El PP amenaza con seguir dando la matraca en las elecciones gallegas con el asunto de la amnistía. Aquella bendita comunidad autónoma tiene no pocos problemas planteados, como el vertido de microplásticos o pellets que amenaza con arruinar el sector pesquero y turístico, la maltrecha sanidad pública camino de la privatización o la deforestación que agranda cada vez más el solar de la España vaciada. Y, sin embargo, en Génova ya se ha trazado la estrategia de campaña para las próximas semanas: amnistía, amnistía y nada más que amnistía.
En los próximos días el Partido Popular va a empezar a abrumar a los pobres gallegos con un aluvión de rabia, furia y odio a cuenta de los pactos de Pedro Sánchez con Carles Puigdemont. ¿Cuánto le importa al mariscador de las Rias Baixas que el Gobierno de coalición haya cedido las competencias de inmigración a la Generalitat? Más bien poco. ¿Cuánto sueño le hace perder al vaquero preocupado por la decadencia de la industria láctea local que Puigdemont haya conseguido frenar la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil para blindar la amnistía? Ninguno. Los gallegos, como el resto de españoles, anda sobreviviendo como puede y está acongojado por la inflación, por el litro de carburante, por el precio de la luz y los alquileres. De todo eso tendrían que debatir los diferentes partidos que concurren a las urnas en esta campaña electoral que se prevé belicosa y cruenta como pocas. De todo eso se tendría que hablar, planteándose soluciones y alternativas concretas. Pero no. El populismo ha terminado con la democracia.
El gran problema es que el PP hace tiempo que concurre a las elecciones (ya sean nacionales, autonómicas o municipales) a pelo, a lo que salga, en plan jam session, o sea improvisando según lo que digan los titulares a cinco columnas de Pedro Jota, Federico, Eduardo, Ana Rosa y Carlos. Ser político del Partido Popular es un auténtico chollo. Basta con abrir los periódicos de la mañana, con pegar la oreja al transistor, con echarle un ojo a la televisión (entre el café y el cruasán) y con pegarle una leída al primer párrafo de las informaciones de los digitales afines para solventar sin problemas el primer canutazo con los periodistas. El discurso es siempre el mismo y se va repitiendo, machaconamente, como el de un papagayo. No hay programa de ningún tipo, no hay propuestas, no hay política real para los ciudadanos, a los que no les queda otra que asistir atónitos al espectáculo del humo engañoso de la democracia. Todo es retórica hueca y vacía, eslóganes manidos y burdo mamporrazo al adversario de turno.
En la izquierda todavía se reserva algo de tiempo, entre polémica y batalla estéril, para tocar los asuntos importantes que afectan a las cosas del comer. La derecha, sin embargo, hace ya tiempo que abandonó la senda de la política seria para entregarse con descaro a aquello que los filósofos del posmodernismo como Baudrillard llamaban la “sociedad del simulacro”. En el PP son todos unos posmodernos que fabrican visiones ficticias capaces de suplantar la realidad, diluyendo lo material, el referente, el sujeto y el objeto. Es lo que hace Isabel Díaz Ayuso todo el rato: construir relatos míticos full time, como una prodigiosa máquina de propaganda barata, para que no se hable de ese señor que se murió en los pasillos de un hospital porque no había médicos para atenderle. El PP de Madrid, modelo perfecto de política como simulacro en el que se inspiran ya todos los gobiernos regionales conservadores, desde Valencia hasta Andalucía, pasando por la Castilla dormida en el medievo de Mañueco, ha convertido España, ideológicamente, en una especie de alegre Disneylandia cuyos habitantes viven obsesionados con la fantasía y dan la espalda a la verdad, a la autenticidad y a la realidad.
Este fin de semana, la lideresa castiza se ha ido a Galicia para mostrar su apoyo a Alfonso Rueda y seguir intoxicando con su mundo al revés y distópico donde Sánchez es un dictador totalitario y la libertad un valor de la derecha más reaccionaria. “Vamos a arrasar en las urnas (…) Estas elecciones no van solo de Galicia, van de España”, le ha dicho la presidenta al votante gallego, confirmando que el PP ha apostado por nacionalizar las elecciones, es decir, por afrontarlas en clave nacional y como un nuevo plebiscito contra Sánchez. Feijóo ha asumido que ya no es ni el gallito del corral ni aquel tótem del triunfador que ganaba elecciones como churros. De hecho, salió como un loser inesperado de las generales del 23J. Llevar a Ayuso a Galicia, sacar al androide del laboratorio de las FAES y transportarlo hasta Coruña –para que haga las veces de revulsivo contra la nefasta gestión de la Xunta en la crisis de los pellets–, solo tiene una lectura: Lady Libertad sigue comiéndole el terreno al jefe.
Ahora bien, cabe preguntarse si la decisión de madrileñizar Galicia, ayusizándola, es la mejor apuesta que puede hacer Génova 13 de caraa la trascendental cita con las urnas. El PSOE empieza a recuperarse en las encuestas tras el impacto de la amnistía y los pactos con Junts y el BNG sigue en franco proceso de expansión. El nacionalismo gallego se está haciendo fuerte en aquellos sectores de la sociedad que, hartos ya de décadas de “fraguismo” posfranquista, ultraliberal y depredador, y decepcionados con la izquierda convencional, empieza a explorar nuevos caminos y opciones. Galicia tiende lentamente al regionalismo radical, como ya ocurrió en el pasado con Cataluña y el País Vasco. Y ese proceso quizá tenga algo que ver con que el BNG esté poniendo el foco en los problemas reales de la gente mientras la derecha española sigue con el simulacro y hablando de cosas que ya solo interesan en Madrid. Una vez más se vuelve a confirmar aquello de que el PP es una fábrica de indepes. Que se lo hagan mirar.