Al Gobierno de coalición le asisten no pocas razones para conceder los indultos a los presos soberanistas catalanes. La primera de todas es que un Consejo de Ministros debe ser “valiente” a la hora de afrontar un “conflicto político” de gigantescas proporciones como es el que se ha desatado en Cataluña tras años de política de avestruz, desidia y por qué no decirlo, de arrogancia centralista hacia aquella comunidad autónoma por parte de los últimos gobiernos del PP. Abrir un cauce de diálogo, encontrar una solución consensuada, es obligación de todo político que pretenda afrontar con éxito la cuestión catalana y ese objetivo pasa necesariamente por el deshielo como paso previo a la reconciliación. La distensión es condición sine qua non en la firma de cualquier acuerdo y ese reencuentro solo puede materializarse con un indulto a los líderes independentistas encarcelados.
“El Gobierno va a cumplir con su compromiso de su acuerdo de investidura de intentar una solución dialogada para un conflicto en Cataluña que dura ya demasiado tiempo”, asegura la ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, en una entrevista concedida a Europa Press tras ser preguntada sobre los posibles indultos, aunque no aclara cuál será la decisión final de Pedro Sánchez al respecto.
Sin duda, es preciso respetar los procedimientos legales y no adelantar acontecimientos ante la más que probable tramitación de la medida de gracia, ya que las peticiones aún no han llegado a la mesa del Consejo de Ministros y quedan pendientes los informes judiciales y penitenciarios correspondientes.
Sánchez es consciente de que se mueve en terreno de arenas movedizas y que cualquier paso en falso será utilizado por las derechas para acusar al Gobierno de coalición de “traidor” a España y amigo de separatistas. Por tanto, se impone el respeto más escrupuloso y absoluto al procedimiento, a la legalidad y a los tempos de la Justicia.
El pasado año el Ejecutivo central estuvo volcado en la pandemia, una catástrofe de dimensiones colosales que requirió de todos los esfuerzos del Estado. Pero una vez encauzada la situación sanitaria y atendida la lógica prioridad de salvar tanto las vidas humanas como el tejido productivo lo que toca ahora es retomar los viejos problemas que quedaron aparcados en el mes de marzo de 2020, como el conflicto político en Cataluña, un asunto que el Gobierno pretende encarar abriendo un cauce de diálogo con las diversas fuerzas políticas para encontrar una solución consensuada.
Sin duda, las derechas preferirían que el problema catalán fuese aplazado una vez más, pero todo el mundo en España es consciente de que cada día que pasa ese tumor sin tratar se enquista un poco más. La política de la avestruz, la táctica de esconder la cabeza bajo el ala y mirar para otro lado, no es la manera de resolver los asuntos de Estado y el PP será tan responsable como el Gobierno si no asume su responsabilidad de oposición y permite que el conflicto siga encapsulado en el inmovilismo. Los catalanes −no solo los independentistas sino también los españolistas−, merecen retornar a un escenario de normalidad, estabilidad y tranquilidad. La crispación solo beneficia a los más radicales, los ultras de uno y otro signo partidarios del dogmatismo, el maximalismo y la polarización, dos ejércitos de la intransigencia que dicho sea de paso no dejan de ser una minoría. La catalana siempre fue una sociedad tolerante, sensata, dialogante, y ese "seny" no puede haber cambiado de la noche a la mañana por mucho procés que se haya puesto en marcha.
El diálogo siempre es el camino hacia la paz, la armonía y la capacidad de entendimiento entre los pueblos. El reconocimiento del diferente, la pluralidad de las ideas y sensibilidades que cohabitan en España, el espíritu de consenso, deben imponerse de nuevo. Y el que no quiera aportar, al menos que no estorbe, tal como ha asegurado con acierto la ministra Montero.
En este país no hay nadie en su sano juicio que no aspire a que el conjunto de la ciudadanía (la española y la catalana) pueda vivir en paz y respeto mutuo. Es más que evidente que los últimos tres años de confrontación han llevado al hastío, a la frustración y a la fatiga a buena parte de la sociedad catalana que está harta de vivir en un clima casi prebélico. Ha llegado la hora de pasar página, de que los políticos se sienten a negociar lo que no negociaron desde 2017. El Estado español tendrá que reconocer que existe un conflicto histórico, una realidad que no se puede negar u ocultar y que se traduce en la existencia de más de 2 millones de independentistas catalanes. Por desgracia, los últimos gobiernos del PP no han querido afrontar esa verdad tangible en las urnas. La sensibilidad ha brillado por su ausencia y se ha cerrado el paso a cualquier intento de acuerdo para avanzar en el reconocimiento de los derechos de Cataluña. En ese sentido, una petición de perdón por los palos de los antidisturbios a cientos de votantes el 1-O no estaría de más.
Pero si obtusa ha sido la posición de Madrid en estos años de convulsión, más todavía lo ha sido el contumaz y cerril empecinamiento de algunos líderes catalanes que han tratado de negar la otra realidad incontestable: que una mitad de Cataluña no desea, en este momento de la historia, independizarse de España. Esa ceguera política, ese delirio de que se podía alcanzar la República liquidando unilateralmente la Constitución, el Estatuto de Autonomía y las leyes y reglamentos no ha traído más que desastres a Cataluña. Las consecuencias de la gran farsa del 1-O (hasta los propios promotores del referéndum han reconocido que sabían de antemano que la República era misión imposible) han resultado nefastas para el país: una sociedad enfrentada en dos bandos irreconciliables, la resurrección del viejo odio fratricida, la parálisis de instituciones fundamentales como el Parlament, la ruinosa fuga de empresas y multinacionales y la destrucción de una de las economías regionales más prósperas de toda Europa.
Por tanto, ambos bloques deberán aparcar sus posiciones maximalistas cuando se inicie el diálogo en la mesa de negociación. Ambas partes tendrán que renunciar y hacer concesiones audaces y dolorosas. Solo así se logrará pasar página, restañar las heridas y avanzar en la necesaria reconciliación de la sufrida sociedad catalana.