Toneladas de basuras y desperdicios, carpas y churerrías ambulantes colapsando cada calle de la ciudad (hasta 400 calles cortadas), papeleras y contenedores destrozados por los petardos, restos de fogatas para paellas comiéndose el asfalto, destrucción del mobiliario urbano, ruido, mugre, borracheras, peleas y lo que faltaba: gente orinando en las fachadas de los edificios históricos, como la Lonja de Valencia (obra maestra del gótico civil valenciano), y la iglesia de los Santos Juanes situada junto al Mercado Central. Ese es el aspecto desolador que ofrece estos días la capital de la Comunidad Valenciana, colapsada estos días de Fallas. Al aluvión de turistas de todo el mundo se suma el vandalismo habitual por estas fechas, que ningún gobierno municipal ha sabido atajar y controlar.
Valencia ya no es aquella ciudad de las flores, de la luz y del color que decía la canción, sino la capital del abuso, el descontrol y la mala educación. El polémico asunto de las carpas, por ejemplo, se está convirtiendo en un grave problema para el actual gobierno local del PP dirigido por María José Catalá. ¿Es lógico que decenas de estas instalaciones colapsen una urbe ya de por si caótica, durante semanas, cuando solo se utilizan en momentos puntuales de la fiesta (la mayor parte del día permanecen cerradas? Pues cada agrupación fallera instala la suya propia, lo que convierte Valencia en un laberinto insostenible e impracticable. El caos de movilidad es tal que ya ha provocado las primeras quejas de los comerciantes, a las que se suman las de los vecinos que tienen que soportar el ruido nocturno de la discomóvil a toda potencia en cada carpa, haciendo temblar tímpanos y edificios. Nadie parece cumplir las normativas y ordenanzas municipales, nadie se atreve a poner coto al salvajismo incontrolado, que proyecta una imagen tercermundista de la capital del Turia, un fenómeno en detrimento de las Fallas, fiesta considerada de interés internacional que va perdiendo puntos en el ranking de calidad. Desde luego, el gobierno de Catalá está dejando hacer mientras las hordas de turistas borrachos imponen su ley en los barrios ante el estupor de los vecinos, que nada pueden hacer más que sentarse a sufrir los estragos y aguantar noches en vela sin poder dormir. Son las consecuencias de la mal entendida libertad que la derecha madrileña de Ayuso trata de exportar a todas partes.
Pero, sin duda, la gota que ha colmado el vaso se ha producido esta noche. Esa imagen de gente orinado en las fachadas de los edificios históricos duele a la vista y coloca a Valencia a la altura de una urbe tercermundista. El equipo municipal del PP no está sabiendo controlar los desmanes (más bien está haciendo la vista gorda), bien porque enfrentarse con el lobby fallero se ve como una batalla que se da por perdida y también, por qué no decirlo, porque meter en cintura y hacer cumplir la ley es una medida impopular que puede terminar costando unas elecciones al partido en el poder, en este caso al Partido Popular. Ahí podría estar la razón principal de por qué Valencia, cada mes de marzo, termina convirtiéndose en un Far West o territorio sin ley donde imperan los actos incívicos de barbarie de todo tipo y sin sanción.
Según la Cadena Ser, el Ayuntamiento de Valencia ha decidido ahora colocar vallas para proteger los edificios históricos de la ciudad de actitudes incívicas durante las Fallas y anuncia que pondrá sanciones “muy contundentes”. Sin embargo, el mal ya está hecho y los orines ensucian los edificios emblemáticos mundialmente reconocidos. Desde el consistorio se advierte de que las multas “pueden llegar hasta los 750 euros” para quienes se comporten de forma incivilizada. Así lo ha indicado este lunes la alcaldesa, que ha insistido en hacer un llamamiento al “civismo”. Así es como el PP lucha contra los gamberros que pululan estos días por toda la ciudad: con una advertencia laxa y tolerante que nadie se toma en serio.
Actualmente, las Fallas se han convertido en un atractivo turístico muy importante para el país, ya que además de estar catalogadas como fiesta de Interés Turístico Internacional, en noviembre de 2016 la Unesco las inscribió en su Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. El negocio es inmenso: 910 millones de euros de impacto en actividad económica y más de 6.000 puestos de trabajo directos o indirectos. El drama es que entre la incompetencia de unos y el salvajismo de otros están terminando con el espíritu de convivencia de las Fallas. La esencia fallera está en los pasacalles, los monumentos satíricos plenos de ingenio y gracia, las mascletás, la música y los castillos de fuegos artificiales. Sin embargo, de un tiempo a esta parte la fiesta se ha desvirtuado y ha pasado a convertirse en una especie de gran congregación de carpas innecesarias donde corre el alcohol de garrafón a raudales y triunfa la fritanga grasienta. Así se degradan las Fallas y el turista, tanto nacional como extranjero, empieza a pensárselo dos veces a la hora de visitar una ciudad en la que proliferan los comportamientos indecorosos, el ruido, la suciedad y el olor a alcohol que lo impregna todo. Van a cargarse la gallina de los huevos de oro. Fallas no debería ser sinónimo de gamberrismo. Fallas siempre, pero unas Fallas de calidad y con sentido común, no un Magaluf de fin de semana para el turismo de borrachera que termine arruinando el patrimonio eterno de una hermosa ciudad que está proyectando la imagen de un inmenso estercolero o establo lleno de pises. Ahora se escucha la voz de algún que otro hostelero reclamando más manga ancha para el latrocinio y el sindiós, o sea, la ampliación del calendario festivo y convertir Valencia en un parque temático fallero todo el año y full time. Esto es la reconversión industrial del Levante español pasando del pelotazo inmobiliario al pelotazo festero con mucho sol y playa. De locos.