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Azaña, su carácter difícil y la política republicana

24 de Julio de 2025
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Ante Azaña estamos frente a un político brillante por muchas razones. ¿Cómo no admirar su elocuencia, su humor punzante, la inteligencia con la que disecciona cualquier tema? Sin embargo, su formidable capacidad intelectual se revela, en la práctica, como un obstáculo. Desde su olímpica superioridad, se niega a bajar al terreno de los mortales. Incluso se permite despreciarlos, como si el ABC de todo político no consistiera en sumar fuerzas en lugar de restarlas.

Esta perturbadora mezcla de luces y sombras se percibe en un episodio significativo. Tras criticar duramente la política económica de la derecha, basada en el interés particular más que en el bien común, Azaña desprecia a las víctimas de esas medidas: afirma que lo tienen merecido por haberse dejado engañar en las elecciones. No era, evidentemente, la mejor forma de atraer simpatías. Y así, de la decepción de estos votantes no se derivó ningún beneficio para la República.

Su condescendencia debió de generar odios innecesarios, fácilmente evitables con un poco de mesura verbal. Ya en otras ocasiones había mostrado una incontinencia retórica perjudicial, como cuando afirmó que “España había dejado de ser católica”. Sus enemigos no habrían tergiversado sus palabras si, como dicta el sentido común, se las hubiera ahorrado.

A algunos historiadores no les gusta insistir en cuestiones de carácter, como si todo dependiera de fuerzas impersonales. Pero parece evidente que Azaña no sabía disimular lo que pensaba cuando las circunstancias lo exigían. Josefina Carabias, periodista que lo admiraba, dejó constancia de lo intimidante de su presencia, así como de su escaso savoir faire con la prensa. El resultado fue una política de comunicación que a veces rozó el desastre, un poco al modo de Felipe II, que creía innecesario replicar a la propaganda porque la verdad acabaría por imponerse.

Vicente Sánchez-Ocaña, redactor jefe de Estampa —revista de gran tirada, algo así como la televisión de la época—, se quejaba de su resistencia a la publicidad: “¿Por qué será tan hueso ese hombre, incluso para los que sabe que le tenemos estimación verdadera?”.

Su trato difícil también complicó las relaciones con quienes no compartían sus ideas. “Su fama de antipático era todavía más proverbial que la de feo”, escribió Carabias en su amable biografía, donde también señala que pagó muy cara “la sequedad o frialdad agresiva con algunas personas”.

Sería, con todo, una simplificación suponer que Azaña carecía de habilidad política. Supo mostrarse inclinado a sumar, no a restar, cuando propuso una alianza de izquierdas para desalojar a la derecha del poder. Con gran sentido autocrítico, responsabilizó a las fuerzas progresistas del desastre electoral de 1933. Si se elabora una ley electoral pensando en coaliciones, resulta temerario que republicanos y socialistas rompan sus pactos de inmediato.

La gestación de esta unidad no debía limitarse a acuerdos entre élites dirigentes. Era necesario movilizar a la ciudadanía y abrir cauces de participación. No bastaba con acudir a un mitin o votar cada cuatro años: había que comprometerse con las organizaciones republicanas mediante la acción y las cotizaciones. La política, por tanto, no podía reducirse a un espectáculo para militantes que los demás contemplaran como meros espectadores. Frente a la inquietud que la irrupción de las masas provocaba en intelectuales como Ortega y Gasset o Unamuno, Azaña veía en ellas un principio de regeneración.

¿Apología de la sociedad civil? No exactamente. Azaña se movía dentro de una lógica estatista que no siempre casaba con sus apelaciones a la multitud. En su discurso de Baracaldo, el 14 de julio de 1935, afirmó que toda transformación que merezca la pena solo se logra desde el poder. Dicho en otras palabras: lo que buscaba, como ha señalado su biógrafa Ángeles Egido, era “detener la revolución social desde el gobierno”. Para evitar una revolución desde abajo, con sus horrores asociados, propugnaba una revolución desde arriba, mediante la incorporación del PSOE a la dirección del país.

De ahí la necesidad de que las izquierdas concurrieran unidas a los comicios, con el fin de restaurar la República en toda su pureza. Nadie debía renunciar a sus doctrinas, pero sí entender que el régimen no podía sustentarse en extremismos: el extremismo, por definición, excluye a la mayoría. La radicalización no era la vía más rápida hacia la victoria.

Una vez más, el Azaña que se nos presenta es, a su modo, un hombre de orden.

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