Se está gestando otro 15-M. No hay más que tomarle el pulso a la calle para ver que se prepara otra etapa de contestación social nacida del descontento y el hartazgo. La pregunta es cuándo comenzará o, mejor dicho, qué forma adoptará, puesto que la política no siempre permite que el malestar social se exprese con voz propia. Alberto Núñez Feijóo no comprende nada porque carece del olfato político que sí tenían Aznar, González o el propio Sánchez, de manera que apenas conseguirá atrasar unos años el advenimiento de VOX. Se están produciendo dos dinámicas sociales que antes o después crearán una sinergia transformadora. La primera es que hay una generación de jóvenes cuyo pensamiento es totalmente nuevo. Se han criado con otras convenciones socioculturales y su cosmovisión es muy distinta a la nuestra: simplemente no valoran algunos atributos de la democracia como la libertad de expresión o de manifestación, el derecho a la información o el respeto por el debate parlamentario. Sin embargo, ponen un desmesurado énfasis en el orden y la estabilidad (tal vez porque no han conocido un entorno estable desde 2008), aun a costa de sacrificar su libertad. Alguna culpa tendremos quienes somos mayores que ellos por no haberles transmitido nuestra veneración por la democracia. Ya sé que no tienen una especial conciencia política, pero eso no es necesario para que sean conscientes de sus precarias condiciones de trabajo o de la terrible dificultad para acceder a una vivienda. La mayoría de los rusos de hace más de un siglo no habían leído a Proudhon o Marx, pero comprendían que sus vidas se desarrollaban en medio de enormes penalidades y miserables condiciones materiales. No es imprescindible tener un pensamiento político sofisticado para identificar las injusticias sociales y a sus autores; la conciencia política también nace de la experiencia vital, y la suya se desarrolla en medio de problemas muy específicos, como el citado de la vivienda, que nosotros no conocimos.
El segundo factor es que los escándalos de corrupción - y el del exministro Cristóbal Montoro no hace más que ahondar en esta percepción- fortalecen la idea de que todos los políticos son iguales, de manera que nos esperan tiempos convulsos que, de nuevo, nacen de la desafección hacia la política tradicional. La erosión institucional a la que nos han llevado los dos grandes partidos estremece. Para esos jóvenes que por cientos de miles engrosan las filas de VOX, la corrupción en España no es una ocasional anomalía del sistema, sino su combustible estructural. Legislatura tras legislatura, no tenemos más que sentarnos a esperar que se produzca. El bipartidismo ha convertido nuestra política en un castillo de cartas marcadas donde lo que cambia son los nombres de nuestros gobernantes, mientras que permanecen las mismas empresas que, desde hace décadas, monopolizan las licitaciones públicas más importantes y protagonizan los grandes escándalos de corrupción, sin que el relevo entre PP y PSOE consiga evitarlo.
En 1978, la Constitución fue aprobada mediante referéndum, dando paso a una etapa de transformación social y económica que generó en la ciudadanía española una profunda sensación de progreso. Sin embargo, desde 2008, para muchos jóvenes la democracia es tan solo un conjunto de promesas y buenas intenciones que nunca pasan de la retórica política a la realidad, y eso acabará teniendo consecuencias. Entre otras cosas, porque en la calle ya se ha instalado la idea de que los ciudadanos cumplimos con lo que el Estado de Derecho nos exige en todos los órdenes, para ver cómo, una y otra vez, algunos de nuestros políticos se llenan los bolsillos con nuestro dinero mientras relegan las promesas electorales y defraudan nuestras expectativas. Sería de una ingenuidad enfermiza pensar que un comportamiento así no va a crear desesperanza en la sociedad. En buena lógica, Unidas Podemos emergió como el partido que debía gestionar el enorme descontento de la sociedad española de hace 15 años (llegaron a estar primeros en intención de voto en 2014). Pero el sistema, sin haberlos deglutido nunca, los vomitó con violencia porque una de sus esencias es la corrupción, lo reconozcamos o no, y los Iglesias, Monedero o Errejón, sea cual sea su posterior trayectoria eran percibidos como insobornables revolucionarios. La nueva izquierda fue rechazada porque no encajaba en la lógica de la corrupción sistémica, en muchos aspectos normalizada en los círculos de poder, pese al discurso ético que domina nuestra vida política y que se revela como profundamente hipócrita. Hasta ahí podíamos llegar en un sistema acostumbrado a prebendas de todo tipo al poder económico. No importa que estos líderes nos gustasen más o menos, la izquierda eran ellos, no el PSOE, y a fe que traían algo más nuevo y limpio que lo que el corrupto bipartidismo ofrece una y otra vez. El sistema está tan sucio que nos hizo temer a un grupo de profesores y personas esencialmente honestas con bastante poca querencia por lo material. Incluso buena parte de la izquierda, con el PSOE a la cabeza, no quiso compartir poder con la formación morada. Esto ha dado lugar a una constante en las dinámicas sociales: aquello que no se soluciona hasta el final vuelve a reproducirse. De manera que parece que quien gestionará esta segunda etapa de enorme frustración social será VOX, un partido entre cuyas prioridades está lo simbólico (exaltación de la identidad nacional, la confrontación cultural y la defensa de los “valores tradicionales”) y no lo que realmente necesitamos: excelencia en la gestión de lo público.