El 20 de octubre de 2011, ETA anunciaba el “cese definitivo de su actividad armada”, consumando su derrota. Más de cuarenta años de violencia, sangre y terror quedaban atrás y se abría un nuevo tiempo para la sociedad vasca. Las heridas seguían abiertas y tardarían en cerrar, pero hoy, casi trece años después de aquella fecha histórica, ETA es un mal recuerdo del pasado. La izquierda abertzale de Bildu –el heredero político de aquellos que daban cobertura a los asesinos bajo el paraguas de Batasuna– participa del juego democrático obteniendo magníficos resultados, tal como se ha demostrado en las recientes elecciones autonómicas. La convivencia en paz es un hecho y los ciudadanos de Euskadi votan con libertad y sin miedo. Sin duda, el País Vasco está mejor que en ningún momento de su historia, y no solo en lo político, sino también en lo económico, certificando una de las rentas per cápita más altas de Europa. Hasta el Athletic Club, el histórico equipo de fútbol, vuelve a ganar títulos cuarenta años después, sacando a pasear la famosa gabarra por las rías de Bilbao, antaño grises y contaminadas y hoy regeneradas y esplendorosas junto al magnífico Museo Guggenheim, emblema de un País Vasco que ha dejado atrás el aislamiento de las montañas y el caserío para abrirse al mundo.
La Euskadi de nuestros días no tiene nada que ver con aquella otra Euskadi de sangre y fuego en la que un 60 por ciento de sus ciudadanos, según las encuestas, presumían de que nunca habían asistido a una manifestación contra el terrorismo. En los parques donde antes sonaban las pistolas, hoy se escuchan las risas de los niños que juegan a la pelota. En los bares donde reinaba el miedo, se brinda con normalidad. Todo eso ha sido posible, por qué no decirlo, gracias a la audacia de un Gobierno, el del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, que en un momento dado decidió dar el paso crucial e iniciar conversaciones de paz con la cúpula de la banda terrorista, un diálogo en el que los negociadores y mediadores de ambas partes, el tenaz Jesús Eguiguren por encargo del Estado español, y Arnaldo Otegi por Batasuna, jugaron un papel esencial. Aquel proceso fue doloroso y traumático ya que, tras 864 personas asesinadas (entre ellas 22 niños), miles de heridos y mutilados y la vergüenza del terrorismo de Estado y la guerra sucia de los GAL (los tristemente célebres Grupos Antiterroristas de Liberación organizados por el Gobierno de Felipe González para contestar a la fuerza de las armas con las armas), parecía imposible superar tanta muerte y tanto odio.
Muchos creen que ETA ya había sido derrotada antes de aquel histórico proceso negociador gracias al éxito policial a la hora de desmantelar comandos; a la colaboración de Francia, que dejó de ser el gran santuario etarra; al Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo con la posterior Ley de Partidos de junio de 2002 –que dejó al conglomerado Batasuna aislado y fuera del juego político–; y a la evolución de la propia sociedad vasca, que terminó asqueada de tanta sangre. También gracias a la Corte Europea de Derechos Humanos de Estrasburgo, que ratificó la disolución de Batasuna, un hecho que Otegi calificó de “catástrofe”. En definitiva, fueron la propia ciudadanía y el Estado de derecho quienes lograron el hito, que nunca debe ser atribuido, como tratan de hacer algunos, a una evolución ideológica de ETA hacia la democracia que nunca existió. Una organización totalitaria, que es lo que era la banda etarra, nunca da su brazo a torcer. O vence o se la derrota.
Todo lo anterior contribuyó al ansiado final de la violencia, pero, sin duda, la audaz negociación del Gobierno socialista de aquellos años fue un factor crucial para acabar con décadas de terror. A fin de cuentas, tal como dijo Alfredo Pérez Rubalcaba, “ETA había perdido la batalla de la razón y la batalla de la opinión”. Más tarde, el presidente Zapatero, al dar a conocer la noticia más esperada en décadas para los españoles, sentenció que “la memoria de las víctimas acompañará siempre a las futuras generaciones españolas”.
Desde 1959, cuando ETA fue fundada por varios miembros de Ekin –organización radical escindida del Partido Nacionalista Vasco dispuesta a hacer frente al régimen franquista–, el zarpazo etarra aterrorizó a varias generaciones. Los que vivieron aquello jamás podrán olvidar lo que suponía levantarse por la mañana, conectar la radio o la televisión y escuchar las noticias sobre el último crimen de la banda. Raro era el día que no se producía un atentado vil y criminal. Excepcional era el día que no era asesinado un policía, un guardia civil, un político (ya fuese del PSOE o del PP), un miembro del Ejército, un simple trabajador sin militancia alguna o una víctima inocente que pasaba por allí cuando estallaba un coche bomba. Solo en los conocidos como “años del plomo” –la época más sangrienta, entre 1978 y 1980–, la banda asesinó a 244 personas. Un muerto cada 96 horas. La situación fue tan crítica y dramática que estuvo a punto de dar al traste con la democracia en España. El malestar en el Ejército y las fuerzas de seguridad removieron el ruido de sables en los cuarteles, hasta tal punto que el golpe militar de 1981 tuvo una causa principal en ETA, que logró instalar la sensación de que este país vivía en un estado de guerra permanente. Hubo momentos en que el terrorismo figuró como el principal problema para los españoles en todas las encuestas sociológicas. No en vano, aunque el grupo armado nació en plena dictadura para conseguir un “Estado socialista, independiente y euskaldún”, el 95 por ciento de los asesinados lo fueron tras la muerte de Franco.
Todo aquello, el recuerdo de la matanza de Hipercor, el brutal ataque contra la casa cuartel de Zaragoza, el secuestro y asesinato en directo del concejal del PP Miguel Ángel Blanco, entre otras muchas barbaridades y salvajadas, ya forma parte del pasado. Sin embargo, por momentos, y escuchando a algunos de nuestros actuales dirigentes políticos, da la sensación de que ETA sigue más viva que nunca. Alguien en la derecha más radical se ha empeñado en retornar a aquellos viejos tiempos, tristes y amargos, en la falsa creencia de que contra ETA vivíamos mejor. Es así como el Partido Popular y Vox se empeñan en devolver a la vida, una y otra vez, el espantajo etarra, confiando en que esa maniobra populista, revestida de cierta pátina patriotera, les reportará votos en las urnas. El partido de Feijóo ha diseñado una estrategia electoralista maquiavélica consistente en desgastar a Pedro Sánchez por sus acuerdos de legislatura con Bildu, un partido legal con representación parlamentaria que, hoy por hoy, no lo olvidemos, forma parte del juego democrático.
La manipulación del PP
El burdo truco de la derecha española pasa por hacer creer a la opinión pública que pactar leyes de calado social con la izquierda abertzale (reforma del mercado laboral, empleo, protección contra la crisis energética, vivienda, sanidad y educación, entre otras) convierte al presidente del Gobierno en un amigo de separatistas vascos y catalanes, en un bilduetarra sin escrúpulos capaz de traicionar la memoria de los muertos (incluso de sus compañeros asesinados del PSOE), con tal de lograr los apoyos necesarios y mantenerse en el poder. En el fondo, ese juego macabro, ese escenario ficticio casi distópico, supone un irresponsable ejercicio de la política, cuando no un desprecio a la memoria de las víctimas y sus familiares. La táctica (más bien rastrera) demuestra, además de una total falta de escrúpulos, una deslealtad manifiesta y cierto sentimiento de culpabilidad y envidia malsana por no haber sabido (o querido) contribuir en su momento al histórico final de la violencia. En efecto, en numerosas ocasiones el Gobierno Zapatero solicitó la colaboración del PP en el proceso negociador con ETA, como una cuestión de Estado al margen de luchas partidistas, y solo obtuvo el rechazo de los populares. Esa mancha, una más, quedará en el siempre degradado expediente de Génova 13.
El intento de explotación del terrorismo con fines políticos ha provocado la reacción de algunas asociaciones de defensa de las víctimas. Una de las voces más valientes ha sido la de Consuelo Ordóñez (presidenta de Covite y hermana de Gregorio Ordóñez, teniente alcalde de San Sebastián, del Partido Popular, asesinado por ETA), quien ha calificado a Feijóo de hombre “decepcionante”, ya que patrimonializar a las víctimas del terrorismo con cálculos electoralistas es “indecente”.
El cinismo de Bildu
En ese ambiente enrarecido (la España de la crispación generada por un PP echado al monte del sectarismo de la mano de la extrema derecha de Vox) se llegó a las elecciones en Euskadi del pasado 21A. Y la sociedad vasca habló por fin. El PNV, el gran tótem nacionalista conservador que ha ostentado el poder durante décadas y de forma omnímoda, salvaba los muebles (y el Gobierno autonómico) al lograr 27 escaños. De esta manera, el partido peneuvista pagaba el desgaste de largos años instalado en Ajuria Enea, sin alternancia, y veía cómo Bildu ascendía como fuerza emergente hasta empatarle en número de diputados, situándose al borde de un sorpasso que hubiese sido histórico. El bipartidismo nacionalista, gran pesadilla de la derecha española, se había consumado, quedando lejos del poder el Partido Socialista de Euskadi (PSE) y el propio PP (12 y 7 escaños, respectivamente).
Con todo, el PNV podrá conservar el Gobierno cuatro años más, ya que el PSE entrará con toda probabilidad en la coalición que le propondrá Imanol Pradales, candidato a lendakari y sucesor de Íñigo Urkullu. Aunque han pasado años desde el final de la violencia y la izquierda radical ha dado pasos importantes a la hora de pedir perdón a las víctimas en su objetivo de homologarse democráticamente, un pacto entre socialistas vascos y EH Bildu se antoja, a día de hoy, ciencia ficción. Más todavía cuando algunos dirigentes abertzales como Pello Otxandiano siguen secuestrados por el pasado, ya que se niegan a condenar a ETA y a definirla como lo que realmente fue, una sangrienta banda terrorista que llevó un dolor y un sufrimiento inmensos a todo el país. En una entrevista con Aimar Bretos en Hora 25 de la Cadena Ser, Otxandiano, aspirante a la Lehendakaritza (Presidencia) por la coalición heredera de Batasuna, despachó la definición de ETA con un intolerable y chirriante “fue un grupo armado que puede tener diversas consideraciones”. Y añadió en una sentencia que le acompañará siempre: “Hay diferentes puntos de vista de lo que han supuesto los GAL o la violencia del Estado”. Una vez más, aparecía aquella macabra neolengua que, en el pasado, empleaba Batasuna cada vez que se producía un atentado terrorista. Aquel maldito enroque retórico, desalmado y cruel, mientras las demás fuerzas democráticas exigían una condena expresa de la violencia que jamás llegó.
La insoportable equidistancia del candidato de EH Bildu vino a demostrar que la izquierda abertzale, pese a sus avances, no se ha rehabilitado de la adicción, de la enfermedad, del mal. De alguna manera, siguen llevando el huevo de la serpiente dentro de sus entrañas, siguen sin completar el camino, y no logran desengancharse de un pasado que la historia ya ha puesto en su lugar, sentenciando quiénes eran las víctimas y quiénes los verdugos. Lo realmente preocupante de todo esto es ese discurso de la izquierda radical vasca que sigue viendo a los terroristas como gudaris, combatientes y héroes portadores de una justa y épica lucha armada. Sin bien es verdad que, horas después de su dislate, Otxandiano pidió perdón a las víctimas (eso sí, manteniéndose en sus trece al no condenar explícitamente la violencia), pudimos comprobar con tristeza y estupor lo lejos que se encuentra todavía la culminación del proceso de paz. El infame circunloquio, perífrasis o rodeo calculado de Bildu fue tomado como una humillación por las víctimas, y se acabó convirtiendo en la bomba de la campaña electoral, una bomba no ya como las que solía colocar ETA cada vez que se acercaban unos comicios (la banda siempre entraba en campaña a tiro limpio), pero que acabaría alterando el resultado final del 21A. En efecto, de no haber cometido semejante torpeza política Pello Otxandiano, quizá Bildu se habría disparado aún más en número de escaños, sorpasando al PNV. En qué medida influyó en los comicios el error monumental del dirigente independentista es algo que nunca sabremos, pero, llegados a este punto, la pregunta ya no es esa, sino: ¿qué ha ocurrido en la sociedad vasca para que una organización ligada al terrorismo durante tanto tiempo haya cosechado un triunfo tan rotundo e irrebatible? ¿Qué ha pasado en Euskadi desde 2011 para que un partido no hace tanto ilegal y clandestino sea visto ahora como una alternativa plausible para la transformación de la sociedad vasca? El cambio de paradigma ha sido vertiginoso y tiene en la memoria histórica una de sus causas principales.