El negro horizonte de la izquierda europea

23 de Febrero de 2024
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¿Por qué se hunde la izquierda, no solo en España sino en toda Europa? ¿Es el signo de los tiempos, una especie de inevitable proceso histórico marcado por la incipiente y arrolladora revolución ultraconservadora en todo el mundo? Son muchas las preguntas sin que dispongamos de certezas absolutas sobre las causas y los efectos. Vivimos una especie de pesadilla que no sabemos explicar muy bien.

Hay que tener en cuenta que cada país es un mundo e incluso cada región dentro de cada país. No tiene el mismo análisis el hundimiento del partido socialista francés que el italiano o el griego. No es lo mismo la ruina del PSdeG gallego, que acaba de sufrir un duro revés, que la crisis del partido socialista de Euskadi o de los socialistas andaluces o valencians. Lo único cierto es que el socialismo tradicional parece noqueado, víctima de una desconexión con la sociedad que ya no le compra el discurso político.

Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, y por ende del bloque soviético, los movimientos inspirados en el marxismo clásico entraron en crisis. Los diferentes partidos europeos tuvieron que reinventarse, muchos optaron por la refundación, por la “nueva izquierda” o “tercera vía” que en algunos lugares cuajó y en otros terminó en desastre estrepitoso y total. Después del eurocomunismo (que se centró en tratar de atraer a las clases medias, además del proletariado, asumiendo el parlamentarismo pluripartidista), llegó el socialismo light. Los partidarios de seguir observando el manual de Marx quedaron en franca minoría, acusando a la tercera vía de no ser más que una forma de “neoliberalismo posmodernista” nacida para traicionar a la izquierda con su intento de reinvención del capitalismo.

Estos renovadores de nueva hora se esforzaron por adaptar el nuevo socialismo al modelo liberal, pero tras el intento imposible de llegar al “capitalismo humano” (ese maravilloso oxímoron), indagando en aspectos como los derechos y libertades, las cuestiones sociales y el ecologismo, siguió imponiéndose la cruda realidad: la desigualdad de un sistema depravado e injusto. Entregarse a la economía de mercado y a la democracia liberal tuvo un coste elevadísimo: alejar a la clase trabajadora de los principios marxistas, de la lucha de clases, de la crítica a la plusvalía y la propiedad social, cimientos de la izquierda real, auténtica, original. Esa fórmula ya se aplicó en España con el felipismo, cuyos nefastos resultados todos conocemos. La socialdemocracia tuvo su momento, pero poco a poco fue considerada una forma “reciclada” de neoliberalismo y esa idea negativa fue calando en las clases trabajadoras y también en las clases medias. O quizá el fracaso era inevitable porque, a medida que las sociedades europeas fueron prosperando económicamente, el ciudadano se hizo cada vez más conservador y la izquierda fue perdiendo su razón de ser. Quién sabe.

La recesión de 2008 vio nacer los populismos de izquierdas, un último y desesperado intento por salvar al moribundo, una serie de movimientos políticos y sociales que, constatado el colapso de los partidos socialistas tradicionales, trató de recuperar posiciones ante la derecha. El discurso bipolar basado en conceptos fáciles de asumir por el electorado como arriba/abajo, pueblo/élites, democracia/casta pareció calar en un primer momento. En realidad, no había mucho más que pura rabia contra el sistema, contra las consecuencias de una crisis salvaje que pagaron los más débiles. El batiburrillo formado por clichés anticapitalistas y arengas en favor de la justicia social y contra la globalización imperialista yanqui, más una buena dosis de elementos de la izquierda woke norteamericana como el feminismo, el veganismo y el movimiento trans –todo ello bien estructurado con una potente maquinaria de propaganda servida a través de las redes sociales–, duró más bien poco.

Movimientos de indignados como Podemos en España, Syriza en Grecia o el Movimiento 5 Estrellas del comediante Beppe Grillo llegaron para asaltar los cielos, pero se quedaron en tierra y en flor, si no de un día, sí de temporada. Al final, cada uno de estos constructos artificiales y con escasa base filosófica, surgidos al amparo del malestar social contra la crisis y la corrupción del establishment, fueron cayendo como piezas de dominó. Como gigantes con pies de barro. Proyectos efímeros que vivían de lo que vivían, de la bilis, de la ira y del descontento popular. Nada que se construye sobre la venganza puede perdurar. Es cierto que aportaron algunas ideas novedosas y savia nueva en un momento especialmente delicado, con los partidos socialistas tradicionales en franca decadencia o pasokización. Pero ninguna de esas organizaciones estaba llamada a perdurar. Al final, tal como era de prever, el suflé fue perdiendo fuerza y volumen, unas veces por el desgaste del poder allá donde ostentaron responsabilidades de gobierno, otras por simple incapacidad para mantener la ilusión del principio, y la mayoría de las ocasiones porque “la gente”, como ellos decían, les pilló las contradicciones internas, las disonancias entre el discurso público y las actitudes personales (un presunto gurú de la izquierda no puede vivir en un casoplón, como un marqués, es metafísicamente imposible). Perdieron el apoyo de quienes les habían votado sencillamente porque el invento no funcionaba.

Desde la tercera vía al populismo emergente y desesperado, todo lo demás ha sido un fracaso tras otro. Y ahora lo que queda es un paisaje desolador, la incertidumbre ante el futuro y una extrema derecha que bebe en el mismo caladero de la indignación en el que antes bebió esa supuesta extrema izquierda que en realidad no tenía nada de extrema, ya que terminó convirtiéndose en la casta que venía a derrotar. Las elecciones del pasado fin de semana en Galicia son un muy mal presagio para la izquierda por mucho que un pequeño partidillo local, periférico y nacionalista como el BNG haya logrado sobrevivir en la charca como uno de esos organismos extremófilos aptos para adaptarse al entorno tras un cataclismo cósmico. Los partidos indepes defensores de lo suyo e incapaces de entender la solidaridad más allá de las fronteras de sus respectivos terruños aguantan el terremoto e incluso tienen cierto éxito evolutivo en sus reducidos ecosistemas. BNG, Bildu, Esquerra… Eso es lo poco que va quedando ya de aquel internacionalismo hoy derrotado, de aquella vieja hermandad mundial formada por la famélica legión: una supuesta izquierda egocéntrica, avarienta, conformista y pueblerina que ama más la bandera de la propia tribu que el utópico sueño de la revolución global. Pedro Sánchez tiene su parte de culpa en lo que está pasando, pero no toda. Son los signos de los tiempos, la contrarreforma ultraconservadora que avanza imparable. O como dijo aquel: es el mercado, amigo.

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