La España vaciada, que relaté en el artículo anterior, tiene su contrapunto en la España rebosante de gente, española y extranjera que acude, como moscas a un plato de miel, a disfrutar de los encantos de las 1.200 playas que poseemos.
Cuando observaba las manadas de personas de todas las edades que se dirigían hacia las costas abrasadas de Levante, en una procesión interminable, a las 12 del mediodía, cuando el sol estaba a dos horas de su apogeo, pensaba en el imán irresistible que suponen las ondas blancas sobre el azul del mar y el desierto arenoso que se extiende a sus pies. Y lo digo con mucho conocimiento de causa, porque desde que lo vi en mi primera infancia me enamoré de ellas. Durante toda la vida, hasta estos últimos años, he disfrutado de ese placer, y comprendía la atracción que posee en los millones de turistas que nos visitan.
Cuando comenzó el fenómeno turístico España era un país atrasado que tenía las playas limpias y solitarias: recuerdo el maravilloso delta del Ebro donde las gaviotas te sobrevolaban en un arenal limpio y fino, ahora está lleno de chalets que han hecho retroceder el mar y las gaviotas y que se llenan de arena hasta el techo. Las carreteras malas no permitían desplazamientos rápidos y no había apenas contaminación, los hoteles se mantenían aceptables y había mesas libres en los restaurantes, los camareros eran amables y mantenían la sencillez de la gente del pueblo, mientras los precios eran muy bajos. Hoy, después de decenios de atraer y acoger a millones de turistas, el Mediterráneo es una cloaca, a donde van a parar los desagües de miles de apartamentos, la mayoría sin habitar nueve meses al año, y donde proliferan las medusas de todos los colores. Las playas están llenas de basura. Allí donde hay menos gente es porque las piedras de las orillas destrozan los pies. Las autovías y autopistas atascadas emiten millones de gases a la atmósfera, las calles y carreteras secundarias lucen los remiendos de cemento que las convierten en un saltar continuo, los hoteles y los apartamentos modestos son infames, con colchones imposibles para dormir y un equipamiento apenas útil. Aprovechando el espacio cada vez más reducido de las habitaciones, algunas no tienen ni mesas, ni mesilla de noche ni sillas, y en un pueblo de la costa catalana la ducha estaba dentro del dormitorio. Un hueco con una cortina que la separaba de la cama.
El apartamento en la costa valenciana tenía estropeada la luz, el ventilador del único dormitorio y el mando de la televisión. No había ni toallas ni manteles ni trapos de cocina ni gel de ducha, y apenas quedaban jabón para lavarse las manos y fregar en la cocina.
Las playas de arena fina rebosan de miles de personas que se amontonan con sus hamacas y sombrillas, teniendo que pedir que se muevan unos pies para poder poner los míos. En los restaurantes y cafeterías los camareros corren de mesa en mesa, sudando, porque no hay suficiente servicio por la necesidad –y la avaricia- de los propietarios para ahorrarse salarios, y se muestran molestos y antipáticos con los clientes, mal pagados, cansados y humillados como se sienten.
La comida no resistiría una inspección sanitaria, que no hay –se producen varias infecciones cada verano- y provoca trastornos estomacales continuos, y los precios inasumibles: 14 euros un bocadillo de jamón, 10 euros dos refrescos, menús de 18 y 20 y 25 euros en establecimientos de medio pelo.
Las masas que todavía se amontonan en las costas españolas empezarán a abandonarnos, porque el cambio climático está haciendo insoportable la permanencia en la playa y en las calles desde las 10 de la mañana hasta las 8 de la tarde. Y entonces nos hundiremos económicamente, porque todos los índices que se publican son escalofriantes: la deuda pública alcanza cantidades que no conocíamos, la inflación se mantendrá en el 10% o aumentará, el paro sigue siendo el doble de la media europea, y no hay sectores producción que puedan acoger a jóvenes, incluso titulados, ni a mayores de 50 años.
Con la necesidad -y también la avaricia- con que las pequeñas empresas han montado sus negocios- el 90% de las que actúan en España son pymes- el país se ha llenado de bares, tabernas, cafeterías, restaurantes, pisos turísticos, que aún mantienen el modesto nivel de consumo que tenemos pero cuyos precios son insostenibles. En una cuchillería del levante valenciano un cuchillo de cocina sencillo costaba 18 euros, y se justificaron diciendo que uno más grande y pesado costaba ¡70! Ciertamente la tienda estaba vacía mañana, tarde y noche. Pero la miríada de tiendas de prendas de vestir que no necesita nadie y de cacharros inútiles, en las que no entra nadie, como de servicios varios: peluquerías, manicuras, repaso de ropa, tienen sus días contados. En las ciudades y pueblos calles enteras exhiben la mayoría de los negocios cerrados y con carteles de “Se Vende” o “Se alquila”.
Los reportajes e informes con que nos obsequian los medios de comunicación sobre el lleno de que disfruta este verano todo el sistema de hostelería, restauración y viajes, obvian prudentemente los escenarios que he relatado. Cuando enumeran las cifras de turistas y los rendimientos que ofrecen a los negocios privados, tienen buen cuidado en no mencionar el gasto del erario público en reparar el destrozo de los pavimentos y carreteras, la limpieza de las calles, las plazas, las playas, los parques naturales, y el de los accidentes de circulación, con las secuelas inevitables.
Hay que añadir el espectáculo de las manadas de jóvenes borrachos y drogados por las calles de las ciudades y los paseos de los pueblos, con el panorama que dejan a su marcha con las basuras de todo tipo que se tiran fuera de las papeleras, pequeñas y pocas para la cantidad de viandantes y los restos que producen.
A tal situación patética hay que añadir el aumento exponencial del consumo de alcohol, droga y prostitución. España tiene el triste record de ser el país de Europa que consume más prostitución después de Alemania y Holanda, que la tienen legalizada. Cuentan que en nuestro país tres millones de hombres frecuentan los prostíbulos cada día. A ello se añaden las agresiones sexuales y las violaciones. Las cifras del Ministerio del Interior dicen que en España se han denunciado 1.021 violaciones en el primer trimestre de 2023, es decir una cada dos horas, y no era verano. Nos faltan las de este periodo vacacional.
La oferta cultural es tan mala como en la España interior, con el añadido de algunos musicales de hace cincuenta años, que amenizan las noches de estío para los que no tienen edad de unirse a los multitudinarios conciertos que abarrotan las playas y parques de las ciudades de costa, y donde miles de jóvenes consumen el alcohol y las drogas que harán el agosto de los traficantes.
Y esta España poblada, en contraposición a la España vacía que muere de falta de recursos y de tedio, es lo mejor que tenemos. Cuando nos falte, como en el poema de Machado, ¡nos guarde Dios!