Podemos busca nuevas estrategias políticas para evitar su extinción total. Reducido a la insignificancia en las Cortes Generales tras la ruptura con Sumar, desaparecido en asambleas regionales como la de Madrid, el partido de Pablo Iglesias ha optado por empezar otra vez desde cero. Y la dirigencia ha puesto la diana en las elecciones europeas que están a la vuelta da la esquina. Esa cita con las urnas de la UE supuso un punto de inflexión en el pasado, cuando el partido echaba a andar con la ilusión, la fuerza y el empuje de millones de votantes detrás. De modo que tratan de repetir la jugada. Sin embargo, hoy todo ese capital humano se ha evaporado, los votantes ya no se cuentan por millones, sino solo por miles, y la formación morada atraviesa una dura travesía en el desierto. La odisea está siendo larga y el invierno tan crudo como en uno de esos capítulos de la serie Juego de Tronos que tanto gustaba antaño al líder fundador.
Al fin y al cabo, romper con Pedro Sánchez y con Yolanda Díaz quizá no haya sido tan buena idea como en un principio les pareció a los actuales responsables de Podemos. Fuera del poder hace mucho frío. Buscando una coherencia y una pureza que ya no volverán, han terminado reducidos a la categoría de outsiders o comparsas. Ellos creen que todavía pueden desempeñar el rol de fuerza influyente, pero esa idea no deja de ser una quimera. Por si fuera poco, la estructura de partido se les ha venido abajo, se han tenido que cerrar sedes en todas las provincias (hay asociaciones culturales de barrio que tienen más presencia social que ellos) y las deserciones de altos cargos siguen siendo un goteo diario y constante. Decimos deserciones por decir algo, ya que en la mayoría de ocasiones se trata de purgas a degüello contra gente que no está de acuerdo con la línea política adoptada por la actual ejecutiva. Estalinismo del malo.
Así que el enfermo tiene mala cara (de morada a tirando a negruzca), tanto como la de Ciudadanos cuando empezó dando graves síntomas de descomposición intestina. Tanto como el Vox de las últimas semanas, que también va derecho al desguace, mayormente a causa de las reyertas internas de sus prebostes (las dentelladas de las pirañas son más dulces que los bocados que estos días se están atizando los duros posfranquistas del dúo Buxadé/Garriga y los presuntos liberales). Los partidos emergentes no cuajan en España. Cristalizan por la rabia y la indignación en un momento determinado, es cierto. Pero pasado el punto de la efervescencia, el suflé acaba pinchando como un globo de feria. Los nuevos partidos nacen, crecen y mueren todo en uno. No hay estabilidad, no hay proyecto a futuro. Ahora se está viendo que el invento del bipartidismo del 78 fue diseñado con mucha más inteligencia y pericia de lo que sus enemigos se han afanado por demostrar. La Transición fue una loca y apresurada carrera contra el reloj y contra el golpismo militar, pero la arquitectura que salió de allí resultó mucho más sólida y robusta de lo que aparenta en momentos de crisis y zozobra. El 15M de 2011 parecía que el sistema de turno de partidos se iba al garete sin remedio. No fue así. PP y PSOE quedaron seriamente tocados, pero resistieron. Más tarde, con el órdago independentista de 2017, el terremoto se antojaba definitivo. Muchos pensaron que era el final de la monarquía, del Estado, de España. Hoy el soberanismo catalán está provisionalmente derrotado y los dos grandes partidos negocian en Bruselas, con el comisario Reynders, el reparto de cargos del Poder Judicial. O sea, el mismo cambalache de toda la vida.
Si la Restauración de 1874 duró poco más de medio siglo, la juancarlista de 1978 va camino de ser bastante más larga. El modelo sagastacanovino sigue funcionando con mayor o menor éxito. A trancas y barrancas, gripando el motor y con graves deficiencias, pero ahí está. González versus Aznar; Zapatero versus Rajoy; Sánchez versus Feijóo. Diferentes perros con el mismo collar, distintos actores con el mismo papel de siempre, el mismo truco que se repite una y otra vez mientras otros agentes políticos, que tratan de abrirse paso a codazos entre los dos gigantes de cartón piedra, acaban sucumbiendo víctimas de las circunstancias históricas, de la improvisación, de sus propias contradicciones.
Hoy los “inscritos y las inscritas” (esa coletilla que se nos antoja tan antigua) han ratificado a la exministra de Igualdad Irene Montero como candidata a las elecciones europeas. Dicen que la operación tiene el objetivo de “relanzar al partido” en una cita en la que quieren medir fuerzas con Sumar. Mentira. Ellos saben bien que el proyecto está acabado y que no hacen otra cosa que alargar la agonía, dando rienda suelta a su resentimiento y ánimo de venganza. Están noqueados, desconcertados, no entienden cómo puede ser que el partido de la izquierda real que ha conseguido subir el salario mínimo interprofesional en este país e incluir el consentimiento de la mujer en los delitos sexuales haya terminado en el vertedero de la democracia. Han pagado cara su arrogancia.
Llegaron para asaltar los cielos y han acabado en el entresuelo de la historia. Entre la fuerza del bipartidismo, las cloacas del Estado, el lawfare que se ensañó con ellos, la maquinaria de propaganda de la caverna mediática y sus propias rencillas personales (durante años se han navajeado a conciencia como vulgares choros pandilleros), el partido ha quedado reducido a escombros. Y levantarlo va a ser imposible. Si el mesías de la coleta regresara de los limbos de Youtube para ponerse al frente de las huestes desmoralizadas, aún cabría una mínima esperanza para los más optimistas. Pero nos parece que ni aún así. Esto ya no lo levanta ni un Pablo Iglesias renacido y vestido de Superman. Nadie cree en Podemos. Nadie confía en el milagro, salvo los que aún tienen un carguete y un chupito del Estado de cuatro duros que echarse al bolsillo. Nadie espera que haya remontada. Irene Montero no va a ser revulsivo de nada. Porque el sueño de una izquierda española fuerte y decisiva tuvo su momento y ya no volverá, al menos durante mucho tiempo. Estamos en otro momento trágico muy diferente al de 2011, cuando germinó la enésima revolución efímera. Es la hora de la extrema derecha en toda Europa, que hoy capitaliza las protestas de los agricultores. Ultras que han aprovechado el fracaso, la mediocridad, el cainismo y la ineptitud de los que venían a salvar a la famélica legión para hacer realidad el “quítate tú, que me pongo yo”.