El Gobierno va a crear una unidad de prevención contra la violencia machista en el sector cultural. De esta manera, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, cumple lo que prometió en la última gala de los Premios Feroz, donde anunció la puesta en marcha de “un espacio seguro para todas las mujeres”. De inmediato, la “fachosfera” al completo, los tertulianos sedientos de odio de la caverna y las derechas siempre en comandita han salido en tromba para afearle a Urtasun que el anuncio no sea más que una burda campaña de propaganda sanchista horas antes de la ceremonia de entrega de los Goya. “Es una forma de ganarse el aplauso de los titiriteros”, dice un aznarista que recupera aquel concepto de tan nefasto recuerdo.
Más allá de que sea cierto que Pedro Sánchez tiene un olfato y una habilidad especial para vender grandes ideas en el momento adecuado (a eso se le llama oportunismo), cabe plantearse si el prometido departamento es realmente necesario. Y aquí la hemeroteca no deja ningún lugar a la duda. El mundo del cine, del teatro y la música, siempre ha sido territorio hostil para la mujer, una jungla doméstica donde ellas han ejercido el papel de presas fáciles y ellos de depredadores sin piedad. Para constatarlo, basta con recuperar la reciente entrevista que Ana Belén mantuvo con Jordi Évole en el último Salvados, donde la actriz y cantante confesó haber sido víctima de lo que antes se llamaba abuso y hoy, afortunadamente, ya puede considerarse una violación en toda regla. “Sí, me pasó, fuera de rodaje con un director. Yendo por la calle, de noche, y me arrinconó contra la pared y me besó, pero sin haber habido insinuación antes, fue desagradable”, relató haciendo de tripas corazón.
El caso de Ana Belén no es el único. Cada día, los camerinos se convierten en jaulas herméticas donde las fieras que no pueden controlar sus más bajos instintos someten a nuestras actrices, cantantes y modelos a vejaciones de todo tipo. Es un crimen masivo silencioso, ya que la mayoría de ellas, por miedo a perder sus trabajos y a ver truncadas sus carreras profesionales, terminan callando sin denunciar a su agresor. No son dos ni tres. Probablemente son legión las profesionales de las diferentes artes escénicas que han tenido que pasar por uno de esos trances horribles en algún momento de sus vidas. El mundo de la farándula está repleto de supuestos grandes hombres con un prestigio nacional e internacional que de puertas para afuera llevan una presunta vida honrada como mitos vivientes, como iconos y referentes de la sociedad y la intelectualidad de nuestros días, como buenos padres de familia, y que cuando se plantan delante de una compañera de trabajo, a solas en un rodaje o grabación, se transforman, aflorando su baba de animal en celo dispuesto a todo. Y no respetan nada. No hará falta dar nombres, están en la mente de todos.
El depredador del artisteo se envuelve en ese halo de misticismo hasta ganarse la confianza de la víctima. Unos se aprovechan de su posición dominante o de poder para amedrentar a su presa hasta doblegar su voluntad. Otros, aún más desalmados y sin escrúpulos, siguen practicando aquello de desnudar a la actriz por necesidades del guion, obligándola a pasar por su alcoba. Nunca sabremos cuántas actrices del destape, obreras de la pantalla de aquella Transición nuestra tan pacífica, tuvieron que sufrir los estragos del baboso, vicioso o psicópata de turno. Jamás se conocerán las cifras reales de mujeres –grandes estrellas y secundarias, actrices y personal de rodaje (el violador no distingue entre categorías profesionales)– que en los últimos años se han visto sometidas a agresiones sexuales de todo tipo. Algunas lo han contado en su círculo íntimo de familia y amigos, incluso en entrevistas a los medios de comunicación; la mayoría se lo ha guardado para sí ante el miedo al rechazo social, a las represalias laborales y a perder a sus parejas.
El escándalo protagonizado por el productor Harvey Weinstein, aireado por The New Yorker y The New York Times (siempre nos quedará la prensa libre) supuso un punto de inflexión en el negro historial del acoso sexual en el ámbito de las artes escénicas. Decenas de mujeres acusaron al magnate norteamericano de abuso y violación y, tras una exhaustiva investigación judicial, fue expulsado del estudio para el que trabajaba, apartado de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas y sometido a una demanda de divorcio interpuesta por su esposa, que terminó abandonándolo. Finalmente, Weinstein fue condenado a 23 años de cárcel. Aquello dio origen al movimiento Me Too, un tsunami feminista en todo el mundo que ayudó a que miles de mujeres denunciaran a sus agresores. Fue un paso más hacia la justicia y la igualdad sexual.
Detrás de las bambalinas, de los camerinos, de los focos, las lentejuelas y el relumbrón de los escenarios, hay todo un submundo que nada tiene que ver con la falsa felicidad, el éxito efímero, la fama y el dinero que rodea al mundo del cine. Ahí, en las cloacas de la fábrica de sueños, es donde se escribe cada día el auténtico drama, las historias personales y anónimas de muchas mujeres que de llevarse a la pantalla serían, cada una de ellas, un guion original o adaptado digno de Oscar o Goya. Ha hecho muy bien el Gobierno en abrir una oficina antiacoso. Poco importa si la “fachosfera” acusa Sánchez de progre volcado en el establishment cultural mientras tiene abandonadas a las gentes del campo. Lo que es justo es justo, y no hay causa mejor que dar amparo a esas mujeres del séptimo arte, o del octavo, víctimas a las que a menudo vemos sonreír en los platós, rodeadas de glamur, fotógrafos y trofeos para la historia, pero que llevan en silencio la cruz del acoso. A partir de ahora, ellas lo tendrán más fácil a la hora de denunciar. Y esos malvados donjuanes, que se quedaron en el papel más patético y terrible que puede desempeñar un hombre, lo tendrán mucho más difícil para seguir engañando al público con su mala actuación.