La Federación Española de Fútbol sigue en su lento pero imparable proceso de descomposición. Tras la dimisión de Luis Rubiales, los que quedan, los cortesanos del rey depuesto, tratan de aferrarse al poder como sea. En cualquier país democráticamente avanzado el escándalo internacional de repugnante machismo que ha dado el fútbol español habría sido causa suficiente para que todos sin excepción se fuesen a sus casas, se convocaran nuevas elecciones y comenzara la reorganización de unas estructuras federativas caducas y trasnochadas. Sin embargo, aquí no dimite ni el bedel de la puerta. Seguimos instalados en el caciquismo futbolístico de siempre.
Cada día que pasa estalla un caso más bochornoso que el del día anterior. El penúltimo embrollo es la lista de las jugadoras convocadas para los dos primeros partidos de la Liga de Naciones. Las campeonas del mundo ya han dicho que no volverán a la Selección mientras sigan en el poder cuatro o cinco cargos rubialistas que han salido seriamente tocados del affaire por el beso del presidente a Jenni Hermoso. Exigen que se vayan también con el jefe. Reclaman cambios profundos en la directiva y en el cuerpo técnico. Y no solo de caras, también de métodos de trabajo, de condiciones laborales, de trato personal y comportamientos. Mientras la RFEF no acometa esas reformas, las mundialistas no volverán a vestir La Roja. Y a falta de cuarenta y ocho horas para el partido decisivo contra Suecia, parecen dispuestas a seguir manteniendo su órdago a la Federación.
Así pues, nos encontramos ante una situación esperpéntica que puede provocar un daño irreparable al fútbol español. La imagen de las suecas alineadas sobre el césped mientras nuestro combinado femenino ni está ni se le espera y el árbitro da el partido por perdido a España promete convertirse en un ridículo histórico. Una foto inédita, nunca vista. Pero es lo que hay. Esa es la situación dramática a la que nos han arrastrado los señoros que dirigen el fútbol español. La gestión de la crisis está siendo nefasta y el hedor a putrefacción lo invade todo. Algunos pensarán que la cosa no es para tanto, que a fin de cuentas estamos hablando de fútbol, ese deporte que provoca empacho a cierto sector de la ciudadanía. Sin embargo, conforme avanza el tiempo y la situación se va pudriendo un poco más, el episodio va adquiriendo tintes de auténtica cuestión de Estado. Casi un problema de seguridad nacional, teniendo en cuenta que afecta a la imagen exterior del país y que está en juego no solo el prestigio de nuestro deporte sino también ingentes cantidades de dinero en patrocinios y publicidad. Poca broma con el tema.
A esta hora, solo cabe decir que es el momento de estar con las jugadoras. Las Alexia Putellas, Aitana Bonmatí, Cata Coll, Salma Paralluello, Olga Carmona y el resto de la plantilla se ven inmersas en algo más que un conflicto de intereses en el fútbol español. Esto no es un asunto interno de la RFEF. Esto es una fase acelerada de la revolución por los derechos de la mujer y a ellas, para su suerte o para su desgracia, el destino las ha elegido como símbolos y abanderadas de la lucha. De lo que consigan con su plante ante la cúpula federativa puede depender el futuro del feminismo en España. Sobre ellas ha recaído el peso de la historia y por lo que trasciende a los medios de comunicación, con cuentagotas, son perfectamente conscientes de la responsabilidad que pesa sobre sus espaldas. Sin quererlo ni beberlo (probablemente aún no hayan caído en la cuenta de lo que tienen entre manos) han dejado de ser meras futbolistas para convertirse en activistas, en iconos de una causa, en referentes de la sociedad. Por ese trance del compromiso social contra la discriminación, la intolerancia y la injusticia ya pasaron antes grandes campeones como el boxeador Muhammad Ali, héroe de los negros en su lucha contra la opresión de los blancos; la tenista Billie Jean King, emblema del feminismo; o Yusra Mardini, la nadadora siria embajadora de los refugiados. A buen seguro ninguno de ellos pensó que estaba llamado a tomar parte en una misión tan dura y arriesgada, pero fue lo que les tocó vivir.
Hoy, las jugadoras de la Selección Española femenina de fútbol han cruzado un Rubicón que no tiene vuelta atrás. Su decisión de llegar hasta el final puede suponer que tengan que asumir grandes sacrificios como poner en riesgo una carrera deportiva brillante para la que han estado preparándose toda la vida. Hay que ser muy valiente para tirar por la borda el sueño de aquella niña que empezó dándole patadas a un balón, en el parque, ante las burlas y menosprecios de los pequeños y elitistas varones. Y todo a cambio de lograr un mínimo avance de la sociedad que nadie les agradecerá. De ahí que tengamos la obligación moral de estar junto a ellas. Alguna ya ha empezado a pagar el precio de su rebeldía y su beligerancia. Es el caso de Jenni Hermoso que, bajo el argumento de que debe ser protegida en medio del escándalo por el caso Rubiales, no ha sido convocada para el próximo partido clasificatorio. “¿Protegerme de qué? ¿O de quién?”, se pregunta en las redes sociales, atónita, la víctima de aquel nefasto “piquito” del jefe. La vendetta machirula ya ha comenzado.
El reloj avanza. Los incompetentes no mueven ficha. Siguen instalados en el inmovilismo, resistentes a cambiar, obcecados en seguir manteniendo unos privilegios y unas estructuras machistas, enrocados en una época que ya no es la suya. Creen que el poder les pertenece por derecho divino. Ya tarda Pedro Sánchez en aplicar un 155 deportivo para intervenir esa casa de caciques, patriarcas y plutócratas del fútbol. Aquello de “corrupción en la Federación”, que se grita cada domingo en los estadios, empieza a ser más verdad que nunca. Contra la desigualdad, ni un paso atrás. Se acabó.