Que una ley de secretos oficiales franquista haya estado vigente hasta hoy dice muy poco sobre la calidad de nuestra democracia. Fue Carrero Blanco, mano derecha del dictador, quien allá por 1968 rubricó aquella legislación que tenía por objeto regular toda información sensible cuyo conocimiento público pudiera suponer un riesgo para la seguridad y defensa del Estado. En realidad, fue una ley promulgada para seguir reprimiendo a la disidencia, que a finales de los sesenta pedía cada vez con más fuerza reformas y medidas aperturistas hacia la democracia, y sobre todo para que en el futuro nadie pudiera remover los crímenes y atrocidades de un régimen sangriento como el que fue instaurado en 1939 tras la Guerra Civil.
De esta manera, los prebostes del régimen fascista se garantizaban que no serían llevados ante un tribunal de Justicia para hacerles pagar por tantos asesinatos, paseíllos nocturnos, ejecuciones al amanecer, encarcelamientos ilegales y juicios sumarísimos. Miles de expedientes altamente peligrosos para los jerarcas totalitarios quedaron guardados a buen recaudo, bajo llave y durante décadas, con el argumento de que afectaban a la seguridad nacional. Ni la prensa ni los historiadores pudieron acceder a ellos. Con el tiempo, los genocidas fueron muriendo, unos de viejos, otros prematuramente, pero la impunidad quedó debidamente salvaguardada. La del 68 fue una ley de amnistía, de facto, para los criminales de guerra.
Ya en democracia, ninguno de los sucesivos gobiernos –ni el de la UCD, ni el del PSOE ni el del Partido Popular– se atrevió a derogar aquella infame normativa, que ha perdurado hasta nuestros días. En esos cajones ocultos se supone que obra un material tan preciado como las siniestras actividades de los aparatos represores del Estado contra los grupos antifranquistas en la clandestinidad, la documentación del 23F (a día de hoy se desconoce buena parte de la trama golpista), los papeles del GAL y la guerra sucia contra ETA, dosieres inéditos sobre los atentados del 11M, los audios confidenciales del CNI, las misiones inconfesables de las cloacas del Estado y los archivos secretos de la Corona, una institución que durante cuarenta años ha gozado de protección especial, casi derecho de bula, y de la que hoy hemos empezado a saber aspectos oscuros aireados por periódicos internacionales.
En las últimas horas, el Consejo de Ministros ha anunciado la aprobación del Anteproyecto de Ley de Información Clasificada, también conocido como Ley de Secretos Oficiales, que otorgará al Ministerio de la Presidencia la autoridad para proponer la desclasificación de documentos. La primera gran diferencia es que a partir de este momento la competencia en el manejo de todo este ingente material dependerá directamente de Moncloa, y no de Defensa como hasta ahora. Todo el control para el presidente del Gobierno, todo el poder para un mandatario que cada vez se acerca más al modelo presidencialista de países como Estados Unidos, de tal manera que solo se podrá desclasificar un documento si lo autoriza el ministerio (de nuevo el Parlamento vuelve a contar muy poco). En principio, podría llamar la atención que el Ejecutivo haya creado cuatro categorías de protección de datos –alto secreto, secreto, confidencial y restringido– pero esa regulación va en la línea de lo que ya han hecho otros estados europeos. Más discutible es el plazo de desclasificación de los documentos, que oscila entre los cuatro y los cincuenta años, según la importancia del asunto. En algunos casos, el plazo podría prorrogarse incluso por más tiempo.
Y aquí es donde empezamos a sospechar que, una vez más, todo ha quedado atado y bien atado. La nueva ley es tan rígida, tan férrea y hermética, que no hace sino perpetuar el oscurantismo que la democracia española heredó de la ley franquista. La ciudadanía tiene derecho a saber qué fue lo que ocurrió en los episodios más oscuros y trascendentales de nuestra historia reciente. En los papeles clasificados está la memoria del último siglo de este país, un material precioso para reconstruir nuestro pasado y saber lo que pasó. La transparencia total en todo lo que atañe a aquella documentación –siempre que no suponga realmente un peligro inminente para la seguridad del Estado– debería haber inspirado el nuevo texto legal promovido por un Gobierno que se supone progresista. ¿Qué riesgo puede correr este país en el caso de que se abran los archivos para que historiadores y periodistas puedan investigar los últimos años del régimen dictatorial de Franco? ¿Qué tipo de amenaza podría planear sobre la nación si se desclasifican los audios y expedientes del 23F? Ábranse ya esas cajas del miedo y la mentira. Que entre aire puro en esas mazmorras y galerías subterráneas de los aparatos represores.
España es una democracia plena y consolidada. El español es un pueblo maduro, una sociedad política, social y culturalmente preparada para conocer su memoria reciente y asumirla en toda su dimensión y con todas sus consecuencias. Lo contrario, seguir ocultándole la verdad, seguir escamoteándole las pruebas materiales de los hechos históricos tal como acontecieron, es tanto como estafarlo, tutelarlo y tratarlo como un país inmaduro en la línea de lo que ya hizo el paternal Caudillo en su día. Seguimos siendo una nación dirigida y controlada por poderes que no desean que se sepa la verdad. Mucho nos tememos que estamos ante una ley fruto de las urgencias de un presidente en apuros por el caso Pegasus de espionaje a independentistas catalanes y por el caos generado por elementos incontrolados de las cloacas policiales y del CNI más que ante un intento espontáneo y sincero por contarle a los españoles su pasado reciente. La verdad sigue siendo tabú en este bendito país. La ultraderecha manda más de lo que parece.