Estamos en campaña electoral y en Cataluña ya se promete casi cualquier cosa. Chollos, gangas, todo a precio de saldo. Los partidos independentistas, tanto Esquerra como Junts, se han pasado la última legislatura pactando, firmando, acordando leyes con el Gobierno Sánchez, pero a pocas semanas para que se abran las urnas toca ponerse el traje de trabucaire otra vez, barretina y mosquetón al hombro, y representar la ficción de echarse al monte contra los españoles. Así funciona la política por aquellas tierras levantiscas.
Nadie quiere quedarse atrás, ni que le acusen de botifler, blandengue o timorato, así que todos en el convulso mundo indepe sacan su lado más fanático y radical. Luego, una vez pasadas las elecciones, ya llegará el momento de hablar de los centros de salud, de la pertinaz sequía y de la ampliación de El Prat. En ese juego teatral está Carles Puigdemont, que se ha metido en el papel de heroico nuevo Tarradellas a punto de regresar del exilio para rescatar al pueblo catalán de la feroz dictadura franquista. A este le va a pasar como a aquel viejo actor del cine de terror, Béla Lugosi, que acabó creyéndose el personaje que se había construido y terminó durmiendo en el ataúd del conde Drácula. En esa performance algo lisérgica está también Pere Aragonès, que ha vuelto a sacarse de la manga el referéndum de autodeterminación, un asunto que no se firmó en el acuerdo de investidura de Sánchez pero que se emplea a demanda, como amenaza de arma de destrucción masiva, cada vez que toca chantaje para aumentar competencias, mejorar la financiación o sangrarle una pela a las arcas públicas.
En las últimas horas, Aragonès ha asegurado que “votar sobre la independencia es posible en el actual marco legislativo”, y que se trata solo de una cuestión de “voluntad política”, una afirmación que no se cree ni él harto de buen cava del Penedés. Pero el honorable suelta la ofertilla con la esperanza de que muchos catalanes vuelvan a picar el anzuelo, alimentando la fábula del procés, que siempre da votos. Hace tiempo que la política catalana se convirtió en un relato de ciencia ficción, dejando aparcados los graves problemas de una sociedad que, desde que emprendió la aventura de la revolución de las sonrisas y de la secesión, va para atrás en lo económico y en lo social. Con buen juicio, Esquerra había abandonado la senda de la unilateralidad, que solo conduce a la frustración y a la melancolía, pero ahora cree haber visto un resquicio en el ordenamiento jurídico español por el que colar el cuento del referéndum: el artículo 92 de la Constitución. Y a darle otra vez a la maquinaria de la propaganda.
Supuestamente, don Pere ha consultado con sus juristas de cabecera (los mismos que le dijeron que la DUI era plenamente constitucional) y ha llegado a la conclusión de que nuestra Carta Magna deja un vacío legal que en principio no prohibiría una consulta sobre la segregación de una comunidad autónoma. Incluso ya tiene la pregunta de marras: “¿Quiere usted que Catalunya sea un Estado independiente?”. Lo que nunca se le oye decir al honorable es si esa histórica votación tendría carácter vinculante o solo consultivo, que no es lo mismo. Y no lo dice sencillamente porque aclarar esa cuestión supondría romper el hechizo mágico, o sea volver a la cruda realidad, y eso sería malo para el negocio electoral. El votante de Esquerra se frustraría otra vez y podría verse seducido por los cantos de sirena del mesiánico Puigdemont, que promete independencia sí o sí, por lo civil o por lo criminal y a cualquier precio, incluso recurriendo a Putin y a su Grupo Wagner si hace falta. Así que ERC se encuentra ante una encrucijada peligrosa: no puede levantar el pie del acelerador, porque sería menos indepe que el rival, y tampoco puede ir demasiado fuerte en el órdago de la autodeterminación, que todo el mundo a estas alturas sabe que es un brindis al sol.
Si vamos a lo que dice el famoso artículo 92, vemos que en la Constitución se contempla someter a votación popular de todos los ciudadanos las decisiones políticas de especial trascendencia. El problema es que ese artículo está pensado para decidir sobre cosas como la prohibición de fumar en las terrazas, la protección de los animales o el cambio de horario de invierno. Nada se dice ahí de que se pueda votar para destruir el Estado, mayormente porque ello chocaría con el artículo 2 de la propia Carta Magna, donde se establece la indisoluble unidad de la nación española. El sentido común aconseja que hay asuntos que no se pueden votar, como el retorno a la esclavitud medieval, la pena de muerte o el restablecimiento de la dictadura franquista. La soberanía nacional recae en el pueblo español, en todo el pueblo español, así que cualquier referéndum está concebido para que votemos todos, no solo una parte, y menos para algo tan históricamente trascendental como enterrar España para siempre. Por si fuera poco, la Constitución establece que el referéndum será convocado por el rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno previamente autorizada por el Congreso de los Diputados. Así que por ahí lo tiene complicado, más bien chungo, el bueno de Pere. Porque no vemos nosotros a Felipe VI sancionando la ruptura del Estado, ni a Pedro Sánchez metiéndose en semejante berenjenal, ni a la polarizada Cámara Baja consensuando el desmembramiento del país.
Entendemos, por tanto, que el president de la Generalitat está hablando (aunque no lo diga explícitamente) de una hipotética consulta no vinculante, es decir, de una simple encuesta sobre tendencias sociológicas y políticas como las que cocina Tezanos mensualmente. Y ni siquiera parece que el Gobierno central esté por ese tongo a la ciudadanía catalana demasiado arriesgado en un momento especialmente sensible o crítico por el elevado tono de crispación que ha impuesto la extrema derecha. Pilar Alegría, ministra portavoz, ya ha dicho que un referéndum vinculante ni pensarlo, y en cuanto al otro, el simulado, cuesta trabajo pensar que Moncloa lo acepte porque no tiene nada que ganar y sí mucho que perder. Al minuto siguiente de convocarse esa consulta o sondeo, sin ningún valor jurídico, las hordas fascistas se lanzarían sobre Ferraz, provocando serios altercados de convivencia y devolviéndonos a los errores y fantasmas guerracivilistas del pasado. Hay cosas que es mejor no tocarlas, y esta es una de ellas.