“Me comprometo hoy y aquí a traer a Puigdemont de vuelta a España para que rinda cuentas ante la Justicia española”, dijo Pedro Sánchez en el año 2019. Hoy invoca el fin de la judicialización del procés y dialoga con el prófugo catalán refugiado en Waterloo para cerrar un acuerdo de investidura a cambio de una amnistía a los encausados por el 1 de octubre. ¿Ha variado de opinión el presidente del Gobierno incurriendo en una especie de mentira o flagrante contradicción? Evidentemente, la hemeroteca es una prueba irrefutable de que así ha sido. Si dijésemos lo contrario seríamos nosotros los embusteros y por ahí no: la verdad y la honestidad forman el único patrimonio que le queda a un periodista.
Ahora bien, dicho lo cual, presentar a Sánchez como el único político de este país que incurre en el incoherente “donde dije digo, digo Diego”, tal como trata de hacer ver Feijóo, y en general la derecha de este país, constituye un ejercicio de cinismo supino. Podríamos elaborar en esta misma columna (y no sabemos si tendríamos espacio suficiente), un largo listado de medias mentiras, pequeñas mentirijillas y mentiras del tamaño de una catedral con las cosas que ha soltado el líder del Partido Popular a lo largo de esta legislatura (sobre todo en campaña electoral). De entrada, él mismo ha llegado a decir, en no pocas ocasiones, que a los que quieren romper España ni agua. Y, sin embargo, estos días ha tratado de arreglarse con los indepes de Junts, apresuradamente, para que le cedan los cuatro miserables escaños que le faltan para ser presidente.
El problema aquí no es si el político falta a la verdad por contradicción o incongruencia, ya que todos lo hacen en alguna u otra ocasión, y más hoy, en tiempos de frívola posmodernidad. La cuestión es si hay falsedades justificadas al igual que hay delitos que merecen la absolución de un juez si concurren determinadas circunstancias atenuantes o eximentes. No es lo mismo que un político mienta para librarse de la cárcel en un caso como la Gürtel, la Púnica o Lezo que hacerlo con fines altruistas o por razones de Estado. No es lo mismo. Por ejemplo: si un dirigente político mete la mano en la caja y jura que no lo ha hecho ante un tribunal de Justicia, está mintiendo descaradamente. Sin embargo, si alega que España siempre será un aliado fiel de Estados Unidos y luego se ve obligado a romper los tratados con Washington porque un tal Donald Trump ha dado un golpe de mano institucional, instaurando un régimen fascista que recluye a negros, homosexuales y comunistas en campos de concentración, eso no puede llamarse propiamente una mentira. Ha cambiado el escenario, la coyuntura, el contexto.
Por tanto, convendremos en que en política hay mentiras y mentiras. Cuando en el año 2019 Sánchez dijo que traería de vuelta a Carles Puigdemont, como el sheriff más duro al oeste del Manzanares empeñado en dar caza al cuatrero, lo dijo sin duda porque en aquel momento la lógica aconsejaba adoptar esa posición política. Hoy el momento histórico ha cambiado, es radicalmente distinto, y todo gobernante tiene no solo el derecho sino la obligación de adaptarse a las nuevas circunstancias.
Cuándo una mentira debe ser considerada éticamente aceptable o justificada es un viejo problema tratado por la filosofía desde tiempos antiguos. Platón aceptaba echar una trola si con ello se conseguía un bien mayor para la sociedad. Kant rechazaba la falacia en cualquier trance o situación (hay que decir la verdad siempre por imperativo categórico). Ya en épocas más recientes, en 1937, en plena Guerra Civil Española, la Segunda República activó la operación Schulmeister, un plan para conseguir que Hitler y Mussolini retiraran su apoyo militar a las tropas de Franco. El Gobierno español incluso se planteó ceder territorios como Baleares, Canarias y la zona española de Marruecos a las dos potencias del Eje a cambio de que se declararan neutrales o no intervencionistas. Es evidente que el gabinete de Azaña mintió al pueblo, o al menos no le dijo la verdad, ya que mientras los soldados morían en las trincheras se negociaba en secreto con los fascistas nazis e italianos. Sin embargo, el Gobierno hizo lo que tenía que hacer para detener el avance de Franco y evitar el desastre total. Se trataba de perder un poco para no perderlo todo. No debió ser fácil para los ministros republicanos de la época ofrecer una parte del territorio nacional al poderoso enemigo a cambio de ganar la guerra contra los sublevados. No se puede decir que cambiaran de chaqueta ni de bando; no hicieron lo que hicieron por interés personal, por dinero o ambición. Pensaron en lo que era mejor para salvar la democracia española en aquel momento.
En caso de urgencia y extrema necesidad (y España atraviesa por uno de esos momentos) se impone la teoría del mal menor. Y si hay que cambiar de opinión, se cambia. A fin de cuentas, rectificar es de sabios. No debe ser plato de buen gusto sentarse con un prófugo de la Justicia que ha tratado de acabar con la integridad territorial de una nación saltándose la Constitución, vulnerando las leyes y dando un golpe de Estado. Pero tampoco lo era negociar con ETA el final de la violencia ni dialogar con Herri Batasuna para acercar a más de cien presos de la banda a cárceles vascas y Aznar lo hizo. ¿Es lícito que machaquemos al expresidente del Gobierno por aquello? No parece justo. Sin duda, el gran pope del Partido Popular hizo lo que más convenía al país pese a que anteriormente, y en no pocas ocasiones, había declarado en mítines y ruedas de prensa que jamás se sentaría a hablar con los terroristas.
Todos los gobernantes cambian de opinión porque no son infalibles. Le ocurrió a Felipe González, un detractor de la OTAN que terminó metiéndonos en la Alianza Atlántica (nada que objetar, el tiempo ha venido a darle la razón) y le ha ocurrido a otros muchos, del PP y del PSOE. Sánchez se encuentra hoy ante una tesitura parecida. Decretar una amnistía a los soberanistas catalanes, demostrando así que el Estado sabe ser magnánimo al dejar atrás la represión y al buscar la reconciliación con Cataluña, es un acto bueno en sí mismo, moral y políticamente, ya que contribuye, siquiera por un tiempo finito –el problema catalán nunca se resuelve definitivamente, se conlleva, ya lo dijo Ortega y Gasset– a enterrar años de odio y violencia. Cualquier paso que se dé en orden a encontrar caminos para la paz y la convivencia no solo es aceptable y digno de ser elogiado, sino exigible a cualquier gobernante. ¿Sánchez ha mentido? Podría entenderse así si no se tiene en cuenta el contexto histórico y el pragmatismo en pos de una noble causa. Pero, en cualquier caso, si esa presunta mentira ayuda a que este país supere un conflicto territorial que amenaza con convertirse en una confrontación civil y en un baño de sangre, bienvenida sea. Y que le den al sincero mentiroso el Nobel de la Paz.