La España rural se muere, la despoblación avanza tan imparable como la propia desertización, dejando un paisaje yermo y estéril a su paso. En la última década, hasta el 75 por ciento de los municipios del país han perdido habitantes, un proceso que se ha agudizado todavía más en aquellas localidades con menos de 5.000 habitantes. Los datos arrojan una radiografía preocupante: un 80 por ciento de pueblos de 14 provincias se encuentran actualmente en riesgo de extinción; en seis de cada diez municipios españoles viven menos de 1.000 personas; y en 600 localidades con ayuntamiento no hay niños residentes menores de diez años. Zamora es la provincia que más ha sufrido; allí, en los últimos años, ha descendido el censo poblacional hasta un 12 por ciento. La caída demográfica es de alrededor de un 8 por ciento en Ourense, Ávila, Cuenca y Teruel.
Varios factores socioeconómicos están detrás de este fenómeno que no solo afecta a España, sino que también se está cebando con otras regiones de Europa en el pasado florecientes. En primer lugar, los territorios afectados por la sangría demográfica son zonas “económicamente deprimidas, atrasadas o escasamente dinámicas en relación a otras del mismo país”, tal como se recoge en el informe La despoblación rural en España: génesis de un problema y políticas innovadoras elaborado por el Centro de Estudios sobre Despoblación y Desarrollo de Áreas Rurales (CEDDAR). Una vez más, el origen del problema hay que buscarlo en la historia, en el pasado. El siglo XX fue un período de fuerte crecimiento demográfico. La población española, por debajo de los 20 millones de personas en 1900, se duplicó en menos de cien años y siguió aumentando hasta superar los 47 millones en 2019.
A partir de la década de los cincuenta se produjo un fenómeno típicamente español producto de la situación política anormal que veníamos padeciendo: el éxodo masivo de inmigrantes del pueblo a la ciudad.El desarrollismo propio de la economía franquista, la llegada masiva del turismo (mayormente en las franjas costeras), la mecanización de la agricultura que envió a varias generaciones de trabajadores a la cola del paro, la industrialización emergente en regiones como Cataluña y el País Vasco y el urbanismo salvaje y descontrolado que exigía grandes cantidades de mano de obra barata, provocaron importantes flujos migratorios desde las zonas rurales a las grandes ciudades. Llegó un momento en que el campo dejó de ser el principal medio de vida de los españoles. En poco tiempo, nuestro país dio el salto desde una economía cuasifeudal típicamente agrícola y de subsistencia a un modelo más industrializado y turístico. Unos hicieron la maleta y se marcharon a “hacer las Américas” en un éxodo exterior solo comparable al que sufrió España en los peores años de la inmigración económica del siglo XIX; otros, los más, probaron suerte en las grandes aglomeraciones metropolitanas como Madrid, Barcelona, Valencia o Bilbao, donde se pagaban mejores salarios, donde se ofrecían oportunidades laborales y más facilidades para instalarse, adquirir una vivienda (comprar el famoso “pisito”) y fundar una familia católica y de orden, que era lo que exigía el régimen dictatorial. “En definitiva, la gente emigró por su capacidad para proporcionar mayores niveles de bienestar material”, según el estudio sociológico del CEDDAR.
Según un reciente informe de Funcas, hoy España es un país poco poblado en el contexto europeo. Más de ocho millones de españoles viven en un entorno claramente rural, bajo amenaza de engrosar algún día la lista negra de lo que conocemos como la España vaciada. Otro estudio realizado por el Banco de España revela que 3.403 municipios, el 42 por ciento del total, sufren riesgo de despoblación. Algunas provincias del interior se encuentran entre las menos pobladas del viejo continente, solo por detrás de Escandinavia, Islandia, Finlandia, ciertas regiones de la Rusia europea y algunos territorios del norte de Escocia. Nos hallamos por tanto ante un proceso lento y progresivo que arrancó a mediados del siglo XX y cuya evolución será incierta en un futuro próximo. Un factor común que parece repetirse es que numerosos pueblos han dejado de ofrecer expectativas económicas para quienes allí viven, de modo que buena parte de sus habitantes deciden emprender una nueva aventura existencial en la gran ciudad con la esperanza de encontrar un modo de vida que el agro no les da. Una vez que una localidad pierde su demografía, su capital humano, entra en decadencia y resulta casi imposible volver a recuperarla. Los servicios básicos se abandonan, el cartero deja de llegar, las tiendas ya no abastecen de alimentos como siempre, los centros de salud se clausuran (con ellos desaparecen los médicos rurales), las escuelas, guarderías, colegios e institutos echan el candado y hasta el tradicional puesto de la Guardia Civil, que siempre estuvo al pie del cañón, cuelga el cartel de cerrado. Es la muerte de la civilización rural.
La crisis está provocando la completa extinción de villas enteras reducidas a nombres prosaicos de los que nadie se acuerda ya, meros puntos en el mapa sin ninguna pulsión vital. Los jóvenes se marchan a la ciudad (no solo porque buscan un futuro mejor, sino porque ha calado la idea de que ser de pueblo es ser un paleto) mientras que los viejos, los últimos resistentes, aguantan como pueden en su amado terruño convertido de la noche a la mañana en un lugar solitario, fantasmagórico, extraño y a menudo hostil. En las calles donde antes tronaban las ruedas de los carruajes hoy se impone la desolación más absoluta; en los mercados donde antes bullía la vida hoy solo quedan puestecillos, tiendas y locales cerrados a cal y canto; en las plazas donde antes sonaban las orquestas y verbenas con mozos y mozas que quedaban para cortejar y seguir perpetuando el ciclo de la vida, hoy reina un silencio sepulcral. Ese es el paisaje decadente y tristón que se vive en cientos de pueblos españoles condenados a la desaparición.
En Campo de San Pedro, un municipio de Segovia situado a poco más de una hora de Madrid, saben bien lo que es sufrir los estragos de la dramática despoblación. “Nos estamos quedando sin gente, salgo a la calle y estoy sola”, asegura Consuelo, vecina de este pueblo de Castilla y León, a un programa de La Sexta. Allí, el censo de población ha caído un 12 por ciento en los últimos años. Zamora es el gran agujero negro, la gran mancha árida y yerma de la España vaciada. Los nuevos políticos que han llegado con falsas promesas de reconstrucción –algunos de ellos de la extrema derecha salvapatrias– no están haciendo nada por revertir la situación. Al contrario, la alarmante falta de inversión pública en servicios forestales y de extinción de incendios ha provocado que la provincia arda por los cuatro costados en uno de los peores veranos que se recuerdan. El fuego devastador declarado en Sierra de la Culebra, el más grande hasta la fecha ocurrido en esa comunidad autónoma, calcinó más 28.000 hectáreas. De esta manera se perdía lo poco que quedaba de paisaje forestal, una joya para el turismo de interior y una de las escasas oportunidades que les quedaban a los habitantes de la sufrida provincia zamorana para salir del abandono y la ruina. Hoy, todavía resuenan los gritos de los indignados vecinos afectados por las llamas que, tras ver cómo se perdía su última esperanza de superar la crisis endémica, terminaron por recibir entre insultos e improperios al presidente regional, Alfonso Fernández Mañueco, aquel infausto día en que el mandatario del Partido Popular se dejó caer por la zona carbonizada con la única intención de posar para la foto electoralista. La despoblación tiene mucho que ver con esos políticos demagógicos a los que se les llena la boca de patria chica pero que ya no gastan dinero público en limpiar los montes para evitar voraces incendios, líderes que miran para otro lado cuando pasan por las zonas agrarias deprimidas, que han arrojado la toalla a la hora de transformar una industria agrícola y ganadera obsoleta en una actividad sostenible y que (como buenos xenófobos que son) sienten alergia cuando alguien propone repoblar pueblos abandonados con inmigrantes extranjeros. En definitiva, y más allá de los factores históricos mencionados, la España vaciada también es producto de una serie de gobernantes, de derechas y de izquierdas, que en los últimos años han condenado a nuestras zonas rurales a una crisis económica, social, demográfica y ecológica que parece ya irreversible.
La brecha digital
Otra de las causas de la despoblación es, sin duda, la falta de infraestructuras y comunicaciones digitales, que pesa tanto o más como el éxodo de habitantes del pueblo a la ciudad. El alcalde de Campo de San Pedro, Diego López, tiene su propio análisis de la situación, que es también la que están sufriendo miles de pueblos de todo el territorio nacional. Como otros muchos lugares despoblados, Campo de San Pedro carece de una buena red de teléfono móvil y de banda ancha en internet, lo que la deja aún más aislada e incomunicada. En el siglo XXI la escasez de fibra o móvil es un hándicap tan nefasto como la falta de agua o luz. Sume a regiones enteras en el olvido, el abandono y la pobreza. La “brecha tecnológica” constituye uno de los grandes problemas que padecen estas localidades del interior ancladas en el pasado, ya que termina de desconectarlas de la red de telecomunicaciones del resto del país. De esta manera, el apagón tecnológico termina por crear pueblos espectrales perdidos en medio de la nada, ciudadanos que viven en una especie de sueño del que no terminan de despertar. Una conexión de internet deficitaria resta futuro a estas comarcas, ya que pocos son los que deciden mudarse a un pueblo de estas características para emprender un proyecto laboral, trabajar y vivir.
En otra pequeña localidad próxima a la capital de España, Los Santos de la Humosa, algunos vecinos tampoco disponen de cobertura aceptable, ni de telefonía móvil ni de internet. Llevan largos años intentando que las operadoras (que les cobran por un servicio que no prestan) les den alguna solución. Todo inútil, ni caso. “Apoyándonos en la ley, hemos reclamado ante la rimbombante OAUT, Oficina de Atención al Usuario de la Secretaría de Estado, y después de protocolos y dilaciones poco comprensibles, el Gobierno acaba resolviendo como si fuera la patronal de las compañías de telecomunicaciones (o quizás lo sea) diciendo que la práctica totalidad del territorio nacional dispone de cobertura, y que no existe para los operadores la obligación de disponer de la misma en todos los puntos de dicho territorio. Parece que la Ley 9/2014 no va con los de esta oficina ni contestan a la realidad que se les plantea”, asegura Juan Talavero Sanguino, portavoz de los afectados.
El apagón tecnológico que sufren cientos de miles de españoles de las abandonadas comarcas del interior de la meseta se percibe también en municipios cercanos, como Anchuelo y Santorcaz. “Es evidente que los pueblos sin conexión y sin servicios (o viceversa) son firmes candidatos a quedar vacíos; y también es evidente que sin telefonía e internet es actualmente imposible hacer una vida normal (son imprescindibles para concertar cita médica, hacer declaraciones fiscales, seguir clases, conectar con la familia, pedir suministros, leer la prensa y demás). Lo curioso es que cortando esos servicios consiguen el rápido vaciado del pueblo sin una sola protesta visible, sin ninguna incomodidad para políticos y empresas”, añade Talavero.
Según datos oficiales del propio Gobierno central, un 13,4 por ciento de las zonas rurales en España todavía no cuenta con acceso a un servicio de Internet de al menos 30 megabytes por segundo de velocidad, lo que da una idea del atraso secular que sufren no pocas zonas españolas en cuestión de telecomunicaciones. El Ejecutivo de Pedro Sánchez está haciendo un gran esfuerzo inversor para vertebrar España en este aspecto. Así, en el año 2019 el Consejo de Ministros autorizó un gasto de 150 millones de euros en ayudas para la ejecución de proyectos de extensión de redes de banda ancha de última generación. Su objetivo era que a corto plazo casi 2,2 millones de ciudadanos más se beneficiaran de internet de muy alta velocidad y que la cobertura llegara al 93,5 por ciento de la población. Sin embargo, las inversiones proyectadas no han conseguido terminar con las zonas oscuras, auténticos agujeros negros que acaban sumiendo a estas regiones en un subdesarrollismo propio de países tercermundistas. La carencia digital repercute negativamente y de forma definitiva en el crecimiento económico de una zona o área depauperada. En el mundo de hoy, por mucho que digan los detractores de las nuevas tecnologías, quien no posee acceso a un ordenador conectado a la red de redes está condenado a la pobreza y a la exclusión más absoluta. Por ejemplo, un bello pueblo del interior que ofrezca al visitante el sueño de desconectar de la gran ciudad, y que cuenta con un gran potencial en turismo rural con recoletas cabañas y casas de alquiler, acabará perdiendo buena parte de su potencial económico simplemente porque el turista, el usuario o cliente rechazará instalarse en una vivienda, por mucho encanto que ofrezca, si esta no dispone de conexión a internet. Es más, los turistas ni siquiera llegarán a enterarse de la existencia de ese hermoso lugar simplemente porque no habrá una página web que ofrezca la información oportuna sobre cómo llegar y las excelencias que ofrece. De esta manera, el turismo acaba buscando otros destinos en la España de interior con mayores comodidades y facilidades de comunicación.