A un año de su muerte la figura de Benedicto XVI va aumentando de tamaño pastoral, teologal y pontificia. Cada día que pasa se va comprendiendo mejor al teólogo y al pontífice. Son numerosos los homenajes que se le han tributado, incluso alguno ha sido vetado por la Santa Sede, lo que da muestras de su valor para una gran mayoría de católicos. Cuando comenzó su labor como sucesor de san Pedro se preveía una especie de continuación de un gigante como Juan Pablo II, pero el tiempo le ha dado su propio espacio pastoral y personal.
Una figura tan grande que el papa regente hubo de esperar a su muerte para lanzarse a una supuesta renovación doctrinal, por la puerta de atrás cabe decir, que, paradójicamente, hace añorar más al para germánico. Se ha pasado de un pontífice que dialogaba hasta el extremo de parecer indeciso a uno que actúa cual caudillo. De la claridad de pensamiento y exposición se ha pasado al cantinfleo y el principio de contradicción del actual sucesor del primero entre los apóstoles.
Decía Benedicto XVI que la Biblia literal era un imposible, solo siguiendo la Palabra interpretada por la Iglesia viviente podía encontrarse el sentido correcto de la Verdad. Esto ha desaparecido porque la interpretación queda reducida a lo que uno grupúsculo de amigos del pontífice deciden qué sí y que no es doctrina. Cuando Benedicto XVI publicaba una encíclica ésta había pasado por numerosas manos, a pesar de su docto conocimiento. Cuando Benedicto XVI, incluso en sus tiempos de Joseph Ratzinger en protector de la doctrina, decidía expulsar o castigar a alguien, lo hacía bajo fundamentos doctrinales y teológicos, ahora se hace por haber contradicho unas palabras pontificias que son justo lo contrario que se había expresado anteriormente.
Cuando el cardenal Robert Sarah solicita que avance cuanto antes la consideración de Benedicto XVI como Doctor de la Iglesia lo hace sobre una enorme trayectoria teológica y una acción pastoral donde, en muchas ocasiones, quiso aplicar la misericordia y la caridad incluso a quienes insistían en ponerse fuera de los límites doctrinales.
Muy al contrario de lo que sucede en estos tiempos de adaptación de la Iglesia a la mundanidad, Benedicto XVI siempre defendió la más que justificada autoridad de la Iglesia católica en lo referente a la moral social, a la “vida concreta” del ser humano. No quiso nunca que lo religioso quedase en un segundo o tercer plano, en la mera esfera privada como apuntan desde el cristianismo protestante. Bien al contrario defendía que la presencia del cristiano en la vida pública era necesaria y casi obligada en estos tiempos neopaganos. Había que pasar por el via crucis de las críticas y la muerte sociale en muchas ocasiones, una especie de martirio que solo podía hacer más grande al catolicismo. En otras ocasiones la vida se daba de manera literal. Era disputar en el terreno donde se juega la verdad y la mentira.
A un año de su muerte Benedicto XVI se hace más grande, Magno que se diría en otros tiempos, por méritos propios y por deméritos de otros. No lo reconocerán los grandes medios de comunicación, bueno, ni los pequeños, porque se encuentran cómodos con quienes no les impelen a cambiar sino que se adaptan a las exigencias de los grandes grupos de presión globales. Un año ya sin el viejo papa alemán y parece que hace mucho más tiempo que nos dejó huérfanos de su saber.