Al cruzar un pronunciado badén, lo vio por primera vez. Se parecía bastante al cielo, por lo que, al principio, pensó que lo que había, al fondo del desfiladero, era eso, cielo eterno. Pero no. Conforme el autobús se iba acercando más y más a destino, en una serpeante carretera en la que había curvas imposibles tan peligrosas que desde el primer asiento del bus parecía que este caería precipicio abajo en unos segundos, se fue confirmando que lo que se veía al fondo era la inmensidad del mar. Unas primeras lágrimas comenzaron a brillar en la comisura de sus ojos. Tenía treinta años y jamás había visto algo tan hermoso. Allá, en su natal Castilla, lo más parecido eran las infinitas llanuras plagadas de campos de trigo, cuando, en primavera, se vuelven pardos y el viento los peina suavemente. Esto era otra cosa. Una vez recogido el equipaje y abandonado la estación, maleta de cartón en mano, atada con un cinturón de cuero ajado y viejo, directamente a la playa sin pasar por la pensión. Necesitaba comprobar que aquello que había visto desde el primer asiento de un destartalado autobús, era cierto y no un espejismo. Y entonces se echó a llorar. Aquello era un espectáculo. Una vasta playa semivacía, de arenas limpias, casi blancas que unas olas suaves, blanquecinas y espumosas lamían suavemente. Un inmenso horizonte salpicado de barcos, la mayoría pequeños y al fondo un enorme carguero, componían una estampa bucólica propia de una de esas postales que vendía el quiosco de la esquina, hoy vacío y seguramente repleto de turistas hacía solo un par de semanas.
Dos días después, ya había tomado la decisión de su vida. Jamás abandonaría aquel pequeño pueblo costero con gente tan amable dispuesta a ser lo más servicial posible, fruto de un incipiente negocio turístico que dejaba excelsos beneficios económicos impensables cuando todos sus habitantes vivían de la pesca diaria.
En esos dos días, Argimiro, había entablado amistad con Evelio, un treintañero excéntrico de pelo muy largo que había recorrido medio mundo y que en Australia se había enamorado de un nuevo deporte consistente en coger las olas montado encima de una especie de tabla de planchar. Aquí no tenía aún mucha aceptación y para sobrevivir tenía otro negocio, este más próspero: enseñar a bucear a los turistas. Como casi no había ya turistas, podía dedicar a su nuevo amigo, un enamorado del mar aunque solo hiciera una semana que lo hubiera visto por primera vez, todo su tiempo libre para ir a bucear. Con Evelio, Argimiro aprendió que el mar es aún más majestuoso y maravilloso bajo el agua, que en la superficie. Con él, comenzó a admirar los rojos corales, la multiplicidad de peces de colores, amarillos, verdes, azules,…, así como las criaturas de tamaño respetable como delfines y ballenas. En una de las inmersiones, a lo lejos, distinguieron un tiburón y Evelio le hizo señas a Argimiro que mejor no acercarse aunque este no entendió lo que decía.
Pasaban los días y el calor y el sol seguían siendo lo habitual en una época en la que en su tierra natal, probablemente las primeras escarchas y heladas nocturnas habrían teñido de blanco los barbechos. Allí seguía en una especie de vacaciones idílicas esperando el momento de tener que empezar a trabajar, aunque no sabía muy bien a qué dedicarse. Quizá podría, como su nuevo amigo, ser monitor de buceo. Le gustaba mucho y no se le daba mal. De hecho, ya salía solo en algunas ocasiones y hacía sus primeras inmersiones sin bombona, a escasos centímetros de la superficie de la que salía constantemente para respirar.
Una tarde, se encontró con media docena de delfines que se acercaron a él, como si quisieran saludarle. Uno de ellos, se empeñó en empujarle con el morro hacia la orilla. Argimiro, no sabía que le pasaba a aquel delfín que era tan hostil. Sin embargo, ni le mordía ni le intentaba hacer daño. Solo le empujaba hacia fuera del mar.
No hizo caso. De pronto, todos los delfines habían desaparecido, menos uno. Estaba delante de él y nadaba en su mismo sentido. El agua estaba un poco turbia y sólo podía verle la cola. Argimiro intentó agarrarse de la cola del delfín, como ya había hecho alguna vez con Evelio. Y sin embargo, esta vez todo fue distinto a lo esperado. El delfín no intentó remolcar a Argimiro, sino que se volvió contra él y lo atacó con sus afilados dientes. La mano que sujetaba la aleta, fue arrancada de cuajo. Y menos mal que volvieron a aparecer los delfines que lo remolcaron hasta la orilla. Y es que el escuálido que lo atacó, no era un delfín sino un tiburón blanco. Bastante más grande y con una diferencia notable para cualquiera que está acostumbrado a verlos diariamente. Para un tipo aprendiz de marinero, que en diez días había creído saberlo todo del mar, no distinguirlo tuvo un fatal desenlace.
Porque, en la vida, no todo lo que es amarillo es oro.
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Asonada judicial
Voy a despedir este año en el que, sobre todo, he aprendido que es imposible seguir consumiendo recursos a esta velocidad y sin otro sentido que el de enriquecer a unos pocos, porque sólo tenemos un planeta y el ecosistema, no da más de sí. Consumimos al año dos veces lo que la tierra puede producir y eso más temprano que tarde, acabará gripando la humanidad. Como digo, voy a despedir el año con un tema espinoso que he ido dejando más por hastío que por miedo aunque todo influya.
Esta semana que se acaba, mientras escribo sentado en la mesa del salón de casa este artículo que quizá nadie me ha pedido pero que hasta ahora, me ha servido de vía de escape para calmar mi ferviente y constante necesidad de protestar ante una sociedad apática, egoísta e insolidaria en la que el panurgismo está tan en boga y el único compromiso que aceptamos es el de creer estar salvando nuestro propio culo, hemos asistido al nonagésimo episodio del esperpento en el que vivimos, más propio de Max Estrella y de una novela de don Ramón María del Valle Inclán, que de la vida real. Asistimos a lo que el periodista liberal Pedro Vallín denominó en Twitter como «la asonada de las togas» aunque si por algo se caracteriza el «poder impunicial» español es justamente por ser sibilino, sigiloso y taciturno, aunque sus insolentes intervenciones produzcan desgarradores gritos de sufrimiento sobre todo en los más débiles.
Lo que el viernes pasado debía decidir el Tribunal Constitucional, un órgano de ese poder cuyo Consejo General lleva «caducado» desde el 4 de diciembre de 2018, era si su doctrina contra trámites parlamentarios que anulan los derechos de las minorías parlamentarias y derechos de representación, puede o no aplicarse, antes de que tenga efectos prácticos, es decir, si su doctrina puede aplicarse anticipadamente antes de que el parlamento, como representante del pueblo, pueda aprobar una ley, suspendiendo la sesión parlamentaria para que no pueda aprobarse esa legislación. Y sobre esta actitud cuando menos discutible, hay tantas opiniones como sobre el seleccionador nacional de júrgol. Hay a quiénes les parece que todo lo que venga de unos jueces que, como digo llevan saltándose la Constitución desde hace 4 años, en cuanto a la renovación de magistrados, es correcto, sobre todo porque en la mayoría de las decisiones, salen beneficiados. Hay quiénes creen que todos los jueces del ordenamiento jurídico español son franaquistas reconvertidos y que siempre benefician al poder y a los poderosos. Y hay quiénes, como los lagartos, se ponen al sol que más calienta y unas veces creen que los jueces son un poder corrupto y otras que son maravillosos dependiendo de si las decisiones son primordialmente acordes con sus intereses y pensamientos o no.
Tengo que recordar que no es la primera vez que el TC impide la reunión de un parlamento y niega que puedan tomar acuerdos. En el BOE del 5 de octubre de 2017, aparecía el auto por el que, a petición del Grupo Socialista (PSOE), se suspendía la convocatoria del Parlamento de Cataluña. Entonces, los que ahora ponen el grito en el cielo, eran los que instaban al TC a que suspendiera la sesión, porque entonces el interés de ese partido no estaba en la soberanía popular de los catalanes sino en el interés del Régimen del 39 que veía con temor como se desmoronaba el castillo de naipes salido del golpe de estado franquista.
Como no soy jurista y sobre todo porque ya no creo en este régimen que ha demostrado con creces a lo largo de los años que no es un Estado de derecho sino un estado de poder nepótico ambiguo y torticero destinado a proteger, no los intereses generales de los ciudadanos, sino la riqueza, el poderío y el dominio de los oligarcas, no voy a entrar en cuál de esas tres opciones me parece la más acertada porque todas son falsas. Como decía el otro día el apátrida (@danielS37393832), la separación de poderes es un invento burgués de imposible cumplimiento porque no existen burbujas dentro del estado. Y ahí está la cuestión de todo. Los de la primera opción planteada anteriormente creen que la independencia judicial consiste en que ese poder está por encima del bien y del mal, exentos de fiscalización y de control y que por tanto pueden hacer lo que les venga en gana. Si lo pensamos bien es lógico. Esa gente no cree en la democracia, ni en la legitimidad de la representación popular y por tanto el Poder Judicial es el refugio de un poder absoluto que no responde ante nadie y que ejecuta sin reservas de ningún tipo. Es la puñetera esencia de la monarquía absolutista. Los de la tercera opción, no plantean ninguna duda sobre que la separación de poderes es real ni tampoco sobre la posibilidad de que el sistema sea injusto o esté corrompido, ni mucho menos sobre que el Pode Judicial sea incompetente, corrupto o tome decisiones prevaricadoras. Para ellos, las equivocaciones son fruto de la casualidad y no son predeterminadas. Ambas opciones, por tanto, están conformes con el actual estatus y no pretenden cambiar nada de un sistema en el que navegan como pez en el agua.
Por tanto, los que entonces optaron por acudir al Poder Judicial para que impidiera una sesión en el que se pretendía debatir opciones de los representantes de los ciudadanos y hoy ponen el grito en el cielo por un supuesto golpe de estado a base de Lawfare, como mínimo son unos cínicos, unos caradura y unos jetas. Más cuando no hace ni dos años que apoyaron para ocupar puestos del alto tribunal a dos magistrados manchados por la parcialidad y presuntas corruptelas. Todo en un pacto de la vergüenza con el partido de la corrupción sistémica para que justamente ahora se pudieran elegir los propuestos por el PSOE. (Y aquí es bastante indicativo que todo el sistema es un fraude porque fiarse de quiénes han sido condenados varias veces por corrupción y han incumplido todas sus promesas anteriores, es, o una pantomima o una estrategia).
En definitiva, queridos compañeros de viaje, lectores despistados, amigos y demás gentes que tenéis a bien dedicarme cada semana unos minutos a leer mis pobres elucubraciones, que el problema no es el de renovación del CGPJ, ni un supuesto golpe de estado o asonada judicial, ni tampoco si los jueces los elige el Parlamento por mayoría simple, de tres quintos o a dedo. Es el sistema el que está corrompido. ¿Os habéis planteado por qué ante la negativa para cumplir la Constitución en cuanto a la renovación del Consejo General del Poder Judicial, los supuestos magistrados progresistas no han dimitido en pleno? Eso habría obligado a renovar totalmente ese Consejo y hubiera sido lo lógico en un régimen democrático y habría retratado a todos en esta cuestión. ¿Por qué el PSOE lleva consistiendo años y años que los que iban a vender la sede de la calle Génova por quiebra económica, pero siguen allí, sigan ninguneando un poder que está día sí y día también anulando investigaciones o sobreseyendo supuestos casos de corrupción? ¿Por qué la fiscalía que depende del Gobierno solicita el archivo de la caja B del PP? ¿Por qué el Tribunal Superior de Madrid suspende la investigación en Andorra que tenía en el punto de mira a un tal M. Rajoy?
Si lo que a lo largo de estos años hemos conocido del PP lo hubiéramos conocido de Bildu, Podemos o del PC, hace años que estarían ilegalizados, disueltos y con sus responsables entre rejas. Ahí está el pobre Alberto Rodríguez, diputado elegido por sufragio universal, en su casa esperando que los togados anulen una injusticia que nunca debería haberse producido. Si en el lugar de Jordi Pujol hubiera estado Gabriel Rufián, hace años que jugaría al mus en Soto del Real.
Ya sabemos que no es oro todo lo que es amarillo, pero a veces, sólo a veces, si es blanco, está en botella y sabe a leche, es leche. Salud, ecología, feminismo, república y más escuelas públicas y laicas