, y cada día aparecen nuevos oportunistas, buscavidas, engañabobos y gente sin oficio ni beneficio que se prueban en el gran circo de la política. Tipos y tipas atrabiliarios y con muy mala educación que cuando les dan los buenos días por la mañana responden eso de “serán para usted”. Individuos con piquito de oro y talento para el follón y la trifulca pero que no han leído a Kant ni se lo plantean. Hay quien los considera parte de la política friqui de nuestros días, como aquel subversivo Rodolfo Chikilicuatre que llegó a Eurovisión (la UE musical) para reírse de todo y de todos. Sin embargo, conviene no menospreciar al fenómeno, al monstruito, porque detrás puede haber más, mucho más de lo que parece. Hablamos de personajes habilidosos con gran olfato y destreza para la polémica que saben sacarle el máximo rendimiento al descontento social y al radicalismo hater. Uno no arrastra a casi un millón de seguidores así por las buenas. Hay que valer.
El hombre hecho a sí mismo Trump tiene su rascacielos de oro con el que sueña todas las noches el leñador arruinado de Oregón; Marine Le Pen tiene a todos los nostálgicos del régimen de Vichy con ella, más algún que otro monárquico con el retrato de Luis XVI en el despacho; Meloni es como Mussolini solo que en mujer; y Milei tiene la motosierra y ese invento del anarcocapitalismo que le funciona a las mil maravillas. Podríamos incluir aquí a Santi Abascal, pero aunque presuma de maneras y formas ultras, a la hora de la verdad nunca le compran los ajos. Por hache o por be, porque no termina de dar con la tecla, porque el Partido Popular aznarista sigue haciendo de dique de contención y gran reserva espiritual ultraderechista, porque le sale un competidor más ultra que él o por lo que sea, lo cierto es que el proyecto ultrapatriota español no termina de despegar. No se atisba cercano en el horizonte el cataclismo de Francia, donde Le Pen ha dado un zarpazo letal a la democracia, poniendo en marcha la guillotina robespierriana a la inversa más de dos siglos después. Llegan unas elecciones, como estas del 9J, y Vox sube un par de escaños, despertando la ilusión de los nostálgicos; pero a la siguiente cita con las urnas muchos votantes vuelven al redil de Génova o buscan nuevas experiencias y aventuras en otros partidillos liderados por abascalitos más perfeccionados, más avezados, más duchos. Con tanta mutación vírica, no hay manera de pegar el reventón facha. Ni movilizando a las masas clericales para que exorcicen el demonio sanchista a las puertas mismas de Ferraz consiguen conquistar el poder.
Ser antisistema debe ser excitante. Puedes decir lo que te venga en gana (sea verdad o mentira, eso es lo de menos), destruir lo que te apetezca, poner en solfa todo lo bueno de la democracia y nada malo te pasará. Alvise no es más que uno de tantos arribistas que ven en la política la manera de medrar con un chiquipartido. Es suficiente con dar con la tecla para petarlo en Twitter y a partir de ahí a vivir del cuento en Bruselas, como Puigdemont. No hace falta mucha estructura, ni capacidad de trabajo, ni conocimientos, ni programa electoral, ni nada de nada. Basta con plantarse en la Eurocámara con la maquinita (o sea el altavoz marca Elon Musk), y manejar el insulto y el improperio. Basta con tener algo de talento para mentarle la madre al progre o a la élite que nos manipula. La mayoría de los aprendices de esta nueva casta de instalados/improvisados pasa con más pena que gloria, pero alguna vez la flauta suena por casualidad y el flautista de Hamelín de turno consigue conectar con un auditorio que está al otro lado del móvil o de la pantalla del ordenador, comiéndose una bolsa de patatas fritas, viendo porno duro o rascándose el sobaco, en plan Bukowski. Lo normal entre las masas desnortadas del sistema. Entonces surge la maravillosa chispa. Entonces se produce el milagro del odio, que es como una corriente electromagnética irresistible entre el gurú de la secta y el nuevo adepto. Así funciona el demagogo en la época del Big Brother ciberfascista. Tipos que andan de juzgado en juzgado, respondiendo a las denuncias y querellas que les va poniendo, en vano, el establishment. Listillos que van tirando en la vida. Y que les quiten lo bailao.