Baja la inflación, suben las pensiones, crece la economía y sin embargo da la sensación de que España puede reventar en cualquier momento. Las derechas, con su política distópica solo apta para mentes conspiranoicas, están consiguiendo instaurar la ficción de que este país es una dictadura bolivariana controlada por un dictador peligroso y psicópata. El último episodio de esa realidad alternativa ultrarreaccionaria fue el ridículo monumental que populares y voxistas hicieron ayer en el Parlamento Europeo, un foro que Feijóo y Abascal tratan de convertir en otro Senado español para debatir asuntos nacionales que a la mayoría de los europeos les interesan poco o nada. Cualquier día llevan a la Eurocámara una moción para organizar corridas de toros en Estrasburgo y se quedan tan anchos.
España, capital Bruselas. Esa consigna, la internacionalización del conflicto catalán y la amnistía, es la que se impone estos días en Génova 13. Ni en sus sueños más húmedos hubiese pensado Carles Puigdemont que lo que no pudo conseguir él –que la UE le hiciera caso para que se hablara de su proyecto de republiqueta–, lo está logrando la derechona ibérica de toda la vida. Lo mejor que le podría ocurrir a este país sería superar por fin el cansino y tedioso procés, llegar a acuerdos con el mundo indepe para reconducir la cuestión hacia la vía política/pacífica y pasar página de una vez por todas. Sin embargo, PP y Vox se han empeñado en que sigamos anclados en 2017 y le están haciendo una propaganda en el extranjero a los soberanistas que ni cien procesos unilateralesde independencia.
El eje central del procés puesto en marcha por Artur Mas, Torra y Puigdemont consistía en sacar el conflicto de España, internacionalizarlo, colocarlo en las instituciones europeas con la esperanza de convencer a los jerarcas de Bruselas de que España es un país opresor que trata a los catalanes peor que Israel a los gazatíes. El objetivo último era lograr el reconocimiento de Cataluña como Estado soberano independiente, pero aquella estrategia devino en un rotundo fracaso y salvo Abjasia, Osetia del Sur y el iluminado de Nicolás Maduro ninguna nación apoyó la creación de la República de Cataluña (un dislate que duró solo 8 segundos, el tiempo justo que tardó Puigdemont en proclamarla, suspenderla y largarse a Waterloo en el maletero de un coche).
Hoy la situación en aquellas tierras levantiscas está bastante más apaciguada que en tiempos de Mariano Rajoy (los indultos, los recientes acuerdos PSOE/Esquerra/Junts y la previsible amnistía a los encausados por los disturbios y tumultos han contribuido en buena medida a desinflamar el tumor), pero ahora es el Partido Popular, en un alarde de loca y ciega irresponsabilidad, el que ha tomado el relevo de la famosa “internacionalización del conflicto” para que el asunto siga vivo. Los populares saben que el problema catalán no le dará votos en Barcelona, pero en Madrid la polémica es un filón. Y en esas anda metido el principal partido de la oposición, en mantener crepitante la llama de la discordia (jugando con el fuego) hasta las próximas elecciones generales, si es preciso.
Lo de ayer en Estrasburgo fue un esperpento de difícil digestión. Ver a Dolors Montserrat, la rapsoda oficial del partido, recitando odas, romances y soflamas nacionalistas sobre la gloriosa patria española, al más puro estilo de la superada poesía romántica y decimonónica de Espronceda (con algunos toques de Pemán), resultó algo patético. Solo le faltó decir que Sánchez es un pirata y que los patriotas españoles van a dar hasta la última gota de su sangre para hacerle frente con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela y un velero bergantín genovés… Por cursilería que no quede, le cedemos la idea a la poetisa Dolors, por si quiere utilizarla para su próximo sainetillo en la Eurocámara. Y sin cobrarle derechos, para que vea que somos generosos.
Probablemente, la exministra de Sanidad y sus compañeros de grupo parlamentario están convencidos de que con esta performance bien dramatizada convencerán hasta al último europeo del más recóndito rincón del viejo continente de que España es lo más grande, que está en peligro y que es preciso defenderla en una nueva cruzada nacional. El problema es que, aunque para ellos esto de la amnistía es el apocalipsis y el final de los tiempos, a un checo, a un polaco, a un estonio o a un letón le importa un bledo lo que pase de Pirineos para abajo, tal como se vio en la sesión de ayer. Muchos diputados se quejaron amargamente a la Presidencia de la mesa de que ya está bien de zarzuelas españolas en la Eurocámara, que allí se va a hablar de las cosas importantes, de la inflación, de la crisis energética, del cambio climático, de las matanzas de Putin y Netanyahu. Sin embargo, PP y Vox siguen erre que erre con la matraca de la amnistía, pese a que hasta el comisario Didier Reynders les ha dicho que es “un problema interno de España” y que lo dejen estar. Ya han desvirtuado las instituciones españolas hasta el punto de ensuciar con su trumpismo faltón el significado auténtico de la democracia, que ni les gusta ni la entienden, y van camino de cargarse también la UE con su euroescepticismo de nuevo cuño. Son como una plaga.
De la bochornosa sesión de ayer –en la que se evidenció el retorno del triste complejo del español cateto y tercermundista que parecía felizmente superado, aquel Vente a Alemania, Pepe del landismo de boina de pana y gallina (en este caso en su versión Vente para Bélgica, Alberto)– quedan varias cosas. Queda una imagen terrible para la marca España (que dejó saciado y henchido de placer a Puigdemont); queda una señora cursi gritando “España no se rinde” entre gestos y aspavientos de diva desafinada de opereta mala; y queda un Pedro Sánchez que supo estar a la altura poniendo el toque del buen demócrata y del estadista de altura al dirigirse a Manfred Weber, portavoz de los populares europeos, para decirle: “¿Devolverían ustedes las calles dedicadas al Tercer Reich como hace Vox con los franquistas?” Touché.