Pepe Domingo Castaño, el triunfo de la felicidad

18 de Septiembre de 2023
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Todo el mundo quería a Pepe Domingo Castaño. Más allá de sus éxitos de juventud como cantante y de su legado como periodista deportivo, presentador de televisión y locutor de radio, esa es la lección que nos deja el gallego universal. Ayer, mientras cientos de personas pasaban por el tanatorio para darle el último adiós (amigos, familiares y oyentes que no lo habían conocido personalmente), uno echaba un vistazo a las redes sociales y comprobaba el milagro: todo eran comentarios cariñosos, alabanzas por una vida tan meritoria, emocionados agradecimientos. Había algún que otro friqui aislado soltando una inoportuna tontería y tratando de arañar unos mezquinos “me gusta” a costa de ensuciar la memoria del gran hombre, pero no tuvo éxito. Enseguida quedó enterrado bajo el chaparrón sincero de palabras hermosas espontáneamente descargado por el pueblo. ¿Cómo podía ser? ¿Acaso ya no estábamos en el siglo XXI con sus corrientes subterráneas de odio recorriendo las cloacas de Twitter? ¿Dónde se habían metido los haters, trols y polemistas sin escrúpulos ni pudor siempre dispuestos a despellejar al famoso de turno? No es normal, ningún personaje público de los últimos años ha concitado tan gigantesca ola de buenos sentimientos a su alrededor como lo ha hecho Castaño. Sin duda, la gente, los oyentes y espectadores, las audiencias, lo amaban sinceramente.

Hace nueve años tuve la suerte de entrevistarlo para Revista Gurb. Recuerdo que cuando llamé a la cadena COPE para solicitar verme con él pensé que estaba perdiendo el tiempo. Era un hombre ocupado que no paraba. Entre jornadas maratonianas en la radio (los periodistas deportivos no tienen vida, se la pasan entre partido y partido), eventos, recogidas de premios y quedadas con los amigos, a buen seguro no tendría un hueco en la agenda para sentarse a charlar conmigo. Sin embargo, tras dejar mi número de contacto en la redacción (sin demasiada esperanza), no tardó en sonar el teléfono. Según cuentan quienes lo conocieron bien, Pepe era así. Siempre respondía, nunca se escaqueaba ni daba largas con la excusa de que estaba en una reunión. La educación es la primera cualidad que se percibe en las buenas personas, incluso en aquellas que son grandes estrellas o celebrities de lo suyo.

Al final me dijo que la entrevista, sin problema, que lo llamara tal día y que hablaríamos largo y tendido sobre lo divino y lo humano. Y así fue. No me puso pegas ni límites prefijados de antemano. “Ahora tenemos todo el tiempo del mundo, tú me dirás”, me informó amablemente cuando llegó el momento del encuentro. Una cosa que tenía Pepe Domingo Castaño es que transmitía esa humanidad, esa afabilidad, esa llaneza y ese calor humano que era como si lo conocieras de toda la vida. Ningún hombre de esta época despiadada y cruel donde los principios y valores éticos se han abandonado como cosas de tontos ingenuos, como costumbres ridículas, cursis y pasadas de moda, se comporta así.

Aquella entrevista me marcó profundamente. Sentí que había tenido la suerte de conocer, aunque fuese esporádicamente, a un ser superior. Mi conversación con él me hizo recordar, entre otras cosas, que lo más importante en la vida no era triunfar profesionalmente, sino triunfar en la vida. Y eso pasaba, por ejemplo, por no traicionar la amistad. “Se han perdido los valores realmente. ¿Tú te imaginas cómo iba a ser mi vida si yo me hubiera quedado en la Ser y Paco González y el resto de la gente estuvieran trabajando en Cope? ¿Qué hubiera hecho yo? Me veía ligado a toda esa gente con la que había trabajado, codo con codo, durante muchos años. Ya no era cuestión de trabajo, era cuestión de que había lazos de amistad, de cariño, de afecto, de profunda emoción, porque estábamos juntos y yo creo que eso, cuando lo pones en la balanza, se inclina por la amistad siempre. Yo nunca lo dudé, yo siempre supe que me iba con Paco”, me confesó cuando le pregunté por aquel momento crítico en el que la Ser decidió prescindir de los servicios de González y Castaño y otros cincuenta periodistas de la emisora de Prisa decidieron coger los bártulos y largarse con el despedido a la cadena de los obispos.

Se nos va alguien que era mucho más que un locutor de radio. Se nos va alguien que era como de la familia. La voz del fútbol, sí; la voz añeja de la radio de antes, cuando el locutor gritaba aquello de “¡gol en Las Gaunas!” Pero también la voz de una especie de taumaturgo, terapeuta o psicólogo improvisado que ha hecho más por la salud mental de este país que el Prozac. Durante décadas, Castaño no solo ha estado informándonos sobre la Liga, el baloncesto o la Fórmula I, sino que ha dado alivio radiofónico a generaciones enteras caídas en el pozo del paro y la ruina económica, en la soledad de la vejez, en el fracaso amoroso, en el miedo a la enfermedad grave (¡cuántas horas de hospital han sido mucho más llevaderas gracias a su esfuerzo y generosidad ante el micrófono!). Cuando su voz envolvente entraba en nuestras casas con su potente y vitalista “¡hola, hola!” (al ritmo de la trepidante banda sonora del deporte y con su habitual “¡comienzan las horas más calientes de la radio!”) los problemas y sinsabores cotidianos quedaban en segundo plano, la mente se relajaba de las tensiones, siquiera por un rato, y el mundo parecía un lugar algo mejor para vivir.

Sus anuncios guionizados como amenos microrrelatos publicitarios –un género sin duda inventado por el genio de Castaño–, nos entretenían como el mejor de los cuentos. ¿Cómo podía divertirnos cuando se trataba de colocarnos un purito habano, una botella de ron, un jamón ibérico o una motosierra Stihl, artículos que finalmente, como por arte de la imaginación y el bolero, cobraban vida y terminaban pareciéndonos tan necesarios? Todo aquello era una fiesta, un circo maravilloso de goles y diversión, un chute de adrenalina, alegría y optimismo que venía a sacarnos de la política insoportable, de los males endémicos del país, de las tediosas tardes de los domingos. En cada proyecto que se metió lo bordó, como si estuviese tocado por la varita mágica. Como cantante estuvo a la altura de su gran amigo Julio Iglesias; como comunicador, el mejor; y como comerciante también (quizá sea el único comercial del mundo al que la gente no le cogió manía), aunque lo que mejor sabía hacer era vender felicidad, la felicidad en el sentido humanista de la palabra que le dieron Platón o Bertrand Russell.

Se acaba el tiempo de juego. Se apagan los focos. Pepe Domingo no pasará a la historia solo por ser una leyenda de la radio, que es lo que fue en realidad, sino por haber contribuido a un bien social: el bienestar de sus oyentes, de sus paisanos, de todo un país. Solo por eso habría que ponerle un monumento. Fue, ante todo, un gallego vitalista que disfrutó de la vida haciendo disfrutar a los demás (quizá ese fue el secreto de su éxito profesional y existencial). En definitiva, un ser con suerte. Un privilegiado. Un hombre feliz.

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