Ha sido el cumpleaños de la Constitución más triste y desangelado en cuarenta años de democracia. A la decadencia del Estado (crisis de la monarquía, crisis del modelo territorial en Cataluña y crisis económica) se ha sumado la fatiga pandémica que empieza a pasar factura, no solo a la sociedad española, sino a la clase política agotada tras meses de estéril batalla cainita. La presidenta del Congreso, Meritxell Batet, ha tratado de ensalzar el papel “integrador” de la Carta Magna, rechazando todo intento de aquellos que buscan apropiarse de ella convirtiéndola en “bandera y patrimonio partidista”. Las atinadas palabras de Batet, necesarias sin duda, no servirán para lograr la segunda reconciliación nacional en un escenario de confrontación y absoluta polarización como el que atraviesa el país. Aprobados los Presupuestos con el apoyo de nacionalistas e independentistas, el Gobierno de coalición ya tiene trazada su hoja de ruta para gobernar España (o lo que queda de ella) el resto de la Legislatura, mientras que las derechas no se apearán en ningún momento de la maniobra de acoso y derribo para deslegitimar a Pedro Sánchez y hacerlo pasar por el Nicolás Maduro europeo. Cualquier tipo de consenso en la política de barricadas es, hoy por hoy, una quimera.
Lamentablemente, el espíritu de concordia del 78 es apenas una reminiscencia del pasado, un fósil de la Transición, y vuelven con fuerza el guerracivilismo, la crispación, el odio y el enfrentamiento fratricida. No hay Estado que pueda soportar semejantes tensiones internas, mucho menos después de saberse que Juan Carlos I, en otro tiempo artífice de la democracia tras la dictadura, ha pedido una regularización fiscal por sus tarjetas opacas (lo cual es tanto como asumir sus devaneos como evasor fiscal). La farsa no se sostiene ni un día más, ya que al turbio asunto de las black, que podría dar lugar a dos delitos fiscales, se suman otros dos procesos en marcha contra el emérito: el asunto de las comisiones por el AVE a la Meca, impulsado por el fiscal suizo Yves Bertossa, y los diez millones escondidos en el paraíso fiscal de Jersey. El medio millón que Juan Carlos quiere regularizar ahora con Hacienda es pura calderilla si tenemos en cuenta que fue capaz de regalar 65 millones de dólares a Corinna Larsen.
La encrucijada política por la que atraviesa la nación es diabólica, más aún después de que cuatrocientos militares retirados se hayan sumado al ruido de sables en los cuarteles y al chat clandestino del general Francisco Beca, en el que se apuesta por fusilar a 26 millones de españoles por rojos y malos patriotas. España es ese país que nunca termina de superar su adicción militarista.
Así las cosas, a los actos oficiales por el deslucido día de la Constitución han acudido el Gabinete de Ministros y solo nueve presidentes autonómicos, lo que da una idea del escaso interés que suscita la Carta Magna más exitosa de la historia de España. La segunda ola del coronavirus ha obligado a suspender las tradicionales visitas al Congreso de los Diputados, cerrado a cal y canto para evitar los contagios, lo que ha conferido a la jornada un carácter todavía más deprimente y desolador (simbólico el cordón de seguridad que alejaba a los ciudadanos de sus políticos). Ni siquiera Vox, siempre tan patriota, se ha sumado a las celebraciones (lo cual ya es decir). El partido de Abascal ha preferido ir por libre y hacer campaña electoral en las calles de Barcelona, donde los actos de exaltación nacional han terminado con espeluznantes manifestaciones neonazis que Ada Colau ha puesto con buen criterio en manos de la Fiscalía. Queda claro que la extrema derecha española es más de celebrar el aniversario de la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento de 1958 que la Constitución de 1978.
Y en cuanto al jefe de la oposición, Pablo Casado, qué se puede decir ya a estas alturas del personaje que encarna la viva imagen de la decepción, el fracaso y la derrota. Su cameo institucional y de mala gana en el evento −en el que no ha aportado ni una sola solución para recuperar el espíritu de consenso y en el que se ha limitado a ratificar el perogrullo de que nuestra primera ley es “la solución porque todos caben en ella”−, resulta sencillamente descorazonador. Casado es ese hombre capaz de suscribir en el mismo párrafo que la Constitución es “de todos” y que él está contra los “enemigos de España”, esos que piensan diferente y que se han infiltrado “por primera vez en la dirección del Estado”. Todo un demócrata el nuevo Cánovas del Castillo de la política española. Espeluzna comprobar que el giro moderado del PP era esto, la asunción del discurso guerracivilista de los ultras y la fatídica aceptación del más famoso eslogan franquista: el de la conspiración judeomasónica de los enemigos de la patria. Casado, en una espectacular pirueta ideológica y una interpretación casi de Libro gordo de Petete o de Barrio Sésamo, cree que la Constitución la construyeron “los moderados” y que “quedaron fuera los radicales”, borrando de un plumazo, una vez más, la memoria reciente de este país y obviando la decisiva contribución del Partido Comunista a la causa de la democracia y la libertad. Casado ya juega descaradamente al revisionismo facha marca Pío Moa, o sea a arrancar, a sabiendas, las mejores páginas de nuestra historia.
Todo el edificio constitucional laboriosamente trabajado durante cuatro décadas parece venirse abajo sin remedio. Es evidente que España atraviesa por el momento más complicado desde la muerte del dictador y la llegada de la democracia en 1975. Hacen falta reformas urgentes (limitar la inviolabilidad del jefe del Estado solo a sus actos políticos; avanzar en el Estado federal) pero el PP no quiere ni oír hablar de nada de eso. Mientras tanto, las grietas se agrandan, los cimientos del sistema se oxidan hasta la terrible aluminosis política y las goteras nos ponen ante un país que hace aguas por todas partes.