El rey emérito no asistirá al funeral de Isabel II. Así lo hizo saber ayer el periodista Carlos Herrera, que por lo visto tiene hilo directo con el monarca. Zarzuela debería ir pensando en trasladar su gabinete de prensa a la COPE, que últimamente es la que da las noticias importantes de palacio. Sí acudirá a las exequias el rey Felipe VI, que ha confirmado su presencia. El padre no, el hijo sí. Otro lío borbónico está servido.
El rey emérito siempre se ha cuidado de no saltarse los grandes eventos de la historia, y la muerte de la última reina imperial británica era motivo más que suficiente para haberse desplazado a Londres. Por eso extraña tanto su ausencia. Mucho nos tememos que nadie nos va a contar la verdad sobre la incomparecencia de Juan Carlos I en el funeral de una reina con la que guardaba no solo una relación de parentesco (tataranieto de Victoria de Inglaterra) sino una buena sintonía personal y profesional. Hablamos de dos figuras esenciales para entender el siglo XX, de dos iconos de los buenos tiempos de la monarquía, una forma de gobierno que, de alguna manera, ha empezado a entrar en franca decadencia y declive en no pocos países europeos. ¿Cómo explicar entonces la ausencia de Don Juan Carlos en las exequias de la abadía de Westminster, un templo que por cierto no alberga el funeral de Estado de un monarca desde el siglo XVIII? ¿Ha pasado palabra el emérito porque prefiere quedarse en Abu Dabi, entre jeques y mojitos junto a la piscina del resort de lujo, o quizá alguien le ha aconsejado sutilmente que mejor que no vaya para no perjudicar la imagen de España? De momento el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, ha pedido no “especular” sobre la delegación española que representará a nuestro país en el histórico evento, pero nosotros somos periodistas y nos pagan precisamente para eso, para especular.
La primera hipótesis es que el monarca exiliado ha preferido no viajar a la City, ya que allí, en la Royal Courts of Justice, sigue pendiente un delicado proceso tras la denuncia de su expareja Corinna Larsen, que lo acusa de difamación con pérdida de ingresos, vigilancia ilegal y acoso. Se trata del último marrón judicial que tiene abierto el patriarca de la Transición, una vez que la Fiscalía española ya ha cerrado todas las causas por diferentes delitos fiscales al considerar que los hechos están prescritos o se cometieron cuando el entonces jefe del Estado gozaba de inviolabilidad constitucional. Cuenta la prensa del corazón que desde el cierre de los sumarios por evasión tributaria y blanqueo, Juan Carlos se encuentra bastante más aliviado y tranquilo, de ahí que la pasada primavera se permitiera darse un homenaje viajando a España para participar en las regatas de Sanxenxo. Fue su forma de tirarse el nardo, de sacar pecho, de decir aquí estoy yo, qué pasa, y de desquitarse con los republicanos más antijuancarlistas, esos ingenuos utópicos que por un momento creyeron que lo verían jugando al dominó, con un traje a rayas, en el patio de Soto del Real.
Con todo, el rey emérito es consciente de que España no es el Reino Unido. En Galicia se siente como en su pequeño coto privado, su terruño particular, su feudo seguro, mientras que Londres es otra cosa, un lugar hostil lleno de enemigos, de espías del MI6 y de burócratas del Foreign Office que llevan su retrato con el cartel de wanted en la cartera. Los jueces españoles se lo han perdonado todo al artífice de la democracia española, su fortuna injustificada, sus declaraciones de renta fuera de tiempo y sus sociedades y cuentas corrientes en paraísos fiscales. Sin embargo, de los juristas de las pelucas blancas, de todos esos fiscales anglicanos de rictus severo y narices aguileñas que odian a España, se puede esperar cualquier cosa. Además, Londres es un auténtico monstruo urbano y aunque Díaz Ayuso, nuestra reina Isabel de Tabarnia, dice que lo bueno de ciudades gigantescas como Madrid es que uno puede caminar por ellas sin tropezarse con su ex, nunca se sabe. En cualquier momento Corinna sale de Harrods cargada de bolsas y la hemos liado.
No obstante, la hipótesis de que Juan Carlos I no pisará Inglaterra por sus problemas con la Justicia de la Pérfida Albión quizá no sea la única ni la más plausible. No se debe descartar que alguien en Zarzuela, y también en el Gobierno de coalición, le haya aconsejado que no acuda al funeral del siglo, ya que la Corona británica, siempre tan falsamente puritana, no lo consideraría decoroso. Los últimos escándalos que han perseguido al monarca español no han sido precisamente peccata minuta. Por momentos los titulares que aparecían en los tabloides sensacionalistas londinenses pintaban a Juan Carlos I, algo exageradamente, como un camellero atravesando el desierto con las alforjas llenas. Como si la monarquía anglosajona no tuviese sus trapos sucios que lavar y sus cadáveres en el armario. A Charles III, Carlos III para los amigos, también le han sacado maletines y cosas con la familia Bin Laden, según cuenta el Sunday Times, y ahí está el ilustre anciano, inmaculado, políticamente virgen y a punto de ser coronado como si nada a sus 73 añazos. Todos los reyes, por mucha denominación de origen divino que ostenten, tienen su oscura mundanidad que ocultar, y en la ceremonia fúnebre habrá más de un monarca de la Europa opulenta al que se le debería impedir el paso al templo por ludópata, cleptómano, dipsomaníaco o sospechoso de algo. Sin embargo, a la hora de la verdad, en la realeza siempre prima la imagen, el juego de las apariencias y el sagrado protocolo. Si lo han vetado en Londres, el emérito tendrá que quedarse en el infierno de Abu Dabi aunque arda en deseos de salir de allí para airearse un poco y ver algo más que dunas, turistas, coches de lujo y jeques con túnica. Con lo fresquito que se está en septiembre paseando junto al Támesis. Jodíos ingleses.