Existen dos maneras de habitar el mundo: desde la herida o desde la casa. La casa es el ego, la fortaleza narcisista que nos protege de la irrupción del otro. Quien se atrinchera dentro de sí mismo, en la cultura del «me gusta» que rehúye toda conmoción, es incapaz de escuchar. La herida, en cambio, es la apertura por la que entra el otro. Es el oído que se mantiene vulnerable, la puerta que rompe la intimidad casera para dar la bienvenida. Toda experiencia profunda nace de esta vulnerabilidad.
Escuchar, en su forma más pura, es habitar esa herida. No es un acto pasivo, sino una actividad hospitalaria que comienza mucho antes de que se pronuncie la primera palabra. Es un vaciarse para hacer sitio, un retirarse por completo para que el otro pueda liberarse hablando. El oyente ideal, se convierte en una caja de resonancia para el otro, no para sí mismo. Su silencio no es vacío, sino amigable; un silencio que acoge, interrumpido apenas por pequeños sonidos respiratorios que actúan como un aliento, una forma de decir "te recibo" sin emitir juicio alguno. Este arte respiratorio, este refrenamiento de la opinión, es lo que permite al otro avanzar a trompicones, como ebrio, y descubrir cuántas cosas puede decir sobre sí mismo.
Este poder milagroso de la escucha lo encarna Momo, una niña huérfana con la habilidad especial de escuchar a los demás y hacerles sentir bien, el personaje de Michael Ende, cuya única riqueza era el tiempo que regalaba a los demás. Su forma de escuchar era singular: se sentaba, miraba con sus grandes ojos oscuros y, en su presencia atenta, la gente desorientada encontraba su rumbo, los tímidos hallaban su valentía y los desdichados se sentían confiados. Alguien que se sentía insignificante, al contarle su vida a Momo, descubría de manera misteriosa que era único e importante para el mundo. La escucha de Momo no daba respuestas; devolvía a cada uno a sí mismo. Sanaba, reconciliaba y redimía.
Hoy, sin embargo, esta forma de escuchar es casi una utopía. Vivimos en una sociedad sorda, donde la comunicación ha degenerado. La era digital, que prometía conexión, ha destruido la distancia sin generar cercanía. Nos comunicamos de forma expansiva y despersonalizada, lanzando mensajes a un vacío sin interlocutor, donde no hay mirada ni voz que nos acoja. Internet, en lugar de ser un espacio para la acción común, se ha convertido en una caja de resonancia del yo aislado, una vitrina para la autopromoción. Hemos cambiado la relación por la conexión, la comunidad por la interconexión.
Esta sordera tiene profundas consecuencias políticas. La estrategia de dominio actual consiste en privatizar el sufrimiento. El sistema nos hace creer que nuestros miedos y fracasos son culpas individuales, y nos avergonzamos de ellos en soledad. Se nos niega la sociabilidad del dolor, impidiendo que nuestro sufrimiento se enlace con el del otro. Sin escucha, no hay comunidad posible, porque la comunidad es, en esencia, un conjunto de oyentes que participan activamente en la existencia y el sufrimiento de los demás. Al disolverse el espacio público en esferas privadas, la voluntad política se desvanece.
Por eso, lo que necesitamos no es solo una ética, sino una revolución. Una revolución temporal que nos arranque de la totalización del tiempo del yo —ese tiempo de la producción, la eficiencia y el rendimiento que nos aísla— para redescubrir el tiempo del otro. Este es un tiempo improductivo, un tiempo de fiesta, un tiempo que se regala y que, a diferencia del tiempo del ego, crea comunidad. Quizás, la sociedad venidera que nos salve de nuestro agotamiento deba ser una sociedad de los oyentes. Una donde aprendamos, como quería Elías Canetti, a hacer que los demás hablen, porque cuando uno mismo habla demasiado, les quita a los otros su figura, y ellos ya no se conocen a sí mismos, sino que se convierten en un reflejo de nosotros. En un mundo que nos empuja a ser la voz, el verdadero acto radical es volver a ser, simplemente, oído.