Se acerca la jura de la Constitución de la princesa Leonor y la Familia Real no ha escatimado en nada. Baldaquinos encargados a la Real Fábrica de Tapices, oropeles, fanfarrias y estandartes, han transformado la imagen de la Cámara Baja para la ocasión. Hasta se ha colocado un escenario especial (montado por un cuerpo de carpinteros reales en tiempo récord), convirtiendo el hemiciclo en un gran teatro del Broadway madrileño. No en vano, es el día grande de la monarquía y hay que tirar la casa por la ventana.
Pero en medio de los fastos, cabe preguntarse si era necesario desmontar los 350 escaños del Congreso, que es tanto como desarmar la arquitectura de la soberanía nacional, de la democracia, para sustituirlos por 600 sillas aterciopeladas aptas para invitados de todo pelaje y condición. El truco no se sostiene. Si lo que pretendía Casa Real era tapar los huecos dejados por los diputados de los partidos nacionalistas que no van a acudir a la ceremonia (más los republicanos que tampoco asistirán por razones obvias), mala decisión. Y eso es exactamente lo que parece haber ocurrido: que el bipartidismo, en coordinación con Zarzuela, ha decidido tapar las calvas dejadas por los absentistas porque daban mala imagen nacional e internacional al histórico evento. Por eso han llamado a una claque improvisada, para hacer relleno, para hacer bulto, para crear la ficción de que el templo de la democracia está al punto del reventón. Metiendo figurantes en el Parlamento, la foto final para la historia tendrá mucho más empaque y relumbrón. No hay otra razón que explique la extraña maniobra.
El Congreso de los Diputados es lo que es: la foto fija de la sociedad española, la representación exacta y fidedigna de las tendencias políticas del país en un momento determinado. Guste más o guste menos, así es la España del siglo XXI y a esa lógica responde la distribución y el reparto de escaños. Y si por los pasillos de San Jerónimo pululan soberanistas, nacionalistas, indepes y rojos, qué se le va a hacer, es lo que hay. A Feijóo y Abascal les gustaría un Congreso uniforme y monocolor, o sea un montón de procuradores en Cortes engominados, tripudos y vestidos de frac aplaudiendo a rabiar al Jefe del Estado (en este caso a la heredera) y gritando Viva España. Pero por desgracia para ellos y por fortuna para nosotros esa España ya no es.
Solo en una monarquía absoluta propia de la Edad Media cabría entender este chanchullo, este cambiazo de personal de última hora, esta contratación de extras deprisa y corriendo para que hagan las veces de palmeros y aduladores y que así el evento quede más bonito y más típico. Invitar a todo aquel que quiera acudir a la jura de la Constitución de la princesa no convertirá la gala en más abierta al pueblo, ni más plural o moderna. Al contrario, rellenar el hemiciclo de dóciles vasallos o gente que pasaba por ahí desvirtuará el momento trascendental.
A Leonor, que ya es mayor de edad y consciente de la responsabilidad que ha recaído sobre sus espaldas, no se la puede proteger o meter en una burbuja de cristal rodeada de actores sonrientes que la van a aplaudir, adular y agasajar con un festival de sonrisas y dientes dientes. Si es cierto que ha de enfrentarse a este país singular, que es como un toro bravo a veces violento y desbocado, a veces noble y cabal, lo lógico hubiese sido exponerla a la situación política tal como es para que se fuera fogueando. Un monarca que no conoce a su pueblo está condenado al fracaso. Ya ha ocurrido otras veces en la historia de España que el rey o reina de turno han sido puestos en la frontera precisamente porque ni estaban en contacto con la realidad ni entendían la idiosincrasia, la forma de ser del español. Reemplazar a los legítimos representantes de la soberanía nacional por acartonados maniquíes de esmoquin y señoronas en traje de noche con lentejuelas sacadas de la ópera es una mala forma de empezar la andadura política de la futura jefa del Estado.
Hasta el rey Juan Carlos, que después de sus trapacerías ya no es santo de devoción de muchos españoles, tuvo más valor al enfrentarse a los batasunos vascos en aquella tumultuosa sesión de 1981 celebrada en la Casa de Juntas de Guernica, donde los radicales, puño en alto, lo abuchearon y sometieron al Eusko gudariak. Aquello, lejos de ser algo contraproducente para la monarquía, contribuyó al fortalecimiento de la imagen del rey, cuya popularidad subió varios puntos en las encuestas.
Leonor va a adquirir la mayoría de edad jurando y acatando la Constitución, pero no lo hará ante la legítima Cámara de representantes del pueblo español, sino ante un cóctel de invitados de confianza y amigos íntimos. No es una fiesta de cumpleaños lo que se va a celebrar mañana en el Congreso, sino un acto revestido de la máxima enjundia e importancia: el que debe sellar el pacto de la futura monarca con la democracia y el régimen parlamentario. Si no están todos los que tienen que estar, si se adultera la grada para que la niña tenga un día feliz para el recuerdo, se pierde la esencia misma del protocolario evento. La princesa tendría que haber comparecido ante los leones, ante todos los leones sin excepción. Sustituir al ruidoso e incómodo Rufián por un compañero de instituto, artista del régimen, jubilado borbónico del Ateneo, vieja gloria de la Transición o plumilla de la caverna no ha sido una buena idea. No se escucharán críticas ni muestras de protesta antimonárquicas. Pero los aplausos enlatados sonarán más falsos que una moneda de dos caras.