Tal como era de esperar, la moción de censura de Vox no ha tenido demasiada repercusión en las encuestas. El Partido Popular se impondría en las generales con el 31,5 por ciento de los votos (sube un punto); el PSOE se colocaría con el 26,8 (medio punto más); y la fuerza política de Abascal quedaría más o menos igual. O sea que los socialistas no sufren erosión alguna, los populares se estancan y la extrema derecha no saca ese cosechón de votos que preveía cuando presentó a Ramón Tamames como candidato a la Presidencia del Gobierno. En cuanto a Podemos, lo más prudente será esperar a próximos sondeos demoscópicos para determinar cómo afecta su tira y afloja con Yolanda Díaz, a cuenta de la plataforma Sumar, a sus expectativas de voto. Pero desarrollemos un poco más el tema.
A Pedro Sánchez no le ha inquietado lo más mínimo el último movimiento de la extrema derecha. Su viaje a China, para verse con Xi Jinping y mediar en una salida dialogada a la guerra en Ucrania, ha reforzado su perfil de estadista internacional. Si a esto unimos que Bruselas ya le compra todo (hasta la última medida intervencionista que presenta) y que los datos de la economía siguen avalando su gestión (la inflación al 3,3 por ciento, una de las más bajas de Europa, y el crecimiento al 5,5), no se puede sino concluir que el inquilino de Moncloa está teniendo un final de legislatura de lo más tranquilo.
A estas alturas el PP ya debería tener media victoria electoral en el bolsillo, pero nada más lejos. Ni ha cazado al oso, ni cuenta con la piel. Feijóo ha cometido algunos errores de estrategia, como esa misa herética con los telepredicadores de Usera, más algunos gazapos que empiezan a ser habituales en los discursos del jefe de la oposición y que le restan puntos en su intento de construirse ese personaje de gran estadista con el que sueña. No puede ser que el gallego lo critique todo sin ton ni son. La pasada semana, durante la Cumbre Iberoamericana, llamó “autócrata” a Sánchez y le afeó que se reuniera con dictadores bananeros sin reparar en que en esa misma mesa diplomática estaba también Felipe VI. ¿Es un autócrata el rey, según Feijóo? Y el viernes, cuando no había transcurrido ni una semana de ese primer bochorno, el presidente del PP volvió a meter la pata hasta el cuezo al acusar al líder socialista de despreciar la cultura china por no haber acudido a una exposición de los célebres Guerreros de Xiang inaugurada en Alicante. El zasca podría haber tenido su sentido en cualquier otro contexto, pero se daba la casualidad de que ese mismo día Sánchez estaba en China viéndose las caras con Xi Jinping. ¿Qué mayor respeto al gigante asiático que ese viaje relámpago a Pekín para tratar los trascendentales problemas entre ambos países también cruciales para la Unión Europea? Sánchez soltando uno de esos discursos para la historia en un perfecto inglés de Oxford mientras era aplaudido por los jerarcas del partido comunista y Feijóo fotografiándose junto a una figura inerte de terracota. Sánchez instando a Xi Jinping a que apoye la Fórmula para la Paz de Zelenski, con los ojos de todos los grandes cancilleres del mundo puestos en él, incluido Joe Biden, y Feijóo aburriendo a las cabras mediterráneas con uno de esos plomizos actos de aparato que apestan a electoralismo barato dominguero. Juzguen ustedes mismos sobre la dimensión política e histórica de ambos personajes.
Así que mientras el jefe de Estado chino le decía a Sánchez eso de que es preciso acabar con la “mentalidad de la Guerra Fría y la confrontación de bloques” –una frase para la eternidad– nadie prestaba la menor atención al dirigente popular, que ya nos empieza a dar algo de penita. Hace tiempo que el hombre se convirtió en un caballero de triste figura, un señor quiero y no puedo, un bluf. Cuando llegó a Madrid para terminar de liquidar a Pablo Casado, revestido de esa aureola de pacificador y de Suárez gallego, despertó todo tipo de ilusiones y esperanzas en la parroquia pepera. Hoy no ha cumplido ninguno de los objetivos que se esperaban de él. Ni ha cerrado las heridas del partido (Ayuso sigue ahí, agazapada y esperando su momento); ni ha derrotado al sanchismo (si no lo ha hecho ya, en medio de una crisis pospandémica, una guerra mundial y una crisis inflacionaria, mucho dudamos que lo consiga antes de las elecciones); ni ha logrado acabar con su principal competidor, Vox, desde la moderación y el centrismo (la formación de Abascal se ha estancado, pero no puede decirse que haya empezado su declive, ni mucho menos).
Es cierto que Feijóo cogió un partido destrozado, al borde de la implosión, y que ha logrado frenar la hecatombe, que no es poco. Pero hasta ahí. La victoria aplastante del PP por mayoría absoluta no se va a producir ni aunque se repitan cien veces las elecciones, así que va a tener que coaligar sí o sí con la extrema derecha para su vergüenza y oprobio. Cada vez que Feijóo va a Bruselas, sus compañeros del PP europeo se apartan de él, como si estuviese políticamente apestado, y en realidad en cierta manera lo está, ya que nadie más allá de los Pirineos entiende que haya pactado con los ultras taurinos, neofranquistas y carpetovetónicos ibéricos, retrocediendo más de 80 años en el tiempo. La última es ese abierto elogio a la reforma de las pensiones del Gobierno de coalición que ha hecho el vicepresidente de la Comisión Europea, el conservador Margaritis Schinas. Y otro revés para el orensano: la OCDE, por boca de su portavoz Mathias Cormann, se ha rendido a una reforma laboral, la de Yolanda Díaz, que “ha contribuido de forma muy importante a mejorar el mercado de trabajo en España”. Feijóo no ha concretado de cara al gol, por tirar de manido símil futbolero, así que hay partido.