Uno no quería hablar de las monjas clarisas de Belorado que se han declarado en rebeldía contra el papa Francisco (al que acusan de persecución por no autorizar sus negocios inmobiliarios), pero toda la prensa nacional e internacional le dedica amplios espacios al asunto y no nos queda otra que entrar en el tema para que no nos llamen periodistas desinformados o al margen de la rabiosa actualidad. Prometemos no caer en el chistecillo fácil del “para cuatro días que me queda en el convento” que circula por todas partes, ni en comparar a las subversivas religiosas nostálgicas, preconciliares, reaccionarias o cismáticas (cada cual que le ponga la etiqueta que prefiera a esto) con aquella película de Almodóvar en la que unas monjas con nombres tan underground como Sor Estiércol, Sor Rata de Callejón y Sor Víbora enloquecen y convierten el claustro en un despendole divino. El ingenio español es infinito y tenemos conceptos y diccionario suficiente como para no caer en lugares comunes. Así que ahí va la columna y que sea lo que Dios quiera, nunca mejor dicho.
Antes de nada, cabe recordar que las monjitas han estado ahí, en su remanso de paz espiritual burgalés alejado del mundanal ruido, desde el siglo XVI. A sus quehaceres, a sus oraciones, tareas agrícolas, dulces, trufas de seis sabores y pastitas exportadas internacionalmente. Todo muy contemplativo y de mundo interior, como corresponde a un convento de clausura. Pero pastelillo a pastelillo, hornada a hornada, en cuatro siglos la levadura ha fermentado mucho y las hermanitas, sin querer, han levantado un pequeño emporio económico, un cerdito-hucha repleto de dinero, escrituras hipotecarias, contratos, inmuebles, cosas. De alguna manera, bien por el milagro de los panes y los peces (en este caso de los panes y los dulces) o por puro talento para los negocios, la cofradía hoy formada por 16 siervas del Señor ha montado una especie de gran holding de la repostería medieval cotizable en Wall Street. Seguramente ellas no querían convertirse en brókeres, ni en ejecutivas agresivas con hábito, pero los caminos del Señor son inescrutables, la empresa se les ha ido de las manos y les ha caído la maldición de la pasta (no precisamente de harina) por castigo. El dinero es el gran Satán de nuestro tiempo, y ya se sabe lo que decía Lutero, el cismático por excelencia: “Cuando Dios construye una iglesia, el Diablo construye una capilla”.
Llegados a este punto, debemos preguntarnos cómo ha sido posible que una pacífica hermandad religiosa haya llegado a semejante nivel empresarial hasta meterse en un contencioso judicial a cara de perro por la compra del monasterio de Orduña (Vizcaya), un pelotazo urbanístico con seis ceros o más. ¿Acaso no tenemos inspectores de Hacienda capaces de velar por que este tipo de movimientos inmobiliarios no ocurran? ¿Es que no hemos salido de aquellos oscuros tiempos de la España nacionalcatolicista en los que la Iglesia era la primera empresa nacional y nadie, ni siquiera el rey de España, podía meter las narices en sus cuartos? Sin duda, el caso de las monjitas llega para confirmar, una vez más, la tragedia de las sucesivas desamortizaciones que a lo largo de la historia han terminado en fracaso, mayormente la de Mendizábal. Aquel año 1836 se decretó la venta de los bienes inmuebles de la curia, pero el patrimonio terminó de nuevo en las manos muertas, es decir, en la oligarquía y la nobleza, en detrimento de los pequeños propietarios y la burguesía, que se quedaron con dos palmos y sin tierras. Una vez más, la corrupción (los lotes fueron adjudicados por comisiones municipales a amiguetes y poderosos) hizo el trabajo sucio, evitando la necesaria revolución ilustrada y anticlerical que nos hubiese lanzado a la modernidad, salvándonos del atavismo, la superchería y el sermón dominguero del colérico cura.
Estamos en el siglo XXI y aún no hemos acometido la debida desamortización eclesiástica, de modo que de aquellos polvos estos lodos. Las monjas clarisas no han hecho nada malo, salvo acumular bienes a Dios rogando, que a fin de cuentas es para lo que ha servido la Iglesia católica en sus dos mil años de trayectoria. Es el Estado el que les ha permitido el ocio, el negocio y el chanchullo religiosamente planificado. Ahora el escándalo es tan monumental que ya no tiene arreglo y, una vez más, España queda a ojos del mundo como ese país atrasado, folclórico y nacionalcatolicista de siempre, el Spain is different que lleva lastrándonos desde los tiempos del Quijote.
Pero más allá del asunto económico, que es feo de narices, el caso tiene otros ingredientes que, por mucho que nos hagan reír y estén dando para chistes y chanzas en los programas de televisión, no es para tomárselo a broma. Que las cándidas hermanas (o no tan cándidas) se hayan declarado cismáticas y rebeldes de la Iglesia de Roma (hasta no reconocer la autoridad de ningún papa posterior al Concilio Vaticano Segundo, el que trató de humanizar la Iglesia rompiendo con el nazismo) debería movernos a una profunda reflexión sobre lo que está ocurriendo en ese mundo hermético y endogámico, o sea intramuros de los conventos de clausura. Ha tenido que estallar la polvareda mediática para que nos enteremos de que las clarisas habían caído en manos de un falso obispo –el excomulgado Pablo de Rojas Sánchez-Franco que ha puesto a las hermanas bajo su tutela y custodia– y de un portavoz, Fran Ceacero, Don José, antaño barman y coctelero de Bilbao experto en vermuts y gintonics. El primero un señorito con ínfulas (y con mayordomo de etiqueta y criada con cofia de las de antes) que se define como Duque Imperial, Príncipe Elector del Sacro Imperio Romano y cinco veces Grande de España (no tiene abuela el gachó). Un franquista convicto y confeso que vive en una especie de museo bizantino de Transilvania, rodeado de antiguallas, y que ha montado una secta, la Pía Unión. El segundo un extraño individuo que, como San Pablo, se cayó del caballo en la voluptuosa noche vizcaína y vio la luz, dicen que para hacerse cura. ¿Cómo pudieron entrar estos dos personajes, una especie de Pajares y Esteso del emprendimiento religioso, en un convento de clausura para tomar el control? Herejía, pelotazos urbanísticos, franquismo, sibaritas del dry martini... ¿Qué más puede pasar, que las dulces monjitas hagan una versión gregoriana de Zorra para subirla a Instagram? Unas siervas de Cristo algo rebeldes han montado el ídem en el posmoderno y decadente catolicismo, ya sea por iniciativa propia o porque son unas abducidas manipuladas. Todo esto huele mal, muy mal. Y no precisamente por las rancias sotanas.