Un narco-Estado en España

13 de Febrero de 2024
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Hace ya años, tuve la inmensa suerte de compartir una noche de vigilancia, a bordo de una patrullera de la Guardia Civil de Algeciras, con un puñado de sufridos y bravos agentes. Rodeamos el Peñón de Gibraltar al atardecer (un espectáculo grandioso); tuvimos nuestros más y nuestros menos con los barcos de la Marina Real británica (los incidentes con la Royal Navy por la custodia de las aguas jurisdiccionales están a la orden del día); y navegamos por la desembocadura, a escasa distancia de las casas de los traficantes convertidas en auténticos hangares o aparcamientos clandestinos para las narcolanchas.

La noche estaba siendo relativamente tranquila. Habíamos parado los motores de la vieja Rodman en alta mar, flotábamos suavemente y esperábamos en silencio y con paciencia a que cayera alguna presa. Mi compañero, el fotógrafo cartagenero Pedro Martínez, apuntaba al horizonte con su Nikon, pero no había nada que llevarse a la boca. Había calma chicha. Un silencio estremecedor como de otro mundo lo invadía todo. La luna se elevaba majestuosa tratando de penetrar con su fulgor plateado la inmensa placa opaca y rizada del mar, y tímidas olas chapoteaban contra el casco, balanceándonos como a niños en una cuna. Entonces entró un mensaje por radio. La red de vigilancia SIVE había detectado un movimiento sospechoso aproximándose a la playa. “Localizadas dos embarcaciones que van cargadas. Las coordenadas son 36, 11, 12, norte, y 05, 12, 01, oeste. A la altura de Punta Carbonera”. “Recibido. A por ellos”, respondió el sargento González, que se puso a los mandos de la patrullera de inmediato.

En cuestión de segundos, nuestra barca rompía las olas a la máxima potencia que podía dar de sí, levantando espumosas cortinas de agua a babor y estribor. Mi compañero y yo tuvimos que agarrarnos a lo que pudimos para no caer por la borda (en mi caso a una fría barandilla o pasamanos de hierro, no lo recuerdo muy bien) y nos encomendamos al destino. Era como ir montado en uno de esos enloquecidos toros mecánicos de los rodeos que aparecen en las películas americanas sobre vaqueros. Las piernas rebotan contra el suelo, los brazos van perdiendo fuerza por el impulso de los motores (hasta quedar flácidos) y tienes la sensación de que todo tu cuerpo rebota como una pelota impactando contra las paredes. Es un auténtico rompecuerpos, y por momentos estás convencido de que saldrás de aquello desconyuntado y con todos los huesos pulverizados.

A lo lejos, lo que parecía un surco blanco hacía presagiar que una narcolancha merodeaba alrededor de nosotros. Pero todo fue un espejismo. Tras más de media hora de supuesta persecución (en realidad no hubo tal, todo el rato fuimos tras el rastro de un fantasma velocísimo al que nunca vimos de cerca), los agentes echaron el freno y arrojaron la toalla. Cloc, cloc, cloc, resopló la Rodman como un viejo toro asfixiado. Era imposible competir con un vehículo que rozaba los doscientos kilómetros por hora. De haber continuado la persecución, probablemente se habría quemado el motor. Sin duda, habíamos sometido a la máquina al máximo rendimiento y ni siquiera tuvimos a tiro a la supuesta planeadora sospechosa. Nunca hubo una competición de tú a tú. Nunca tuvimos ni una sola oportunidad, no ya de darles alcance, sino siquiera de otearlos en el horizonte. Aquello había sido lo más parecido a una carrera entre un pesado elefante y un guepardo de los océanos (más bien el juego del gato y el ratón con nosotros haciendo las veces de pardillo roedor).

“Cuando se calientan demasiado los líquidos, el barco se detiene para no correr riesgos. Esto funciona así”, aseguró lacónicamente, y con impotencia, el cabo Francisco. Nos quedamos parados en medio del mar, en medio de un absurdo silencio, presintiendo que, una vez más, los malos habían ganado la partida. ¿Cuántos kilos de hachís habrían logrado pasar esta vez? ¿Cien, doscientos, quinientos? Así es la rutina en el Estrecho, así es el día a día lastrado por la falta de agentes, la escasez de medios y unos barcos obsoletos incapaces de plantar batalla al sofisticado crimen organizado. Cada noche, los guardias salen al mar sabiendo que la batalla está perdida de antemano y que se juegan la vida en un oficio tan ingrato como peligroso. En casa quedan las familias con la angustia metida en el cuerpo. Sin embargo, extrañamente, los agentes cogen cartas, aceptan el reto y juegan como si realmente pudieran ganar a los delincuentes. Resulta tan conmovedor como triste y desolador.

Hace un par de días, dos de estos vigilantes fueron brutalmente asesinados por unos contrabandistas que enloquecieron y decidieron arrollar una patrullera con su narcolancha. Sencillamente, aplastaron a las víctimas pasando por encima de ellas. Dicen que ha sido el clan de Kiko “El Cabra”, un viejo conocido de la Guardia Civil que lleva desde la tierna infancia subido a “gomas” de gran cilindrada. Fue su forma de ajustar cuentas con la Benemérita por la muerte de uno de sus socios inseparables. Así es el código del hampa, la ley de la droga que se impone por encima del Estado de derecho. Hace ya tiempo que el Gobierno, de uno y otro signo y color, dio por perdida la guerra contra el narcotráfico en el Estrecho. Se ha abandonado a su suerte a los agentes pese a que las asociaciones sindicales reclaman mejores condiciones laborales, más agentes y embarcaciones más potentes para poder equilibrar la desigual balanza. Nosotros mismos, en Diario16, denunciamos la situación en aquel amplio reportaje sobre el terreno en julio de 2017. Nada ha cambiado desde entonces. El puñado de agentes del destacamento de Algeciras que sale a patrullar cada día y cada noche sigue en la brecha tratando de protegernos de esta lacra, de este cártel mafioso que amenaza con instaurar un Estado narco dentro del Estado español, como ya ocurre en algunos lugares de Sudamérica. Tienen caldo de cultivo suficiente. Una zona como Cádiz devastada por la pobreza, el paro y la desindustrialización. Un campo arruinado. Una sociedad moralmente degenerada, como demuestra toda esa gente que jalea y aplaude a los asesinos en el momento de lanzarse sobre la barcaza de la Guardia Civil, de la que se mofan y a la que ya han perdido el respeto. En ese escenario, decenas de familias viven de la única empresa que da trabajo y dinero hoy por hoy: la empresa de la droga. En Algeciras y alrededores, hace ya tiempo que no solo claudicó el Estado de derecho, convirtiendo el lugar en territorio sin ley, también el principio de autoridad mismo. Dice Marlaska que los traficantes no se saldrán con la suya. Pero ya lo han hecho. La viuda de uno de los agentes fallecidos le ha tirado la condecoración a la cara al señor ministro. Y con razón.

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