Puigdemont aboca a Cataluña al suicidio colectivo

01 de Febrero de 2024
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Carles Puigdemont todavía no ha salido del maletero del coche en el que se dio a la fuga aquel día infausto. Ese maletero en el que, durante un tiempo, ha tenido secuestrado a Pedro Sánchez (más bien el presidente se ha dejado secuestrar). Ese mismo maletero donde la derecha pujolista ultraliberal y supremacista ha tenido encerrado al pueblo catalán entre promesas imposibles de cumplir, bulos antiespañolistas y mucho tres per cent para algún que otro jeta y aprovechado. Aunque parezca mentira, ese maletero ha dado mucho de sí. Quizá demasiado.

No tenemos más remedio que recurrir a la manida metáfora de que el maletero de CP era como el camarote de los hermanos Marx. Porque ahí, en ese habitáculo enrarecido, había mucha gente apiñada y hacinada. Allí dentro ha estado el votante posconvergente al que habían ofrecido un Brexit quimérico con el que atar perros con longanizas, los banqueros andorranos del abuelo Florenci, los picoletos de la UCO, el bueno de Oriol Junqueras (que ahora parece haber despertado del delirio), algún utópico comunista de la CUP, los espías de Putin, el abogado Boye, los CDR perseguidos por García-Castellón y en ese plan. Todo un país tomado como rehén y en manos del escapista Houdini del independentismo.

Sería imposible encontrar un concesionario de vehículos que ofreciese un maletero tan amplio y espacioso y que haya dado tanto de sí como ese. Sin embargo, ocurre que desde ayer ese maletero empieza a dar síntomas de fallo sistémico. Al votar no a la ley de amnistía, al rebelarse contra el pacto que hace una semana habían firmado con el PSOE, los siete diputados de Junts se lo han jugado a todo o nada. Puigdemont les ha dicho que toca inmolación, karakiri, morir con las botas de piel de estelada puestas, y ellos han acatado sumisamente la orden. Les va a resultar muy difícil explicar que miles de catalanes arrastrados a un referéndum ilegal y a una DUI que fue un gatillazo, además de una estafa, se van a pasar una temporada a la sombra por la tozudez del amado líder que hace tiempo dejó de serlo. Hoy por hoy, Junts es el quinto partido de Cataluña y a la baja. Apenas cuenta con 400.000 votos inútiles, ya que el prófugo de Waterloo no puede emplear ese caudal para hacer política con nadie. Tiene a Esquerra en su contra, Salvador Illa es un valor emergente y hasta el Partido Popular parece recuperar votantes naufragados del proyecto fallido de Ciudadanos.

Sánchez ha intentado rehabilitar a un partido cuyo antecedente, Convergencia, fue decisivo en el pasado para la estabilidad de España (tanto con los gobiernos del PSOE como con los del PP). Ha sido imposible. Ahora el hombre de Waterloo sabe que se encuentra en una posición delicada y comprometida. Se está jugando no solo el futuro de su proyecto político, sino su propio destino, ya que sin ley de amnistía la sombra del juez Llarena y de Soto del Real estará más cerca de él. ¿Por qué entonces Puigdemont vota en contra de algo que había firmado hace apenas una semana y que se antoja su única tabla de salvación? ¿Por qué los siete diputados soberanistas votaron sí al dictamen de la Comisión de Justicia y diez minutos después no a la ley definitiva, consumando una contradicción delirante? Nadie lo entiende, nadie se lo explica, ni siquiera Miriam Nogueras, la delfina del jefe que está dando la cara por él en este sudoku irresoluble y que ayer abandonada las Cortes con el rostro desencajado tras el papelón de haber tenido que votar “no” junto a PP y Vox.

Es evidente que Puigdemont está llevando a Cataluña, y por tanto a España, a un callejón sin salida. Ya hemos dicho aquí en otras ocasiones que nos encontramos ante un personaje imprevisible que nunca sabes por dónde va a salir. El clima de Waterloo, húmedo y gris, ha debido marcar definitivamente su carácter. Lo ha vuelto un ser huraño, hermético, desconfiado. Si García-Castellón ve terroristas en todas partes, CP ve espías del CNI rondando por la casa y micrófonos hasta en la chimenea. No debe ser fácil convivir con esa paranoia diaria. Uno acaba perdiendo la noción de la realidad, ya demasiado distorsionada por la tristeza de la lejanía, del desarraigo, del exilio. Nadie puede gobernar un país a miles de kilómetros y en semejantes condiciones. Lo mejor que podría hacer el expresident sería dimitir, dejar la política, permitir que vengan otros con ideas y propuestas nuevas y preparar su defensa en los tribunales. No lo va a hacer. Y no lo hará sencillamente porque ya solo vive para salir lo mejor parado posible de esta absurda aventura con final en naufragio. Empecinarse en amnistiar terroristas y condenados por delito de traición solo se entiende en alguien que tiene miedo y que ya solo piensa en clave personal y no de país. Muchos catalanes nada sospechosos de españolistas le están diciendo que la ley es positiva para todos. Marta Rovira, Junqueras, el propio presidente Aragonès. Coger la carta, que es buena, y seguir barajando, sería lo lógico en cualquier político sensato. El problema es que CP hace tiempo que dejó de ser un hombre templado, valiente y generoso para convertirse en un animal acorralado que suelta dentelladas porque no se fía de nadie, ni siquiera de sí mismo.

La ley de amnistía ha fracasado en el primer intento. Waterloo amenaza con hacer caer el Ejecutivo de coalición. Si no hay amnistía, no hay presupuestos; si no hay presupuestos, no hay Gobierno. Y volveremos a ver una Barcelona envuelta en llamas. Otra vez el suicidio colectivo catalán. Un futuro espléndido para la derechona española que el impulsivo Carles está allanando sin que se sepa muy bien qué gana Cataluña con todo esto más que colocar a los de la Policía patriótica, la porra y el 155 otra vez en el poder. No extraña el silencio de ayer en el hemiciclo. Feijóo sabía que Puigdemont se había pegado un tiro en el pie, pero dio órdenes a la tropa para que no aplaudiera la primera gran derrota de Sánchez en esta legislatura. Así que se hizo un silencio sepulcral solo roto por las tímidas palmas de un par de hooligans de Vox. El político gallego sabe que aún hay partido y que el texto ha de pasar otra vez a la Comisión de Justicia y después al Senado. Así que queda mucha tela que cortar.

“Mearán sangre”, auguró Puigdemont. Y eso es lo que nos queda: un reguero rojo sobre la tierra yerma y quemada de una Cataluña marchita por la sequía y por el aliento de unos políticos iluminados.

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