Manuel-F.-Garcia

Almas en pena en tiempos de Pandemias

12 de Diciembre de 2023
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Almas en pena. Solarigrafía de Pepe Ruz

Me hago a la cuenta hace poco que llevo ya un año escribiendo artículos desde que recibí la propuesta en este medio, plural e independiente.
Desde el primer artículo que redacté, intenté definir cuál sería mi forma de escribir opiniones, intentando transmitir ese impacto que le produce a un ciudadano normal y corriente cuando aquello que normalmente ve a través de pantallas lo experimenta en su propio entorno físico, en su propio vecindario (desde las consecuencias de la violencia bélica o terrorista al efecto de medidas restrictivas de derechos y libertades). Mi intención ha sido transmitir como visión personal qué sucede cuando esa torre de marfil en la que creemos estar, cuando miramos la realidad desde el lado del espectador, deja de protegernos cuando los sucesos no ocurren en un plasma, sino en tu propia calle, a uno mismo o a gente cercana.

Y en eso estaba,  buscando algún tema que me sirviera de referencia para recordar ese inicio. Y casualmente ha acontecido otro suceso cercano, en mi propio pueblo.

No soy creyente, y no creo en la magia, ni en milagros; soy de pensamiento naturalista y por eso mismo poseo un profundo sentimiento espiritual de conexión con la vida, y por eso tampoco creo en las casualidades.

Hace apenas unos días me llegó la noticia del fallecimiento de una gran actriz y una gran persona: Itziar Castro.

Amable, inteligente, talentosa, solidaria, proactiva, concienciada, simpática, generosa… Unos pocos años atrás quise entrevistarla para el programa radiofónico del crítico de cine y gran amigo Jordi Izquierdo, y a punto estuve de conocerla en una edición del festival de Sitges, pero no se dio la ocasión.

Me tropecé con ella casualmente a finales de este verano en un centro comercial de mi pueblo (da también la casualidad que ella es vecina del mismo pueblo). Me acerqué y la saludé, e Itziar me dedicó unos pocos minutos  de agradable conversación, antes incluso de saber quién era yo; le felicité por su trabajo en MATAR A DIOS (Caye Casas, Albert Pintó, 2018), un delicioso relato de humor negro donde la actriz demostró una vez más un gran talento tanto para el drama como para la comedia). Le dije que me parecía extraño que, residiendo en el mismo pueblo, nunca hubiésemos coincidido, ni siquiera en una muestra de cine local organizada por Jordi Izquierdo, en la que se exhibió un corto amateur donde ella participaba de forma desinteresada, mostrando un registro muy extremo que posiblemente ninguna otra actriz hubiese aceptado hacer.
Me dijo que en realidad vivía ahora en Madrid, pero que, casualmente, estaba esos días visitando a la familia, y se había acercado a hacer unas compras a aquel centro comercial, el mismo día y a la misma hora en que yo estaba.

Itziar era de esas personas con las que, al primer contacto, te da la sensación de que ya la conoces de mucho tiempo; poseía una familiaridad entrañable, una humanidad cálida con la que conectabas desde el minuto cero de hablar con ella. La noticia de su pérdida se me quedó grabada y no me la pude sacar de mi mente así como así. Por alguna razón (por alguna casualidad del subconsciente), enlacé el sentimiento que se me quedó, con lo que me ocurrió hace ya diez años.

Hace diez años tuve dos ataques de ansiedad prácticamente seguidos que me devastaron el alma.
Casualmente, describí esta tremenda experiencia en una crítica cinematográfica para el programa de radio de mi amigo Jordi, haciendo hincapié en algunos aspectos de aquel suceso:

“Una vez reventaron todos los cristales de los ventanales de mi casa interior.

Las astillas invadieron todo mi habitáculo mental, de manera que, cuando respiraba, me movía, o incluso en la cama, agotado de esperar el sueño, seguía en alarma constante, temiendo clavarme todas las astillas, que sentía removerse, pegadas a mí, llenándolo todo.

Incluso temía quedarme quieto, y también temía salir al mundo, y le acabé temiendo al día, por tener que levantarme, abandonando el estado de adormilamiento alerta, y permanecer semidespierto toda la jornada; y temía al anochecer porque nunca podía dormirme del todo. Temía a la aceleración  de mi corazón, golpeando mi pecho, y a mi respiración, que amenazaba con desbocarse y ansiar más aire, todo el aire, hasta asfixiarme de tanto querer más aire.

Fue así como experimenté el segundo de dos ataques de ansiedad, aún más demoledor que el primero, acontecido semanas antes.
Descubrí de la forma más traumática dos cosas acerca de la vida:

Primero, que la mente es un tejido que cuando se desgarra, el tsunami estremecedor  que se cuela te deja en el umbral del pánico de forma permanente, sin defensa, sin protección alguna frente al ruido aterrador de lo cotidiano. Sólo puedes confinarte en la isla de tu casa y desesperarte de tanto esperar a que pase la turbulencia, que sigue ahí con la misma intensidad, pero nunca termina de llegar el vórtice destructor.

Segundo, que ese castillo impenetrable que llamamos  “mi vida”, no nos aísla en absoluto del mundo; es una ilusión frágil y quebradiza. Nuestra isla interior no es más que una diminuta porción de tierra en el inmenso océano exterior, del cual estamos a su merced. Nunca podemos aislarnos y desaparecer para nadie”.

La razón por la que hacía mención de este mal trance, era por una crítica de la película ALMAS EN PENA DE INISHERIN (THE BANSEES OF INISHERIN, Martin McDonagh, 2022), filme que dio la casualidad que me removió esos recuerdos, al tratar el tema de las amistades rotas sin causa aparente.

Por alguna razón, me removió sucesos que me acontecieron a raíz de mi ansiedad, esa compañera que ya nunca te deja del todo; sin saber todavía por qué, precisamente los amigos que primero supieron que mi mundo se quebró, cerraron sin más explicación el grifo de su amistad irrevocablemente. Como en Inisherin, el shock de ese silencio ensordecedor te deja aturdido, en la incerteza de  qué ha pasado y por qué; desorientado e incapacitado para abrir los ojos a la realidad exterior, a la del  resto del mundo, de las almas”. Expliqué en esa crítica para el programa.

Y es que, ahora, diez años después de aquello, sigo sin entender por qué, en el momento en me quedé sin suelo bajo los pies, y tuve que confinarme en mi casa, alejarme de todo ruido, de todo estímulo, todo mensaje, toda actividad que me agredía y me removía los cristales mentales, se cortó todo contacto por parte de una buena parte de mi círculo de amistades sin ninguna llamada de interés por mi estado.

Y tras una década transcurrida, veo que se han ido alejando de mi vida sin explicaciones por ese silencia, ni aviso ni comunicación, salvo alguna volátil cortesía de compromiso forzada a través del Watssapp, cada pocos meses; todo lo más, y por cumplimiento de alguna excepcional celebración social, ha habido alguna invitación a alguna celebración meramente formal, que queda en eso, sin invitación alguna a continuar el contacto, ni ninguna sugerencia de “ponernos al día”.

Y todo eso me deja con la angustiosa incerteza de si no se habrán cerrado definitivamente para mí las puertas de la amistad y se habrán retirado las alfombrillas con el cartel “Bienvenido”. Y en consecuencia, la prudencia obliga a respetar religiosamente ese silencio y esa privacidad del propio espacio de los demás. ¿Tal vez dije o hice algo que fue el origen de ese cordón sanitario aplicado a mí?

Nunca lo voy a saber.

Creo que fue en la lectura de la novela AROMAS (Philippe Claudel, 2013), donde el autor se preguntaba cómo es que hubo personas que se cruzaron en su vida y que interpretaron su relación con él como una profunda amistad, cuando él mismo no era consciente, ni daba esa importancia a lo que, para él, era una simple coincidencia en el tiempo y en el espacio, un simple ejercicio de relación social sin más implicación personal que el cumplimiento de convencionalismos, adornados con una cortesía correcta, de mero mantenimiento de la imagen social. Me resultó extraño ese cuadro de valores; yo nunca he sentido esa falta de empatía con las personas con las que he ido cultivando en el tiempo una amistad. Yo no entiendo la relación social puramente frívola, de mero compromiso de conveniencia.

Sea como fuere, y a falta de la información que necesitaba para encajar las piezas de aquel puzle incomprensible, al ir transcurriendo los años, comprendí que en la vida hay rompecabezas que quedarán irremediablemente abandonados en el trastero del tiempo, acumulando polvo y sin componer ya nunca.
Aquel angustioso confinamiento aconsejado por mi terapeuta, quien, con sentido común me decía “pierde cuidado, que tus amigos, si les importas, estarán por ti, hablarán contigo”,  al final me curtió, me permitió reconstruir el tejido emocional desgarrado, y aquellas agujas de cristal poco a poco fueron ubicándose en algún lugar donde, o no hacen ya daño, o ya en el alma se me ha hecho un callo.
Ahora, con el tiempo, sólo noto una evocación, un rumor que me hace saber que aquellas heridas abiertas han cicatrizado, como bien saben todas aquellas personas que han pasado por la experiencia de la ansiedad, y acaban aceptando que toda cicatriz deja notar su leve presencia indefinidamente, pero te haces a la idea que la vida sigue, con esas marcas ya como compañeras de viaje.

Y así fue como, cuando llegó ese otro confinamiento político global, estratégico, impuesto por el sistema, que llegó como un tsunami normativo en marzo de 2020 no me fue ajeno ni extraño. Ya sabía lo que era el enclaustramiento y el miedo al exterior y también al interior, a lo propio y a lo ajeno. Me pilló hecho a la idea, sí, pero no preparado. Nadie lo estaba.

Ahora, después de haber sido todos “amnistiados” de aquel encierro y las medidas añadidas, casualmente me estoy encontrando varias veces por la calle con otro viejo amigo y también vecino del pueblo, el fotógrafo Pepe Ruz, maestro de la luz y de las sombras, observador del mundo y compañero de andanzas de experimentación visual, quien desde el inicio de la pandemia descubrió y se adentró en el enigmático universo de la fotografía estenopeica y la solarigrafía (que puede realizarse sin necesidad de cámara fotográfica, ni negativo en celuloide, ni soporte digital; tan sólo con una simple caja o lata, a la que se le practica un orificio de una medida precisa para que la luz impresione directamente un papel sensible, como puede ser papel de revelado fotográfico).

Casualmente,
en nuestros últimos encuentros callejeros siempre acabábamos hablando del corte abrupto que la pandemia ha provocado en las relaciones de amistad, en los encuentros de amigos, en las reuniones para poner en marcha propuestas creativas como las que antes de la pandemia se producían en nuestro clan de activistas culturales con cierta frecuencia; hablamos de esa “suspensión” que parece haberse producido, como si una parte de nosotros se hubiese quedado estancada en ese confinamiento de la relación humana, de la amistad y de la complicidad. Algo se ha enfriado entre nosotros y parece que no hay manera de recuperar la calidez del encuentro directo en la cercanía.

Y hoy mismo, la casualidad también hace que, en la misma conversación a pie de calle en la que referimos la pérdida de Itziar, Pepe me explica que acaba de recoger la última solarigrafía (el arte de esta técnica de imagen paisajística consiste en colocar en puntos estratégicos una de las cajas o latas orientadas a un encuadre que ubique el recorrido del sol, y durante una exposición muy larga de tiempo –meses, generalmente-, el papel fotográfico, sin óptica alguna, ni sistema fotoquímico o electrónico, retrate por impresión directa la imagen que entra por el orificio, que produce un enfoque natural en el fondo de esa “cámara” donde se ubica el papel fotosensible).
Y me comenta su extrañeza, al haberse encontrado con que la caja estaba girada sobre su eje, por lo que no esperaba encontrarse con ninguna imagen impresa, pero inesperadamente, la casualidad quiso que, tras el revelado y positivado del papel, mi amigo Pepe descubriese la impresión fotográfica más enigmáticamente maravillosa de todas las que ha realizado hasta el momento: la casualidad hizo que parte del ramaje que ocupaba gran parte del contorno del encuadre hubiese sido podado a lo largo de los dos meses de exposición; la casualidad quiso que el sol trazase un arco con algunas bandas atenuadas (fruto seguramente de días nublados, o partículas suspendidas en el aire), pero atenuadas sólo en la parte interior de ese extraño arco iris imposiblede ser apreciado por ojo humano alguno en tiempo real.

Todo ese conjunto de casualidades coreografiadas por el devenir de los acontecimientos, configuraron en el papel un paisaje de una belleza inefable, indescriptiblemente emotiva, sugerentemente evocadora de una realidad vivida que se nos escapa si no le prestamos atención, si no nos paramos a observarla con calma.

Y me revela un dato final en el que el protagonismo de la casualidad parece cerrar un ciclo de belleza perdida, de vida y sentimiento de un pasado inmediato pero ya añorado; Pepe Ruz colocó esta solarigrafía en esa ubicación para que fuese impresionándose, a finales del verano, en una fecha que me hizo ubicarme, muy aproximadamente, alrededor del momento en que tuve aquel entrañable, fugaz y aparentemente intrascendente encuentro con Itziar Castro en el centro comercial de nuestro pueblo.

Recuperemos nuestra condición social y humana, superemos ya este condicionamiento pavloviano que parecen habernos conseguido imprimir en el alma y en la mente; salgámonos ya de estas pandemias sin explicación lógica alguna, artificiales, que nos han dejado como almas en pena, vagando en un paisaje espectral  de irrealidad, porque cada conversación no hablada, cada caricia del alma no realizada, cada apretón de manos no estrechadas o cada abrazo no compartido lo echaremos de menos cuando menos lo esperemos, en algún lugar fuera del espacio, o en algún momento fuera del tiempo.

Buen viaje, Itziar, y gracias por ser quien has sido, gracias por esos encuentros, sean casualidad o no.

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