En las manifestaciones de PP y Vox ante la sede de Ferraz ya se reparten manuales para activistas antisistema sobre cómo enfrentarse a los antidisturbios. Que la extrema derecha trumpizada esté en esa guerra es hasta cierto punto lógico (llegaron a la política española para reventarlo todo y volver el Régimen franquista), pero que el Partido Popular haya caído en esos comportamientos antidemocráticos resulta triste y desolador. Sin embargo, es lo que hay. El PP se echó al monte cuando los atentados del 11M y desde entonces no se han bajado del cerro. Siguen sin reconocer la victoria de Zapatero tras los atentados de Atocha y desde aquel día negro para todos solo han funcionado con un único y exclusivo programa político: cualquier Gobierno del PSOE es ilegítimo y hay que derrocarlo como sea, con lawfare judicial y poniendo a trabajar al juez García Castellón, con la policía patriótica y cloaquera, en la calle con barricadas si es preciso.
La espiral ultra y sectaria ha ido in crescendo durante las dos últimas décadas y el colofón ha sido ese infame pacto de Génova con el fascismo posmoderno encarnado por Vox. Ahí decidieron escenificar oficialmente el abandono de la senda de la moderación, quitarse la careta, asumir sin complejos sus orígenes predemocráticos. De nada han servido los constantes avisos de la derecha liberal y civilizada europea ni los editoriales de la prensa internacional que alertaban de que los acuerdos con el posfacismo eran una mala noticia para los españoles. Hoy mismo, el Financial Times afea al PP que su “rimbombancia” patriotera en todo este asunto de la amnistía esté llevando al partido de Feijóo a un callejón sin salida. Todas esas señales no han servido para que el Partido Popular entendiera que el camino de la radicalización trumpista solo conducía a desenterrar el fantasma del guerracivilismo. Al contrario, lejos de recapacitar, en los últimos años han ido apareciendo en ese partido personajes más o menos friquis o esperpénticos que como Isabel Díaz Ayuso no tenían otra misión que calentar el ambiente político en España, mantener la estrategia de la tensión y la crispación permanente y propalar la idea de que es preciso derrocar a la izquierda como sea y por cualquier medio.
La imagen de la condesa Aguirre arengando a la muchachada ultra e instando a cortar el tráfico en la calle Ferraz no auguraba nada bueno. Tal como ocurrió en el 36, cuando los políticos cargaban las pistolas y el pueblo engañado disparaba, aparecía la extrema derecha carpetovetónica, taurina y cuartelera. Convenientemente removido el avispero, solo faltaba que alguien encendiera la mecha de la violencia. Y ese papel lo han cumplido, como siempre, los elementos más radicales del movimiento ultra, los CDR de la extrema derecha española, que ya dieron serias muestras de fanatismo incontrolado durante la pandemia y que ahora vuelven a las andadas siguiendo las consignas y mensajes que, desde arriba, les van enviando sus dirigentes políticos. Si Aznar lanza el infundio de que estamos asistiendo a un cambio de Régimen, con la quiebra total del Estado de derecho, y el mandamás Feijóo, ya entregado a tareas de agitador profesional, abre la temporada de caza contra el rojo diciendo cosas como que “no nos van a silenciar, no nos van a callar y no nos van a parar”, ¿qué otra cosa se puede esperar si no un estallido de furia, de rabia y violencia ante la sede del partido socialista?
La masa es como un monstruo que, cuando se le da de comer el alpiste de la violencia, ya no puede dejar de comer. Y así ha sido. Las hordas trumpizadas se han plantado ante la Casa del Pueblo gritando cosas que jamás pensamos que volveríamos a escuchar en este país. Eslóganes como “Sánchez hijo de puta y traidor”, “Socialista el que no bote”, “Hay que quemar la sede de Ferraz” y vivas a Franco, todo ello aderezado con batallas campales contra la policía, son suficientemente graves como para que intervenga la Fiscalía. Esto no es más que es una repetición del asalto al Capitolio a la española con un tío vestido de torero en lugar del sioux de los cuernos de bisonte.
No ha ocurrido más que lo planeado en el guion, lo que muchos han estado esperando que ocurriera durante todo este tiempo. Un intento de golpe a una democracia que ni les gusta ni entienden porque ellos son autoritarios, africanistas y fieles al caudillo salvapatrias. “España es mucho más que la Constitución”, reza el cartel de uno de los cayetanos participantes en las algaradas. Con eso está dicho todo.
Mientras la policía ultima el atestado sobre los ataques contra la sede de Ferraz, la pregunta fundamental sigue siendo: ¿qué va a hacer ahora el PP? ¿De qué lado está ese partido, de la democracia o de quienes quieren acabar con ella? La posición oficial de Génova no deja demasiado lugar para la esperanza. La cúpula directiva no condena la violencia, echa la culpa a Vox de los altercados y se recurre al y tú más, que en este caso consiste en recordarle al PSOE las manifestaciones multitudinarias contra la guerra de Irak, una comparación que no se sostiene, ya que en aquellas movilizaciones estuvo medio país y en estos tumultos posfranquistas hay, por fortuna, un puñado de nostálgicos cuya mayor inquietud política es tener el póster de Tejero colgado en la pared de la habitación. “Nosotros estamos por la indignación serena, contundente y ordenada”, predica Borja Sémper, que poco a poco va perdiendo el escaso crédito que le queda ya como voz moderada y racional del partido. Todavía no es demasiado tarde para que el PP retorne al lado bueno de la historia, condene la violencia y rompa de una vez con la maldición secular que siempre, inevitablemente y como un destino fatal, le lleva a aliarse con lo peor del tradicionalismo autoritario ibérico. Nos hace falta una derecha sensata, centrista y pacífica. Nos hace falta ya y con urgencia. O estamos todos perdidos.