Argelia ha declarado la guerra comercial a España. Era la reacción lógica por el brusco cambio de posición de Moncloa respecto al contencioso territorial saharaui. Los argelinos amenazan con cerrarnos el grifo del gas y de paso con cancelar todo tipo de transacción mercantil, una medida que a los españoles podría costarnos, grosso modo, la friolera de 3.000 millones de euros en contratos en diversas áreas industriales. La prensa sanchista, siempre tan optimista y condescendiente con el Gobierno de coalición, se esfuerza estos días por convencernos de que tres mil millones no es para tanto, una pequeña fiesta, una menudencia de nada que comparada con nuestro inmenso PIB no deja de ser unas migajas. Sin embargo, pese a lo que puedan decir los palmeros de la prensa oficialista, el sartenazo argelino nos hará daño. Mucho daño.
De entrada, algunas compañías eléctricas ya tiemblan y preparan drásticas subidas en la factura de la luz. La injusticia cometida con los desahuciados saharauis repercutirá, más temprano que tarde, en el bolsillo de los españoles. Pero el conflicto va más allá de lo económico para adquirir proporciones de aguda crisis internacional. En las últimas horas la situación ha alcanzado un nivel de máxima tensión y el régimen de Argel ya amenaza con lanzar contra las costas españolas una flotilla de pateras con unos cuantos miles de espaldas mojadas a bordo para generar otra grave crisis demográfica similar a la que en mayo de 2021 organizó el rey de Marruecos en la frontera del Tarajal. Se mire como se mire, esta vez Pedro Sánchez la ha liado parda. Cada paso que desde hace un año ha dado el Gobierno español en el espinoso asunto del Sáhara Occidental ha sido errático y más nocivo que el anterior. Toda la gestión ha resultado nefasta y lo que es aún más preocupante: todo se ha explicado rematadamente mal a la opinión pública española. Si de lo que se trataba era de ofrecer asistencia médica por razones humanitarias al líder del Frente Polisario, Brahim Gali, mejor hubiese sido darle publicidad a la operación, no meterlo por la puerta de atrás de un hospital riojano con alevosía y nocturnidad. Tampoco hubiese estado de más telefonear al rey Mohamed VI para tratar de tranquilizarlo dándole garantías de que la operación Gali no suponía ningún cambio drástico de posición respecto al Sáhara ni un movimiento hostil contra los amigos marroquíes. El tacto y el respeto mutuo es la base de la buena diplomacia. Pero aquello se hizo como se hizo y a partir de ese instante la cosa fue de mal en peor.
Tras la avalancha humana en la frontera del Tarajal, una cruel represalia del sátrapa de Rabat, vino el escándalo del espionaje Pegasus, que a día de hoy mantiene no pocas incógnitas sin despejar. Los españoles siguen sin saber si el teléfono de Sánchez fue pinchado y hackeado por agentes secretos marroquíes, de la CIA o del CNI y mucho nos tememos que durante algún tiempo el caso seguirá rodeado del mayor de los misterios. Entretanto, Estados Unidos nos sentó a la fuerza en una mesa de negociación para que firmáramos el acuerdo Trump de autonomía para el Sáhara Occidental bajo soberanía marroquí, una traición en toda regla a un pueblo hermano respecto al que España sigue teniendo responsabilidades como potencia descolonizadora. De esta manera, desobedecimos las resoluciones de la ONU sobre la necesidad de organizar un referéndum de autodeterminación y dejamos abandonados a su suerte, cuando no en manos de la dictadura alauita, a 267.000 personas que viven en esa zona del desierto. Muchos de ellos aún conservan el DNI español si es que no lo han roto ya tras la jugarreta de Moncloa.
Si Sánchez se vio forzado a tragar con el plan yanqui (un regalo envuelto en papel de celofán de la Administración norteamericana a su tradicional aliado marroquí), el presidente debió comunicarlo a los españoles. Si hubo presiones de Washington y la OTAN para que España cerrara cuanto antes el asunto, dándole un escarmiento a Argelia por sus alianzas con Putin –se dice que Rusia planea abrir bases navales en ese país del norte de África, amenazando a Occidente y poniendo en grave riesgo la estabilidad regional– el presidente del Gobierno debió habérselo contado a los españoles. Y si a fin de cuentas lo único que ha habido aquí es la razón del pragmatismo, es decir, la necesidad del premier socialista de quitarse de encima un problema, la patata caliente saharaui, el presidente debió haber dado cuenta a los españoles.
De cualquiera de las maneras, el asunto merecía cuando menos que el inquilino de Moncloa pasara por el Parlamento y lo explicara todo con luz y taquígrafos, ya que se estaba librando un trance histórico para nuestro país. Lo lógico habría sido que los partidos hubiesen refrendado el acuerdo, o mejor aún, que el pueblo español hubiese sido llamado a las urnas para que votara en referéndum el futuro de lo que durante tanto tiempo fue una provincia más. Pero eso, consultar a la ciudadanía sobre cuestiones trascendentales, en este país es poco menos que ciencia ficción. Sánchez decidió tomar la decisión por su cuenta y riesgo, en plan caudillo, como Franco lo hubiese hecho en 1975, y a otra cosa mariposa. Él creía que portándose como un buen chico, haciendo lo que le decían los norteamericanos, los marroquíes, la UE y la OTAN se resolvería el problema. Pero un abuso tremendo se había cometido con nuestros hermanos saharauis y nada que se construya con la argamasa de la injusticia puede perdurar. Así ha sido. Al final la crisis ha terminado reventando por Argelia, un país con el que manteníamos importantes relaciones comerciales y que ahora nos pasa la factura, factura que inevitablemente tendrán que pagar los españoles en forma de tarifa eléctrica.
Poco a poco la bola de nieve se ha ido haciendo más gorda. Sánchez empieza a ser consciente del enorme fiasco cometido y ha dado órdenes a su ministro de Exteriores Albares para que cancele su viaje a la cumbre de las Américas y se vaya corriendo a Bruselas, sin perder ni un solo minuto, para pedir el amparo de la Unión Europea. De momento, la UE ha respondido tal como se esperaba a la petición española de auxilio y socorro, y aunque ha rechazado de plano el chantaje calificándolo de inadmisible --advirtiendo de que los socios del club comunitario reaccionarán con contundencia contra el régimen de Argel frente a “cualquier tipo de medida coercitiva” que adopte contra un Estado miembro como es España--, insta a españoles y argelinos a darle una salida negociada al conflicto. Por fortuna estamos en Europa y el desaguisado de Sánchez quedará en parte amortiguado por el mullido paraguas de Bruselas. Pero no podemos dejar de preguntarnos, jugando a la historia ficción, qué habría pasado si nuestro país no formara parte del selecto club europeo. Hoy estaríamos solos y metidos de lleno en una guerra de consecuencias imprevisibles entre marroquíes y argelinos. Por una vez la suerte se ha aliado con nosotros ganándole la partida a la siempre desastrosa diplomacia nacional.