La Iglesia católica inventó la publicidad. Los frescos, retablos y esculturas que los papas encargaban a los grandes artistas de la historia como Miguel Ángel o Rafael no dejaban de ser los spots del momento para aleccionar a la grey y vender mucha ideología. Llevan dos mil años haciendo mercadotecnia religiosa, lo cual tiene su mérito.
Ayer supimos que, coincidiendo con San Valentín, la Conferencia Episcopal ha lanzado una especie de campaña publicitaria para reforzar el vínculo conyugal indisoluble y sagrado –Forever Dates, lo han bautizado los obispos–, una especie de reality de producción eclesiástica que imita el formato de First Dates, el conocido programa sobre citas a ciegas que está reventando las audiencias televisivas. Medio país está enganchado al original espacio de telerrealidad pensado para enrollar parejas de lo más variopinto en el bar de un inmenso Carlos Sobera convertido en elegante y simpático alcahuete. Los obispos han visto el filón, de modo que han copiado el formato sin ningún pudor y hasta han recurrido al mismo corazón rojo y palpitante que aparece en la pantalla cuando los enamorados cuentan sus vivencias y aspiraciones sobre la persona que andan buscando. Lo que es bueno para el negocio siempre ha de imitarse y la Iglesia no podía ser una excepción.
Sin duda, el éxito de First Dates reside en que ha sabido convertirse en espejo sociológico de la España de hoy, un impagable documento gráfico sobre el amor en los tiempos convulsos de la posmodernidad. Por ese restaurante, cada noche, pasa de todo, lo mejor y lo peor de cada casa, cada cual de su padre y de su madre, cada cual un tipo humano (los participantes más ágrafos y horteras suelen decir “prototipo” en lugar de tipo, que es como se ha dicho toda la vida). Jóvenes que sueñan con encontrar a su príncipe o princesa de cuento de hadas, adultos heterosexuales que buscan a su media naranja, homosexuales sin complejos o recién salidos del armario, divorciados descreídos de todo, binarios, trinarios, cuaternarios, trans, poliamorosos, aficionados a las relaciones abiertas y a los clubes de intercambio y hasta octogenarios más o menos marchosos que aún, a esas edades (mira que tienen años y no aprenden), siguen creyendo en el amor perfecto e ideal. Todo ello aderezado por las bromas del barman Matías, el buen hacer de las camareras (Lidia y las gemelas Zapata) y la sugerente voz en off que interpela a los candidatos a la hora de preguntarles si tendrían una segunda cita con su esa pareja.
Hasta el cultureta más recalcitrante de este país se ha hecho adicto al programa. Muchos lo niegan, pero lo ven en la intimidad, como hacía Aznar cuando hablaba el catalán. Sin duda, el chismorreo se ha convertido en el gran asunto de nuestro tiempo. Todos llevamos un cotilla dentro, un cotilla y un voyeur, y ahí radica el enganche, la explosión de adrenalina del espectador, que termina embobado y con el mono de la peor de las drogas. Ponga usted una cámara ante una pareja que larga sus intimidades más inconfesables en prime time, dando sus primeros pasos en una relación, y tendrá un pelotazo televisivo asegurado. De eso son conscientes los realizadores, que han sabido atraparnos con una fórmula tan sencilla como eficaz. Nos gusta Firts Dates no solo porque es una ventana para saber cómo está el patio, cómo se lo monta el personal de hoy en el flirt y en el ligue de toda la vida, que es donde el hombre y la mujer se la juegan de verdad más allá de Tinder, ese mundo virtual en el que todos mienten sobre su currículum y trucan las fotos. Las redes sociales están bien para un primer contacto, pero al final el amor es un combate donde hay que arriesgarse, dar la cara y echar el resto en el cuerpo a cuerpo.
First Dates posee numerosos logros como programa de televisión. No solo es un manual de psicología práctica sobre lo que se debe hacer y no hacer en ese momento mágico y trascendental donde se trata de fascinar al otro (totalmente prohibido preguntarle a tu cita, a degüello, eso de “¿a ti cómo te gusta hacer el amor”?); no solo es un formidable experimento sociológico sobre el arte de la seducción y los prolegómenos del apareamiento humano (ya lo hizo Félix Rodríguez de la Fuente con animalitos y triunfó); sino que, y ahí está la clave de todo, sentados frente al televisor aprendemos cosas sobre nosotros mismos, entre ellas a reconocernos y a recordarnos, con nuestros errores y aciertos, cuando estuvimos en ese trance crítico de gustar a alguien.
La Iglesia católica no ha fabricado más que una vulgar imitación del programa que lo peta en la actualidad. Lógicamente, el reality episcopal no tiene ninguna frescura, todo está manipulado, controlado, guionizado y teledirigido con la intención de lavar cerebros para una doctrina determinada, de ahí el esperpento o truño. Sonroja escuchar a esos matrimonios casados por la Iglesia y supuestamente felices diciendo horteradas como “si tienes un hijo une más” o “si no te hubiera conocido a ti estaría donde Dios me hubiese puesto”. Solo les ha faltado soltar un alegato contra el aborto. No vemos nosotros al obispo Munilla con traje y corbata haciendo de Sobera con las nuevas parejas en ciernes. Uno se declara fan incondicional del Firts Dates, el original, el bueno, el auténtico. El otro, el sucedáneo infumable ultracatólico, que se lo trague la Conferencia Episcopal. En sesión doble.