Turismofobia: el mal de la globalización

Las rebeliones vecinales brotan por doquier en protesta contra los pisos vacacionales que arruinan la vida de la gente y los barrios

19 de Octubre de 2024
Actualizado el 20 de octubre
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Turismofobia: el recelo al turismo masificado genera manifestaciones en todo el país.
Turismofobia: el recelo al turismo masificado genera manifestaciones en todo el país.

En Barcelona, en Valencia, en Mallorca, en Málaga y Sevilla, en todo el país, barrios y pueblos enteros se encuentran en pie de guerra contra el molesto y odiado turista, convertido en el nuevo enemigo público número 1. El verano fue prolífico en protestas y manifestaciones ciudadanas. Los vecinos han dicho basta ya a un fenómeno, el de la masificación turística, que va camino de convertirse en un grave problema de convivencia social. La globalización de un planeta transformado en casi una aldea ha traído como consecuencia el flujo constante de millones de personas, gente en permanente viaje y movimiento en busca del destino soñado. Nunca antes había habido tanto turismo como ahora, sobre todo en España, potencia mundial del sector que en los primeros seis meses de este año ha recibido la friolera de 53 millones de visitantes (con un gasto de 71.000 millones de euros), superando ampliamente la población del país. Los empresarios e inversores se frotan las manos, pero también cunde la preocupación ante la posibilidad de que lleguemos a un punto de no retorno, de sobreexplotación, y terminemos por matar la gallina de los huevos de oro. ¿Turismo de calidad y regulado o turismo a mansalva y sin control con los consiguientes efectos perniciosos para las zonas saturadas? El debate está servido.

Vivimos en la era de la información y del turismo y cualquier persona puede plantarse en el otro extremo del mundo en apenas unas horas para cambiar el tedio de la oficina y la rutina de su vida por un chapuzón idílico con mojito en una playa paradisíaca del Caribe, Tailandia o la Polinesia. El turismo es cultura, conocimiento, ocio, industria floreciente, negocio y hermanamiento de gentes y sociedades, entre otras cosas positivas. Pero el turismo también tiene sus aspectos negativos: ruido en bares, chiringuitos y viviendas de alquiler; calles abarrotadas y bulliciosas por las que apenas se puede transitar; basuras, suciedad y falta de civismo; contaminación (degradación de costas y áreas rurales y explotación de recursos naturales); especulación urbanística; peleas, borracheras y problemas de seguridad ciudadana; fraude en los alquileres e hipotecas; abusos en la hostelería (el clásico sablazo de la paella a pie de playa a precio astronómico, deporte nacional hispano de toda la vida); fondos buitre, subidas de impuestos y gentrificación (un fenómeno emergente por el cual las clases pobres son desplazadas de sus hogares por las nuevas clases ricas o por los propios turistas).

Todo ello ha dado paso a un sentimiento de recelo (cuando no de rechazo, incluso de hostilidad u odio), de muchos vecinos que ven cómo sus tranquilos y pacíficos barrios y pueblos de toda la vida se convierten en caóticos parques temáticos con las consiguientes riadas humanas. Donde antes se podía degustar una caña o una tapa en un bar típico con encanto, ahora es imposible porque todos los locales están abarrotados de extranjeros; donde antes se podía tomar el sol en una cala tranquila, ahora ya no por la invasión del turista accidental; donde antes se podía vivir el lujo de la plácida y sana vida mediterránea ya solo queda el vago recuerdo de un tiempo pasado borrado por una horda de gente frenética y obsesionada por el selfi. De esta manera, las plazas y avenidas pierden su propia identidad. Las calles típicas de antaño se convierten en centros comerciales abiertos las veinticuatro horas del día y repletos de bazares y tiendas de souvenirs. Toda esta especie de gran emigración veraniega genera conflictos vecinales y problemas de convivencia, además del alza de los precios de las viviendas, el colapso de los servicios públicos como la Sanidad, un daño directo al medio ambiente, la anulación de la identidad cultural de un área o región (uniformización de las sociedades) y en ocasiones la destrucción de la economía local.

El turismo es tan antiguo como el ser humano. Ya en la Antigua Grecia se producían grandes movimientos de gentes para asistir a los Juegos Olímpicos, donde se mezclaba religión y deporte. En época romana, los ciudadanos del Imperio visitaban oráculos, termas, balnearios, lagunas y zonas costeras, donde los patricios y clases acomodadas tenían sus residencias de verano (gran antecedente del chalé en primera línea de playa de hoy en día). ¿Y qué era, si no un incipiente turismo en época medieval, aquel primer peregrinaje de cristianos por el Camino de Santiago? 

El turisteo moderno nace en el siglo XIX con el Grand Tour, la costumbre de las familias nobles de enviar a sus jóvenes hijos aristócratas de ruta por Europa (París, Roma, Atenas) para completar sus estudios. En 1841, Thomas Cook organizó el primer viaje planificado de la historia. Aunque fue un fracaso económico, muchos se dieron cuenta de las enormes posibilidades que podría llegar a tener el turismo. Fue así como, en 1851, se fundó la primera agencia de viajes del mundo, Thomas Cook and Son. Mientras tanto, César Ritz, considerado padre de la hostelería, creó el hotel moderno. Con la expansión del capitalismo, el colonialismo y la Revolución Industrial, científica y de las comunicaciones y transportes (en los albores del siglo XX), el turismo conoció un despegue importante. Las nuevas clases burguesas ocupaban los resortes de la política y la economía, reclamando su derecho al poder, al placer y a su síndrome de Stendhal en lugares lejanos y exóticos. Grandes barcos como el tristemente célebre Titanic, máquinas de vapor y rudimentarios aeroplanos y vehículos terrestres (junto a la invención del telégrafo y el teléfono) inauguraron una nueva época, la de la globalización, que ya no tendría vuelta atrás. Tras la Primera Guerra Mundial y la fabricación masiva de automóviles y autocares, la actividad turística conoció otro período dorado, paralizado durante la segunda contienda bélica (1939-1945). Y a partir de ahí, el boom.

Entre 1950 y 1973 el turismo internacional crece a un ritmo superior, exponencial al que lo había hecho a lo largo de la historia. La estabilidad del nuevo orden mundial (Guerra Fría), el desarrollo del Estado de bienestar en Occidente –con la consiguiente mejoría del nivel adquisitivo de las clases medias y trabajadoras–, y la democratización de la cultura generan una auténtica fiebre por ir a otros lugares. El ciudadano tiene más dinero para gastar (el viaje ya no solo está al alcance de los privilegiados), dispone de vacaciones pagadas, siente el deseo de conocer otros países (consecuencia de la educación que ha recibido) y juega al sueño de evadirse de la rutina y la angustia vital que le impone la gran maquinaria laboral del capitalismo.

En el turismo siempre hay algo de intento de escapismo de una realidad asfixiante, neurotizada, infeliz. El turismo no es más que el bálsamo que ofrece el sistema, como alivio efímero, a las dolencias del alienado humano posmoderno engullido por la sociedad de consumo. Hoy la actividad turística se ha desarrollado tanto que proporciona una buena parte de la riqueza. En España, por ejemplo, supone un 11,6 por ciento del PIB, con una facturación de más de 155.000 millones de euros. Basta esta cifra astronómica para entender que nos encontramos ante la primera industria nacional, la que sitúa a nuestro país entre los más visitados del mundo junto a Estados Unidos, Italia y Francia. Desde los años sesenta, en pleno desarrollismo franquista (fue el ministro Manuel Fraga quien sentó las bases del turismo de sol y playa masivo, voraz y sin control que llenó nuestras costas de apartamentos baratos, de baja calidad), el sector no ha hecho más que crecer y crecer. Hemos creado un gigante, quizá con pies de barro. Sin embargo, pese a las voces de los agoreros que advierten de que el modelo terminará colapsando algún día, nada parece poder con el atractivo magnético que España ofrece al extranjero, y cada año se supera el récord anterior. Con todo, los años locos del turismo, del turismo del todo vale o turismo de borrachera, parecen tener los días contados. Algo empieza a moverse en la sociedad española, cada vez más concienciada con la idea de una economía sostenible inevitablemente asociada a los efectos del cambio climático.

Del síndrome de Venecia a la rebelión de Mallorca

En 2013, el documental Das Venedig Prinzip (El síndrome de Venecia) alertó ante los problemas de la “turistificación” (una palabra que más pronto que tarde terminará recogiendo el diccionario de la RAE). La tesis del documental sorprendió al mundo entero: en la bella ciudad de los canales cada vez quedaban menos venecianos. La mayoría se estaban marchando a toda prisa, huyendo, hartos de un turista deshumanizado y codicioso que no respetaba nada, ni el milenario modo de vida veneciano, ni su rico patrimonio histórico, ni siquiera el más elemental descanso de quienes allí viven. Según los datos oficiales, en Venecia solo quedan 58.000 habitantes y se calcula que para 2030 no vivirá nadie en el centro urbano, ya totalmente invadido por millones de forasteros cada año. La imagen de una plaza de San Marcos inundada de gente por la que apenas se puede caminar, y de los gigantescos cruceros atracando en el puerto veneciano –tras dejar un rastro de contaminación atmosférica, marina y acústica antes de descargar a miles de visitantes–, supuso un antes y un después, un aldabonazo en la conciencia occidental. Venecia, la bella y apacible Venecia, había dejado de ser un hermoso museo al aire libre para convertirse en un parque temático lleno de bullicio, ruido, basuras y olor a fritanga. “Es una presión que no podemos soportar”, aseguró Marco Gasparinetti, representante de 25 Aprile, una asociación vecinal contra el turismo masificado. “Nosotros somos la única civilización que todavía vive en el agua: quien quiere verse con su madre, va en barco; cuando estamos enfermos, necesitamos un barco que nos lleve al hospital; la basura se recoge con los barcos, los muertos también... Esto es Venecia”, alegó con amargura frente a la masificación. ¿Qué estaba denunciando este hombre? Ni más ni menos que la decadencia de una ciudad milenaria, joya y emblema de Occidente, saqueada y vendida al mejor postor.

Cuatro años después, el síndrome de Venecia llegaba a España. Era solo cuestión de tiempo que la reacción popular ante la tragedia veneciana explotara también en nuestro país. El 22 de julio de 2017, activistas del grupo minoritario Arran, provistos con pancartas y bengalas, asaltaron un restaurante y varios barcos atracados en el muelle Moll Vell de Palma en señal de protesta contra “el turismo masivo que destruye Mallorca y condena a la clase trabajadora a la miseria”. Bajo el lema tourist terrorist, la “turismofobia” empezó a propagarse como un reguero de pólvora por toda la geografía nacional. Cuatro días después, otro grupo de encapuchados cortaba el paso a un autobús que transportaba a decenas de turistas. Los activistas pincharon una rueda y dejaron pintadas en los cristales del vehículo como “el turismo mata los barrios”.

Desde entonces, las rebeliones vecinales han ido brotando por doquier. El pasado 6 de julio, casi tres mil personas, según la Guardia Urbana, se manifestaban en Barcelona para exigir que las autoridades pongan freno y límite al turismo. Los participantes denunciaron que la masificación supone un impacto negativo en la vida diaria de los barceloneses, ya que dispara el precio de la vivienda y alimenta la gentrificación. Bajo el lema Prou! Posem límits al turisme(¡Basta! Pongamos límites al turismo), más de un centenar de asociaciones tomaron parte en la convocatoria, en la que no faltaron pancartas contra la ampliación del aeropuerto del Prat y eslóganes como Tourist go home (turistas fuera), Vecinos en peligro de extinción o Collboni [en referencia al alcalde de Barcelona], que et voti Louis Vuitton (Collboni, que te vote Louis Vuitton). La tensión se palpó en el ambiente durante todo el itinerario hacia la Barceloneta, e incluso algunos manifestantes llegaron a increpar a los turistas que estaban sentados en las terrazas de la zona y que no entendían por qué aquella gente los miraba con hostilidad. La cosa no está para broma y en este tipo de concentraciones ya es habitual que los comercios cierren sus puertas o bajen la persiana para evitar cualquier problema, como ser hostigados o apedreados en sus escaparates. Hasta ese punto ha llegado la turismofobia.

En el manifiesto leído al término del acto, se aseguró que el modelo económico basado en un turismo masivo “genera dependencia económica de una industria altamente volátil” y “fuerza a la Administración a tomar decisiones centradas en el beneficio de la industria turística y en el gremio de la restauración” en lugar de enfocarse “en la emergencia habitacional”, es decir, en lugar de resolver el acuciante problema de la vivienda que sufren los ciudadanos de Barcelona y los de todo el país.

Unos días más tarde, en Palma de Mallorca, volvía a repetirse la escena. En este caso la movilización fue aún más multitudinaria, ya que participaron unas 12.000 personas hartas del turismo masificado y sin control. De nuevo apareció el malestar social en todas sus formas, ya que a las habituales reivindicaciones contra los extranjeros que visitan nuestras ciudades se unieron la protesta contra la caída de los salarios, la pérdida de calidad de vida, los atascos en carreteras y playas, el ruido, la ruina del territorio y el elevado precio de la vivienda y el alquiler. A la organización convocante, la denominada plataforma Menos Turismo, Más Vida, se sumaron otras 110 entidades, colectivos y movimientos sociales de la localidad balear.

“Esto ha de ser un punto de inflexión, un golpe sobre la mesa, y el inicio de acciones y movilizaciones en las cuatro islas, no solo en Mallorca, que se extenderán más allá del verano”, aseguró el portavoz, Pere Joan Femenia. “El objetivo de esta protesta es cambiar el rumbo, la gente está harta de un modelo económico que no tiene en cuenta los problemas que el turismo causa a los residentes”, añadió. Las paradisíacas Islas Baleares, destino habitual de las élites de todo el mundo, se encuentran en un momento crítico, como demuestra un dato demoledor: solo en un fin de semana, los tres aeropuertos de Baleares reciben más de cuatro mil vuelos comerciales llenos de gente procedente de todo el planeta, a los que se añaden la avalancha de cruceros y el masivo alquiler de coches. Obviamente, meter a millones de viajeros en islas que no dejan de ser de pequeño tamaño supone programar una auténtica bomba demográfica de cara al futuro. Por no hablar de los precios de las viviendas de alquiler y en propiedad, que siguen por las nubes y fuera del alcance del común de los mortales. Y es que uno de los efectos de la turistificación de todo es que beneficia a las clases sociales más altas sobre las más bajas, instaurando un desequilibrado modelo económico. “La gente quiere un punto y final porque alcanzar este año la visita de veinte millones de turistas es insostenible”, denunció el portavoz, que lamentó que “desde hace muchos años” la riqueza generada por el sector no revierta en la población.

Sería imposible recoger todas las quejas y denuncias de los afectados. Uno de los manifestantes aseguró a la Agencia Efe: “Estamos aquí hartos del turismo; es una cuestión de sentido común: hay demasiada gente y la gallina de los huevos de oro hay que conservarla limitando la llegada de visitantes”. Albert, un joven profesor, aseguró que “Palma se ha vuelto totalmente inhabitable” y se mostró “muy preocupado”, ya que está convencido de que jamás podrá comprarse un piso. “De alguna manera, los mallorquines nos hemos convertido en ciudadanos de segunda”, espetó. La amarga sensación de que todo en la ciudad está ya enfocado al turista, dando la espalda al ciudadano, flotaba en una atmósfera enrarecida. Aina, residente en Palma, alegaba que “esto es una masificación como la de Venecia. Entre coches de alquiler, el alquiler turístico, Airbnb y chorradas de estas es que no podemos salir ni a la calle...”. Quiso dejar claro, no obstante, que su malestar no es contra el turismo ni contra los visitantes nacionales o extranjeros, sino contra el “exceso” de turismo y sus abusos.

La turismofobia genera sentimientos encontrados en quien la padece. Por una parte, se siente una cierta nostalgia de aquellos viejos tiempos tranquilos y pacíficos en los que la globalización aún no se percibía en toda su dimensión y crudeza. Aquel barrio de siempre donde todos los vecinos se conocían, aquella cala desierta en la que poder darse un baño, la sana gastronomía local en la que se comían y bebían los buenos productos de la tierra, no la bazofia que venden algunas grandes superficies. La buena vida, en fin, sin aglomeraciones humanas, sin estrés, sin contaminación. Es lo que opina un residente de Palma, Toni, de 61 años, que relata: “Mallorca era un paraíso y esto ya no es turismo, es una invasión. Nos sentimos acorralados, ya no podemos ir a las playas de toda la vida”. Sin embargo, por otro lado, quienes despotrican de la situación saben que, en realidad, pueden estar tirando piedras sobre su propio tejado, ya que, si el turismo desapareciese algún día, si los visitantes dejasen de llegar, volvería, inevitablemente, el fantasma del desempleo y el paro, la crisis económica, la miseria y la ruina. De ahí la enorme dificultad que entraña este problema, que exige de un complejo encaje de bolillos para abordarlo con éxito.

Todos los partidos de Baleares coinciden en la sensación social de saturación y en la necesidad de avanzar hacia un modelo turístico sostenible que respete el medioambiente y la convivencia pacífica con los residentes. Pero pocos políticos se atreven a tomar unas medidas que, sin duda, serán tan drásticas como impopulares y que soliviantarán a quienes, hoy por hoy, viven del turismo (sobre todo a los hosteleros, ese gremio o lobby de presión siempre dispuesto a ponerse en pie de guerra contra el gobernante que reduzca su cuenta de beneficios, tal como pudo constatarse durante el confinamiento por la pandemia). El gobernante de hoy suele moverse por su propio interés, el de mantenerse en el poder, y afrontar un reto mayúsculo como el de la turistificación puede reportarle escasas ganancias y sí una sonora derrota electoral. Solo la extrema derecha, atenta a canalizar el descontento popular, parece dispuesta a pescar en ese río revuelto. Tras la manifestación, el diputado de Vox por Mallorca, Jorge Campos, lanzó un mensaje en la red social X, donde calificó a los manifestantes de “gentuza” que amedrenta a los turistas y que está en contra del trabajo y el sustento de “la mayoría de los mallorquines”. La defensa de las esencias patrias (en este caso del voraz modelo de desarrollismo franquista heredado de los años sesenta) tiene en el turismo, al igual que en la crisis del campo y en la España vaciada, un primer frente de batalla de la guerra cultural contra la izquierda.

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