Ya estamos aquí, entrando en 2024. Vamos comenzando el nuevo año como si no hubiera mañana. Vivimos embarcados en unos nuevos y felices años 20, como los que la humanidad vivió ahora hace 100 años. Ya sabéis, aquel largo festejo tras la Primera Gran Guerra (1914-1918), cuando el mundo se lanzó a la fiesta y el desparramo hasta que la previsible, pero deliberadamente imprevista, crisis de 1929 demostró la fragilidad del nuevo mundo nacido de la contienda.
Tras la Guerra y la famosa Gripe Española, llamada así por aquello de la Leyenda Negra, aunque en realidad fuera una militar y cuartelera Gripe de Kansas, el mundo no quería ver, ni oír, ni hablar, de otra cosa que no fuera disfrutar la vida mientras dure. Así fueron los felices, locos, dorados, años 20, según el país donde se les dé nombre.
Pero llegó la crisis, con su rastro de paro, hambre, miedo, resentimiento y los fascistas nos vendieron sus dictaduras como salvación, como camino directo hacia la gloria, la muerte y el desastre. Pero hace 100 años, allá por 1924 parecía que el horizonte estaba despejado y la economía mundial iba a renacer de las cenizas.
Ahora, un siglo después, hemos vivido una crisis económica, la de 2008, originada en el sistema financiero, tras la famosa quiebra de Lehman Brothers, pero extendida de inmediato a otros bancos y hasta el último rincón del sistema capitalista.
Aquella larga y profunda crisis, nacida de las hipotecas basura se vio acompañada de protestas generalizadas. Desde las primaveras árabes hasta aquel mesiánico Occupy Wall Street en Nueva York y desde el 15M en Madrid, a la Plaza Syntagma, a las numerosas revoluciones de colores que tiñeron el mapa mundial.
No habíamos digerido aún las consecuencias de la crisis de 2008, en forma de precariedad de nuestras vidas y de nuestros empleos, cuando los jóvenes comenzaron a avisarnos de que el sistema en el que andamos embarcados es insostenible, que el cambio climático es una realidad y no podemos cerrar los ojos a la extinción de numerosas especies. De hecho nuestra propia extinción, nos dijeron, es una certeza inevitable si no ponemos remedio de forma radical e inmediata.
Por si fuera poco, llegó la pandemia y, con ella, el triunfo del miedo, la aceptación acrítica e incondicional de la imposición. Ya sé que puede sonar a negacionismo, pero no es necesario negar la existencia del virus y su poder para contagiar y matar, para reconocer que los cambios que se han producido nos encaminan hacia sociedades menos libres, más controladas, menos autónomas, más amedrentadas, amenazadas.
Y cuando de repente parecía que podríamos superar la pandemia, tras aquella media docena de oleadas de contagios y muertes, se desencadenó la guerra de Ucrania. Un paso más en la escalada de conflictos regionales en los que se está decidiendo la hegemonía mundial.
El nuevo conflicto en Palestina, protagonizado por el Estado de Israel, es sólo un escalón más hacia el desastre mundial. Una demostración más de las carencias, de nuestros miedos, la negación de la vida, las libertades y de una tierra digna donde vivir.
El hecho es que el mundo, tal y como lo conocimos, se va transformando aceleradamente, en una vertiginosa espiral sin control, mientras la mayoría de las personas damos palos de ciego, enajenados de la capacidad de dirigir nuestras propias vidas.
Debimos leer bien los signos de los tiempos, escudriñar mejor las consecuencias que se avecinaban. Podía ser entendible que la derecha más vinculada a los intereses económicos de las grandes corporaciones guardara un silencio cómplice y hasta defendiera un negacionismo irredento.
Lo que no es tan comprensible es que la derecha sensata, esa que presume de sus orígenes sociales democristianos y hasta la izquierda de casi todos los colores, hayan comprado como solución a todos nuestros males esa forma de blanquear y avalar la renovada explotación capitalista, en la que andamos embarcados, a base de pintarla de verde y de socialmente responsable, mientras el mundo se nos desploma encima.
Vaya, para hacérselo mirar.