La Gode (de Godeleva) siempre fue una muchacha grande y robusta. Pesó casi cinco kilos al nacer, que para una niña es bastante, y su percentil siempre estuvo muy por encima de su edad. Sin embargo, todo lo que la naturaleza hizo de más con su estatura y su físico, se lo quitó del intelecto. Ahora, a sus veintiséis años es una mujer fibrosa, con una altura de un metro y noventa centímetros, morena y bien formada y aunque no es una belleza de concurso, su presencia no pasa desapercibida allá por dónde pasa.
Tuvo una infancia cruel. Padre drogadicto, de los de jaco. Madre quinceañera que se quedó embarazada del malote del barrio al que la obligaron a unirse en matrimonio. Mientras ella lloraba en un cochambroso parque de plástico, en una esquina del salón de la casa que sus abuelos habían alquilado para sus padres, sus progenitores, él medio colocado, y ella, una niña, disfrutaban conduciendo coches de carreras en la Play en una pantalla de televisión que por entonces era la más grande del mercado, 60 pulgadas. Ninguno de los dos trabajaba y vivían de lo que ambas familias les suministraban.
En el colegio, nunca destacó por tener buenas notas. Mala estudiante, malas compañías y malas relaciones con los profesores. Sin embargo, tuvo la suerte de que para entonces, su madre ya había dejado a su padre, había madurado y trabajaba diez horas diarias como kelly para poder pagar el alquiler del piso, la comida y los vicios. Así que, viendo como su hija tiraba su futuro por la borda, se buscó la vida para que le dieran plaza en un colegio privado no religioso. Uno de esos en los que suspender es menos difícil. Además, la asistente social le consiguió una beca por la que casi le pagaban toda la matrícula y así consiguió que su niña acabara a los dieciocho el bachiller. Aún así, no fue capaz de aprobar la selectividad y nunca pensó en ir a la universidad.
Por aquel entonces, empezó a sentir un hormigueo en el estómago por un chaval del barrio. Un tipo como dios manda. Hijo de un monosabio de las Ventas. Un tipo que siempre llevaba el pelo rapado al cero, una pulsera con la banderita de España y una chapa con el escudo del Madrid. Él, se estaba preparando las oposiciones para policía nacional. Y ella, sin otro futuro a la vista, empezó a prepararse con él. Se pegaban la paliza en el gimnasio para estar en forma. Siempre les decían que lo importante eran las pruebas físicas. Iban a uno especializado en el que les mandaban correr por las calles, entre los coches, cargar con ruedas de tractor, arrastrar un aparato con doscientos kilos de peso o subir una soga de cinco metros en menos de veinte segundos. De la parte teórica, ni se preocupaban. Les habían dicho que no era importante. Ni siquiera se habían estudiado la Constitución. Así que, ni la primera vez, ni la segunda, ni la tercera, pasaron el primer examen, el teórico. Para la siguiente aprendieron la lección y al menos estudiaron los temas de constitución y de organización del estado. En un examen tipo test con cien preguntas y una redacción de al menos diez líneas, en los que no penalizaba las faltas de ortografía, fue complicado, pero pasaron.
Cuando eso sucedió, al principio, se comentó mucho en el barrio. Ella era muy conocida por ser hija de un tipo que aún hoy, trapichea con cosas recogidas de la basura o adquiridas al descuido de su dueño, que intenta vender para comprar tabaco porque con la metadona, el jaco quedó atrás. Sin embargo, corrió el rumor de que ella no había aprobado. Porque se la veía poco por el barrio, siempre iba de paisano y porque varios de los chavales que estaban en asociaciones como “Gentes sin casa” o “Jóvenes sin futuro” se habían encontrado con ella en alguna manifestación en la que La Gode era un peligro para los demás, porque se dedicaba a volcar contenedores de vidrio y tirar botellas a la policía o arrancar adoquines con los que enfrentarse a los antidisturbios o a prender fuego a los contenedores de basura del plástico para ejercer una barricada.
Él, estaba asignado en una de las comisarías del centro. Y cuando estaba en el barrio, era el mismo de siempre. Un prepotente, forofo del Madrid al que la placa le había dado, además, alas para avasallar a quién se opusiera a sus opiniones. Siempre era esquivo cuando le preguntaban por La Gode.
A ella, alguien del barrio dijo haberla visto arrullarse en una esquina de una calle del centro con un perroflauta. Se estaban comiendo los morros, mientras él le metía mano por debajo de la blusa. Tuvo que mirar tres veces porque no se lo creía.
Ayer un diario publicaba la noticia de que una policía había estado infiltrada tres años en movimientos sociales. Durante la infiltración, había mantenido relaciones sexuales con un dirigente ecologista al que habían trincado por pintar con zumo de remolacha la escalinata del Congreso. En la foto de la infiltrada, aparecía la cara de La Gode.
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Autocracia y Miedo
No si es el hastío, la astenia primaveral, o que con la edad empiezo a estar harto de todo, pero mi primera intención para este artículo había sido la de escribir el relato, que tenía claro y dejar el cuerpo del artículo con un sólo párrafo y una pregunta:
¿Por qué en un estado democrático, social y de derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, dónde la soberanía nacional reside en el pueblo, del que emanan todos los poderes del estado, necesita infiltrar policías dentro de los movimientos sociales que no propugnan la violencia, ni la rebelión?
La respuesta yo la tengo clara. Porque el artículo 1 de la Constitución, como tantos otros, solo es tinta sobre un papel que no vale para nada. Porque España ni es un estado social, ni de derecho y aunque es posible que sea una democracia al uso, tampoco es lo que los griegos definían como «el gobierno del pueblo por y para el pueblo». España, como tantos y tantos países satélites del imperio son regímenes de autócratas en los que lo único que importa es el poder del dinero y cuyos gobiernos trabajan por y para los mangantes de ese régimen. De ahí que tengan que infiltrar policías en movimientos sociales que no pretenden la rebelión, ni la revolución, pero si hacen lo posible para que el sistema cambie, se tenga en cuenta la naturaleza y los pobres puedan tener más derechos, se reparta mejor la riqueza y mejoren sus condiciones de vida. Y eso, es contrario al hijoputismo que practica el imperio y sus adláteres. Por eso precisamente no necesitan infiltrar policías en grupos fascistas ni en partidos políticos que funcionan como asociaciones mafiosas, porque no son peligrosos para el sistema ya que son parte del propio régimen.
Como digo, empiezo a estar saturado y a veces, sin que nos demos cuenta, hay una gota que colma un vaso y que destruye la tensión superficial que mantiene el agua por encima del recipiente y todo acaba derramándose. Estoy en esa situación de estrés superficial en el que todo está a punto de saltar por los aires. Porque uno se pregunta de verdad, no como Perrosanche, si merece la pena seguir. Si merece la pena estar todo el día tensado contradiciendo los mantras que los idiotas asumen como verdaderos y enfadándose con los del «fuego amigo» porque nunca eres lo suficientemente puro, lo suficientemente de izquierdas o lo suficientemente vanidoso como para creerte en posesión de la verdad única y absoluta. Siempre he escrito como válvula de escape y con gusto. Cuando eso ha dejado de suceder y se convierte en una obligación y una pesadilla, quizá sea el momento de parar y descansar. O al menos de tomarse las cosas de otra forma. Porque, ¿merece la pena jugarse la libertad por escribir lo que uno piensa? ¿Merece la pena estar buscando las palabras, buscar giros semánticos de forma que nadie pueda llevarte delante de un juez, que posiblemente trabaja para el mimo régimen, para no acabar en la cárcel?
Siempre he creído en la discrepancia y siempre he abogado por ella. Porque la única forma de llegar a un acuerdo es el diálogo y el acercamiento de posturas. Nadie tiene la verdad absoluta y todos nos equivocamos. Decía el otro día Juan Manuel de Prada, sí, un tipo de derechas que escribe en el ABC, pero que tiene una cabeza privilegiada y un discurso conciliador y más creyente en la justicia social que muchos de los que se dicen de izquierdas y dan lecciones a todos de democracia, justicia y libertad, que la justicia social no puede ser un reclamo sólo de la izquierda porque la distribución de la riqueza es una característica de la dignidad humana. Y esa dignidad viene de la vivencia en sociedad. El egoísmo no puede ser el motor de una humanidad, ni el mercado el regulador del mismo. Porque el egoísmo es contrario a lo social y por tanto al hombre. Y para que tengamos un claro ejemplo de la lógica de esto que contaba De Prada, el otro día había un tipo en X, uno de esos que proclama las bondades del hijoputismo que odia todo lo público y que no quiere pagar impuestos porque el estado le roba, que se quejaba porque había llamado al 112 para pedir que una ambulancia y un equipo médico fueran a su casa porque tenía 40 de fiebre y no le bajaba con nada. Y se quejaba precisamente porque en el 112 le había dicho que se tomara paracetamol e ibuprofeno alternándolo cada 4 horas hasta que le bajase la fiebre. A lo que voy y sobre lo que decía De Prada, repito, un tipo de derechas. Si te comportas como un ser individual, egoísta y acaparador cuando crees que está en peligro tu vida, no te puedes encomendar a lo social, a lo que se valida con unos impuestos que tú te niegas a pagar. Porque en tu egoísmo, primero te crees mejor que nadie y segundo crees tener un derecho que no has adquirido.
Somos tan idiotas que teníamos un estado casi social, con sanidad universal, derechos laborales, pensiones, becas para estudiantes, colegios públicos y una seguridad social tan bien montada que hubo un tiempo en el que hasta el médico de familia te iba a visitar a casa cuando estabas enfermo. Y sin embargo, en nuestro empeño por imitar al imperio, dejamos que los políticos nos fueran quitando cosas. Primero los colegios públicos argumentando que no había colegios suficientes y metiendo la concertada hasta la cocina. Luego el recorte de los derechos laborales que culminaron cuando introdujeron las ETTs. Una, dos, tres y cuatro reformas de pensiones hasta conseguir que cualquier español que tenga ahora entre veinte y treinta y cinco años, aunque trabaje toda su vida, no llegará a cobrar una pensión de jubilación. Más si el paro juvenil es el mayor de toda Europa y si obligan a los abuelos a trabajar hasta los 70 años. Ya no es que no vaya el médico a tu casa. Es que si tienes la mala suerte de tener una alergia o un problema de piel pueden pasar dos años hasta la primera cita con el especialista y lo que es peor, otros dos para la revisión del tratamiento. Hospitales públicos viejos, decadentes y saturados. El presupuesto público desviado a la sanidad y la educación privadas. Y todo eso, el avalado por el 70 % de los españoles que votan PP-PSOE (SUMAR-VOX- PNV o similares) y que, sí, que votar no sirve para mucho, pero seguir haciéndolo por el mal menor es una muerte lenta pero segura.
Durante décadas nos han metido por los ojos el sueño americano. O más bien la pesadilla. El esfuerzo individual que en el 99 % de los casos asegura una muerte anticipada y una vida de mierda, se convierte a través del cine, en el éxito rotundo de ese 1 % al que se le aparece la virgen y suena la flauta dando con un negocio especulativo que le hace millonario. El resto, a leer libros de autoayuda, a trabajar sesenta horas semanales, a pagar créditos para estudios durante toda su vida y si caes enfermo con una cosa tan «normal» como la diabetes, a trabajar toda tu vida como esclavo para pagar la insulina. Y si la enfermedad es más grave, a morir por desatención si no puedes pagar un seguro médico. Una semana al año de vacaciones si puedes vivir sin el salario de esa semana, porque no son pagadas. A cambio ¿qué? A cambio hamburguesas por un Dólar que te dejan las arterias como tuberías de plomo. Azúcar como si fuera agua que provoca obesidad, diabetes y muerte prematura pero que va directa a la dopamina que da placer momentáneo. Halloween, Black Friday, el día de acción de gracias y unos cuantos cohetes y desfiles el 4 de julio. Y nosotros, como idiotas queriendo llegar a ese mundo usaniano dónde hay más gente viviendo en la calle que ciudadanos en toda Castilla y León, dónde el Fentanilo se ha convertido en una ruina gracias a las farmacéuticas que prefieren ganar dinero con sus mierdas a que la gente se cure. El éxito no consiste en estar tranquilo en tu casa con tu huerta, tus flores en la entrada, tu cervecita a la fresca. No. El éxito consiste en tener un coche cuanto más grande mejor, que destruya bien el medioambiente que, como es de todos, no lo apreciamos. Vivir en casas hechas de cartón y yeso, con cientos de kilos de cucarachas y roedores entre las tablas con las que están construidas. Y beber esa mierda azucarada que produce, pedos, hipertensión y glucosa en tu cuerpo. Y para que no te quiten lo poco que tienes, una alarma que no sirve para nada porque para llamar a la policía la empresa que gestiona la alarma, tienen que estar muy seguros de que haya alguien dentro, porque una falsa llamada a la policía, provoca multas importantes. Y si estás en el medio rural, donde el cuartel de la Guardia Civil está a 20 kms el más cercano,…
Eso sí. El miedo, como decía de Prada, es el motor de la derecha. De esta derecha que triunfa y arrolla porque el miedo es directamente proporcional a la imbecilidad. Y aquí, en esta sociedad que hemos creado, en esta época que hemos venido a llamar idioceno, la idiotez está en grado sumo. Parece mentira que, con toda la información que hay, que ahora haya más terraplanistas que en el siglo XV parece un chiste, pero es para llorar. Que haya más indiferentes con cambio climático que con la política es para apagar, cerrar e irse a vivir al monte.
Por eso ya no voy a dar ni consejos. Porque ¿Para qué?
Salud, república y más escuelas.