Mientras la rosa y la gaviota se enzarzan por ver quién es más corrupto (caso Koldo-Cerdán vs. caso Montoro) o quién infla más el currículum para acceder a cargos de responsabilidad —es decir, más corrupción—, en la hermosa playa de Castell de Ferro, en Granada, se vivió una de las escenas más vergonzosas, abominables y desesperanzadoras del ser humano: un grupo de bañistas persiguió y retuvo a migrantes exhaustos tras una larga travesía en patera. En lugar de socorrerlos, calmar su sed, protegerlos del frío o del calor o saciar su hambre, fueron inmovilizados hasta la llegada de las autoridades. También es justo decir que algunos testigos defendieron que los dejaran en paz, o incluso los auxiliaron. Pero la escena esperpéntica ya estaba servida.
Y no, esto no es un caso aislado. Ni lo ocurrido en Torre Pacheco, ni lo de Castell de Ferro. Se trata de un deterioro moral y ético profundamente arraigado, gestado desde la crisis inmobiliaria de 2008. Desde entonces, la desigualdad no ha dejado de crecer, acompañada por un discurso político cada vez más racista y xenófobo. No es casual que en tiempos de crisis resurja el “fantasma” del migrante como enemigo. La frase “¡sobran ocho millones!” no es solo una provocación; es un síntoma.
La desigualdad, no solo en España, sino en toda Europa e incluso a escala global, explica por qué la sensibilidad hacia el otro, hacia el migrante, ha ido desapareciendo. Según datos de Frontex y el Ministerio del Interior, entre 2008 y 2024 las llegadas de migrantes irregulares por la ruta occidental no han mostrado diferencias tan apabullantes como algunos quieren hacer creer. De hecho, en 2018 hubo más entradas que en 2025. ¿Qué ha cambiado entonces? La economía. En 2008, el empleo y los salarios aún ofrecían cierta estabilidad. Hoy, no.
Cuando la situación socioeconómica mejora, se habla poco de migración. Pero cuando las cosas van mal —empleo precario, sanidad deteriorada, educación en declive— entonces, el culpable es el migrante. Lo dice la historia: a mayor desigualdad, mayor probabilidad de que aparezcan partidos políticos extremistas que convierten a los grupos sociales discriminados en enemigo, como, en este caso, el migrante. Véase el caso de cómo llegó Hitler al poder y se darán cuenta que hay denominadores comunes de cómo se ha propagado el odio, hoy, en Europa.
Lo más grave no es solo que estos discursos calen, sino que lo hacen especialmente entre la juventud. Las imágenes de la playa no dejan lugar a dudas: parte de la ciudadanía ha asumido el papel de autoridad, actuando como policías improvisados, convencidos de que atrapar a quien huye del hambre o la guerra es un acto de justicia. Ya no hay conciencia de proteger al desamparado, sino de rematarlo. Si no muere ahogado en el mar, lo hacemos nosotros en la orilla contra la arena.
En breve se reestrenará la película Agárralo como puedas, un clásico del humor absurdo caracterizado por situaciones disparatadas y cómicas, protagonizadas por un personaje torpe y entrañable. Sin embargo, hoy podemos decir que España vive su propio “agárralo como puedas”, aunque en una versión muy distinta: la que muestran algunas escenas recientes donde bañistas corren tras inmigrantes que llegan a nuestras costas.
Lejos de ser una comedia, esas imágenes, que por momentos rozan el esperpento, no despiertan risa, sino vergüenza. No hay sátira, ni ironía, ni siquiera el consuelo del humor negro. Lo que vemos es un panorama calamitoso, una muestra de supremacismo, deshumanización y falta total de empatía. En lugar de socorrer al necesitado, se le persigue. En lugar de ofrecer ayuda, se le detiene.
Esto no es una escena de ficción, ni una parodia televisiva. Es una tragedia real. Y duele.
Pues con esta cruda realidad, Estados Unidos vuelve a sonrojar a Europa. Si ayer nos inclinamos ante los aranceles de Trump, hoy lo hacemos ante el espejo de una película: una caricatura de sociedad que ha ido perdiendo, poco a poco, sus valores fundacionales. Aquellos vinculados con los derechos humanos y la solidaridad se desangran sin que nadie reaccione.
Contra la migración solo hay una respuesta: la integración. Y para integrarse, hace falta inversión. Pero no habrá inversión mientras no se erradique la corrupción. ¡Basta ya!
Cuando una sociedad prefiere la repatriación a la integración, significa que la tanto la democracia como sus instituciones han fracasado. Y parafraseando a Leslie Nielsen en Aterriza como puedas, cuando el avión se precipita sin control y exclama “¿Dónde está el piloto?”, hoy nos toca preguntarnos: ¿Dónde está la sociedad?
X la revolución de los desiguales…