La banalización del terrorismo del juez García-Castellón

19 de Enero de 2024
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Prosigue la polvareda política y mediática por el polémico auto del juez García-Castellón, que pide procesar a Carles Puigdemont por delitos de terrorismo. Según el magistrado, en los últimos días han aparecido nuevos datos suficientes como para consolidar la acusación contra el líder de Junts, a quien ve como un peligroso abertzale con txapela, máscara negra y la Nueve Parabellum en la mano. En realidad, las pruebas de las que habla García-Castellón son más bien endebles, poco menos que puro humo. Para el instructor, montar un escenario frente a la Universidad de Barcelona durante la jornada de reflexión de las elecciones generales de 2019 –tal como hizo Tsunami Democràtic, la plataforma de protesta independentista creada al efecto– fue un acto capaz de “subvertir el orden constitucional” y de “alterar gravemente la paz pública”.

La Fiscalía ya le ha dicho a su señoría que no ve el delito de terrorismo por ningún lado, ya que organizar un mitin indepe “con una furgoneta y un generador chungos”, y con “nula repercusión”, no merece el “más mínimo” reproche penal. Pero García-Castellón insiste erre que erre en ver terroristas en todas partes, como si Madrid fuese el Bilbao de las subversivas herriko tabernas de 1981. El montaje del famoso escenario de Tsunami podría considerarse, en todo caso y forzando mucho la máquina, una infracción administrativa recogida en la ley electoral. Y ni siquiera eso, ya que la ultraderecha está promoviendo saraos políticos de ese tipo cada día y nadie los procesa por pertenencia a banda armada.

Es evidente que al juez García-Castellón se le está yendo la mano en su obsesión por meter a Puigdemont en una celda incomunicada y de máxima seguridad de Alcalá Meco. Si el tablao de Tsunami fue un acto de sabotaje violento capaz de acabar con el orden constitucional, ¿cómo habría que calificar el cruento apaleamiento de un muñeco de Pedro Sánchez, a manos de una multitud nazi, frente a la sede de Ferraz? Una vez más, nos encontramos ante el habitual doble rasero de los jueces conservadores: cuando el activismo callejero lo practica la izquierda podemita, eso es terrorismo preocupante y gravísimo contra el que hay que luchar con todas las armas del Estado de derecho; cuando lo ejerce la derecha franquista, es libertad de expresión. No se sostiene. Y para muestra un botón: se dieron mucha prisa en arrebatarle el escaño al diputado morado Alberto Rodríguez por una supuesta patada a un policía no suficientemente aclarada y ahí lo han tenido al hombre, en el dique seco, marginado, apartado, hasta que ha llegado el Constitucional para restituirle sus derechos.  

Pero más allá de que las pruebas contra Tsunami Democràtic estén cogidas con pinzas, o con palicos y cañas, como dicen los murcianos, conviene denunciar la banalización que García-Castellón está haciendo de un asunto tan dramático como es el terrorismo. En este país sabemos muy bien lo que fue esa penosa lacra. Cuarenta años de bombas lapa, tiros en la nuca, secuestros, extorsiones y régimen de terror fue un aprendizaje suficiente como para que los españoles hayan sido capaces de distinguir, a primera vista, entre terroristas organizados y entrenados para matar y un piquete de huelguistas cabreados, un grupo de ciudadanos tomando parte en una manifestación social o un mitin político independentista para multitudes más o menos enardecidas. ¿Qué pensarán los familiares de los asesinados por ETA cuando lean el auto de García-Castellón que más bien parece una novela negra o thriller policíaco? Sin duda, que es un sarcasmo intolerable. Como también resulta bastante surrealista considerar un acto de terrorismo cortar una carretera, tomar un edificio público o bloquear el aeropuerto del Prat. Por esa misma regla de tres, las cárceles tendrían que estar repletas de sindicalistas aficionados a quemar neumáticos en medio de la autopista, de funcionarios encerrados en oficinas públicas para exigir mejoras laborales y de controladores aéreos en lucha laboral. Una cosa son los desórdenes públicos y otra ETA, el IRA o la Baader-Meinhof.

Es evidente que a García-Castellón le han entrado las prisas por cerrar este caso cuanto antes. El expediente Tsunami ha estado durmiendo el sueño de los justos, en un cajón de la Audiencia Nacional, durante años. Pero (oh casualidad) es precisamente ahora, justo en medio de las convulsas negociaciones entre PSOE y Junts por la amnistía y el traspaso de competencias a Cataluña, cuando el sumario emerge con más fuerza que nunca para boicotear esos contactos. Al ciudadano de buena fe que quiere seguir creyendo en la imparcialidad de la Justicia española se lo ponen muy difícil para que no termine sospechando que aquí hay manipulación política, contubernio, o sea lawfare judicial.

A estas alturas, todos en el turbulento mundo de las togas saben que el de Instrucción 6 de la Audiencia Nacional es el búnker del Partido Popular. Su juzgado de guardia 24 horas y full time. García-Castellón fue el enlace de confianza, el enviado especial en París y Roma de los Gobiernos de Aznar y Rajoy, y cuando regresó a España lo hizo para sustituir a Eloy Velasco, que estaba demostrando demasiado celo profesional a la hora de investigar la avalancha de casos de corrupción con epicentro en Génova 13. Todo un regalo para Ignacio González, que no dormía tratando de apartar a Velasco. Desde entonces, asuntos como Lezo, Púnica y Villarejo han sido investigados al tran tran y en ocasiones sin hurgar demasiado para no llegar al fondo de la verdad. Esta parsimonia –que le ha valido el título de juez conservador poco incisivo con la derecha– fue denunciada por la Fiscalía Anticorrupción, que llegó a decir algo tan grave como que García-Castellón ha trazado una “línea roja” para proteger a la cúpula popular. La prueba del algodón es que Rajoy y Cospedal se fueron de rositas de la Kitchen (el mayor escándalo de espionaje político de la democracia) pese a que tenían no pocas explicaciones que dar al respecto. Decenas de cargos acabaron exculpados al entender su señoría que sus delitos habían prescrito o no había indicios suficientes. Otra cosa era Pablo Iglesias –del que pidió su procesamiento en el Supremo por el caso Dina–, y Podemos, el partido al que miró las cuentas con lupa sin encontrar nada.

Hoy García-Castellón, el juez que “busca que la realidad se amolde a su visión”, como lo definen algunos, tiene 72 años y ya piensa más en la jubilación que en la montaña de causas que se acumulan en su despacho y que algún día servirán para escribir la oscura historia contemporánea de este país. Cuentan que tiene un pie más fuera que dentro, aunque él va a seguir luchando hasta el último día contra la amnistía, contra quienes quieren romper España y por la causa. No estará solo, tiene a su lado a otros jueces de la camarilla como Marchena y Llarena. La Audiencia Nacional se ha convertido en una editorial de primer orden en la publicación de best sellers de ficción. Puigdemont puede ser cualquier cosa: un antisistema, el dirigente de un partido ultraconservador y xenófobo como Junts, un sectario alérgico a lo español y hasta un golpista que trató de destruir el Estado, si se quiere. Pero de ahí a considerarlo el nuevo sangriento Txapote va todo un abismo. No lo vemos, señor juez, no lo vemos.

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