Llevábamos casi una semana de tractoradas sin saber muy bien qué pedía el colectivo agraviado. Han protestado frente a las delegaciones del Gobierno, frente a los ayuntamientos, frente a la consejerías del ramo y frente a las sedes europeas, instituciones con competencias diferentes. Más allá del malestar, el ruido y la furia, poca organización en los planteamientos. Hoy, cuando han entrado en escena las asociaciones principales como Asaja, COAG y UPA, empezamos a entender cuáles son sus reivindicaciones concretas. Hasta ahora, había sido el batallón panzer del zorro del desierto Abascal, o sea los tractores blindados de la Plataforma 6F y de la blitzkrieg o guerra relámpago contra Sánchez, los que habían protagonizado los cortes de carreteras y otras algaradas.
Los más cafeteros y radicales han disfrutado de lo lindo con este levantamiento nacional, una simulación en tiempo real del delirio que bulle en sus cabezas, y que no es otro que lanzar a la Mecanizada Brunete, algún día, contra Ferraz (ya lo están pidiendo en algunos grupos de Telegram). Han estado jugando a la guerra civil en miniatura con sus tractores, bloqueando autopistas y moviendo tropas por Minglanilla, por Aragón y Cataluña, por el frente del Ebro, por todas partes. Arriba España, gritaba uno al volante de su John Deere de cien caballos en el que ondeaba orgullosa la rojigualda. “A tiros contra los ehpañoles, señores. Así nos tratan. Y Puidemon en limusina”, gritaba otro en medio de una batalla campal contra la policía. Más de uno ha debido sentirse como Queipo de Llano avanzando por la Meseta, con su tanque, rumbo a la toma de Madrid.
Sin embargo, a partir de hoy entran en escena los sindicatos mayoritarios y es posible que se empiece a hablar de soluciones y no de quemar neumáticos para derrocar al Gobierno republicano y separatista. Es cierto que estos días todos los movilizados han hablado de lo mismo, de la ruina del rural, de la España vaciada, que es una rotunda evidencia, pero mientras unos se quejaban de la Agenda Verde globalista 2030 y del “dogmatismo ambiental”, como dicen Feijóo y Abascal (qué curioso, el mismo discurso negacionista y anticientífico en ambos), otros ponían el acento en el abandono, en la falta de ayudas, en lo caro que están los seguros y en la competencia desleal de Marruecos. Tras el “queremos trabajar, que nos dejen de papeleo”, un lema repetido hasta la saciedad por los organizadores de la tractorada, hay mucha confusión y mucha manipulación. La miseria va por barrios, en este caso por campos, y no es lo mismo el señorito terrateniente con una flota de tractores y camiones aparcada en su cortijo de Córdoba que el aparcero con un terruño en barbecho al que no le da para sacar adelante a sus familias. No es lo mismo el latifundista y aristócrata Cayetano Martínez de Irujo que el bracero inmigrante que se rompe el espinazo, de sol a sol, en los olivares andaluces. No es lo mismo. Por tanto, es preciso tener claro que una cosa es una agresiva movilización patronal, que es lo que hemos estado viendo esta semana, y otra muy distinta una huelga del proletariado de la famélica legión que solo busca mejorar sus condiciones laborales, no derrocar el establishment.
En esta rebelión está el listo, el cacique de siempre, el patrón de traje y corbata que ya no se mancha los zapatos de estiércol, y el peón jornalero que nunca ve un duro de las ayudas de la lejana Bruselas. Es el rico con bodegas, caballos y tierras el que se empeña en arrastrar a la guerra al pobre desesperado con arengas facilonas como que Cataluña nos roba (Europa también), que el cambio climático es un invento de la izquierda woke y que los progres degenerados secuestran niños para beber su sangre (ese mensaje cala todavía más en el rural, un medio supersticioso donde circulan leyendas de brujas y aparecidos de todo tipo). Por tanto, estamos ante una revuelta con dos caras. La justa y legítima del pequeño campesino, del descamisado que solo pide pan para sus hijos, y la maquiavélica de unos cuantos señoritos trumpizados que viven como Dios en casoplones de piedra con jardín y piscina, dedicados a sus juegos políticos e intereses particulares. Tras el leitmotiv general de la protesta, la idea principal de que la agricultura se muere, hay mucha tramontana de fondo, mucho viento insuflado por agentes en la sombra que no necesariamente están en primera línea de la barricada, en lucha contra los nuevos “piolines” que tratan de contener este nuevo tsunami antidemocrático. Unos agitan el odio, otros se dejan llevar por el hambre. Una combinación letal. Si los CDR de Puigdemont y Torra cometieron terrorismo y estragos en un aeropuerto, ¿qué delito imputará el juez García-Castellón a los encapuchados que hoy prenden fuego a las ruedas de los camiones en medio de las carreteras, provocando cortes de tráfico con largas retenciones y poniendo patas arriba todo un país con grave peligro para la seguridad y menoscabo para la economía nacional? ¿Acaso no es terror eso también? Ahí lo dejamos.
Por tanto, conviene recordar que estamos ante una movilización heterogénea, transversal, sui generis. Un ente extraño que no obedece a los parámetros de las manifestaciones y huelgas clásicas promovidas por la izquierda desde que Marx publicó El capital. Hablamos de otra cosa, de negacionismo climático, de batalla cultural, de odio político sin sentido y visceral. Todo eso y la resurrección de una especie de feudalismo posmoderno y caciquil que niega la globalización, aborrece la Unión Europea y sueña con la autarquía franquista, el modelo proteccionista marca Trump y una irracional vuelta al pasado. O sea, las élites arriba y el jornalero abajo, la pirámide social de toda la vida. No extraña que los más ultras de la tractorada repartan panfletos exigiendo la supresión de los sindicatos y un referéndum sobre el sistema electoral, que no les gusta porque las urnas nunca les dan la razón. ¿Qué tienen que ver esas reivindicaciones políticas con que una patata o un tomate se encarezca hasta un 880 por cien desde el origen hasta que llega a las grandes superficies? Muchos de esos líderes ultras que hoy llaman a la tropa a la batalla, megáfono en mano, se llenan los bolsillos cuando van a cobrar a Carrefour. Muchos de los que llaman a la revolución son los mismos intermediarios y especuladores de los fondos buitre que han uberizado nuestro agro. Pura hipocresía. Así que esta es la guerra que hemos visto tantas veces. El sempiterno “a río revuelto, ganancia de pescadores”. En este caso de agricultores.