Más allá de los méritos profesionales y de los logros artísticos o deportivos, Pedro Almodóvar y Rafael Nadad vienen representando desde hace tiempo los dos polos ideológicos y culturales homologados por el sistema neoliberal de la globalización, lo progre y lo populachero.
Ambos se mueven dentro del sentido común avalado por el poder establecido. Son moderados en su discurso, educados, internacionales, aseados en su figura mediática y pública. Llegan a una audiencia interclasista y posmoderna.
Los fans de Amodóvar hasta un pedo del cineasta lo transforman en sublime obra de arte. El mundo del arte en general, ya se sabe, es feudo propicio para la progresía intelectual, ilustrada y liberal.
En cambio, Nadal es ídolo de masas. Se ha ido configurando como un icono del esfuerzo individual que sortea todas las dificultades con denuedo increíble y sacrificios mil para conquistar contra viento y marea el podio más alto de los principales torneos tenísticos. Las veleidades derechistas encubiertas de Nadal no manchan su liderazgo incuestionable entre la afición española.
Almodóvar se encuentra en su salsa con declaraciones medidas contra el ascenso de la ultraderecha, si bien no le hizo ascos a los paraísos fiscales (fue en error, dijo) ni tampoco encuentra contradicción alguna en optar por la medicina privada aunque sostenga públicamente (lo cual es muy de agradecer) su defensa y mejora a ultranza de la sanidad pública.
Nadal es el esfuerzo continuo. Da la sensación de que su carrera es una lucha constante contra sus lesiones recurrentes y contra miles de elementos adversos. Lo importantes es que gana (casi siempre). Cae simpático de forma naural. Arrima el hombro (foto publicitaria mediante) en las riadas de su natal Baleares. Su imagen traslada la idea de que trabajando duro (muy al estilo USA), el éxito viene solo.
Almodóvar es pura genialidad. Todos los progres llevan un director de cine dentro de sí y un guion memorable para llevarlo a la pantalla. Sus talentos frustrados se redimen en la figura icónica del manchego universal. El subconsciente del progre proyecta en Almodóvar lo que pudo ser y que por esas cosas del destino no llegó a ser jamás.
Ambos iconos culturales tienen una imagen pública inmejorable, resumiedo en sus respectivas personas las dos España posmodernas aceptables para el establishment.
Almodóvar nunca será ni se parecerá a Ken Loach, Susan Sarandon ni Robert Guédiguian. Lo suyo es tratar cualquier temática con una dosis justa de melodrama y una estética original (y repetitiva, como Woody Allen) que presente el mundo sin excesivos conflictos sociales. Él es un autor y los autores crean su propio universo. A Almodóvar le importan más los personajes raros o marginales que los grandes relatos históricos. Cualquiera puede ser protagonista de sus películas. Él mismo se ha convertido en el guion preferido de sus obras. Todo muy posmoderno.
Nadal es un titán, un héroe, un toro hispánico bravo y duro de roer por los adversarios. A raquetazos ha conquistado el mundo. En sí mismo es una epopeya, leyenda viva desde sus primeros tiunfos.
De alguna manera, ambos representan la centralidad del bipartidismo, casi siempre virado a la derecha y en algunas ocasiones con leve contorsión izquierdista.
Lo dicho, todo lo que se salga de las lindes marcadas por las figuras mediáticas de Almodóvar y Nadal entra de lleno en la categoría de políticamente incorrecto.
Almodóvar es talento liberal y Nadal esfuerzo estajanovista. Uno es ídolo de la progresía y de las gentes cultas de la derecha y el otro ídolo a imitar por las clases trabajadoras. Uno y otro son estandartes de la posmodernidad neoliberal. De ahí su indudable éxito internacional.